Authors: Juan José Millás
Comuniqué la decisión a mi padre (intentando darle el trato de una «conversación entre hombres») un día que se encontraba enfermo, lo que resultaba excepcional. Creo que fue la primera vez que lo vi postrado en la cama con fiebre. Había cogido una neumonía por ir en la vespa sin ponerse periódicos debajo de la chaqueta. Yo acababa de volver de la academia y era de noche, pues estábamos en pleno invierno. Me senté a los pies de la cama, como para hacerle un poco de compañía, y esperé a que salieran de mi boca las palabras que llevaba semanas preparando.
—Papá, quiero ser misionero, como el tío Camilo —me oí decir de súbito, mucho antes de lo previsto.
Mi padre se quitó el paño húmedo que tenía en la frente y se incorporó un poco.
—¿Qué dices?
—Que quiero ser misionero. Como el tío Camilo.
Mi padre era religioso en un sentido más profundo que mi madre. Alternaba la lectura de publicaciones técnicas con la de la Biblia, obteniendo de ambas misteriosos beneficios espirituales.
Nunca supe lo que pasaba por su cabeza, quizá ningún hijo lo sepa. Tampoco él sabía lo que pasaba por la mía. De hecho, parecía desconcertado.
—¿Estás seguro? —acertó a preguntar.
—Sí —dije y en ese momento se fue la luz, como el día en el que solicité a Mateo, el padre del Vitaminas, mi ingreso en la Interpol. Quizá no era muy distinta una iniciativa de la otra.
Al poco llegó mi madre con una vela encendida que colocó sobre la mesilla de noche. Tras suspirar, se sentó al pie de la cama, en el lado contrario al mío. La escena adquirió unos tonos algo sombríos. La llama de la vela se reflejaba en el espejo del cuerpo central del armario del dormitorio.
Todo el mundo tiene un espejo de referencia, un espejo que le gustaría atravesar para llegar al otro lado de la vida. El mío era éste. Quizá lo sea aún. Cuando me ponía enfermo y me permitían pasar el día en la cama de mis padres, fantaseaba durante horas con esa posibilidad. Creo que aquel día lo atravesé limpiamente, a la luz de la vela.
—¿Sabes lo que me acaba de decir tu hijo? —dijo mi padre con un punto de emoción (y de fiebre, claro).
—¿Qué?
—Que quiere ser misionero. Como tu hermano.
A partir de ese instante la escena empezó a discurrir al otro lado del espejo. Allí estábamos mi padre, mi madre, yo y el pabilo prendido de la vela, que daba una luz fantasmal al conjunto. Mamá se levantó y me abrazó emocionada.
—¿Cómo es eso? —dijo.
—Lo he pensado —dije yo.
—¿Y cuando te gusten las chicas? —preguntó ella.
—Ya me gustan —respondí yo.
Creo que ellos no se dieron cuenta de que la escena, lúgubre por la naturaleza de la luz que la alumbraba, sucedía al otro lado del espejo, al otro lado de la vida. Yo sí, yo sabía que misteriosamente habíamos atravesado la frontera. Yo supe que el resto de la vida transcurriría en ese lado falso que sin embargo me ponía a salvo de todo. Tardaría años en regresar de él, en construirme una vida real. Cuando a lo largo de mi análisis salía a relucir esta escena (y salió mil y una veces, como si hubiera sucedido también a lo largo de mil y una noches), siempre me quedaba con la impresión de que había ocurrido en ella algo que entonces no capté (el día que di con ello fui devuelto bruscamente a este lado del espejo), y lo que entonces no capté fue que mi madre supo desde el primer momento que aquello era una fuga. ¿Cómo no lo iba a advertir si lo sabía todo? ¿Por qué entonces no hizo nada para evitarlo? ¿Por qué entró conmigo en una complicidad que no le había solicitado? Quizá porque tampoco a ella se le ocurría otro modo de arreglar las cosas. Quizá porque comprendía oscuramente que teníamos que separarnos. Un día, al salir de la consulta de mi psicoanalista y para digerir antes de volver a casa algo que acababa de descubrir en el diván, me metí en una cafetería donde sonaba un bolero. Sentado a la barra, frente a una copa de coñá, comprendí como en una revelación que la receptora de ese género popular dedicado a los amores imposibles, desgraciados, quiméricos, jamás es la mujer: es la madre.
El resto fueron trámites. Se habló con mi tío. Se escribió a quien correspondía solicitando mi admisión en el seminario. Hubo una espera un poco angustiosa provocada por mi deficiente currículo académico. Pero se les hizo saber que me había transformado de repente en un estudiante ejemplar, lo que venía a ser un modo de conversión en un mundo que tanto valoraba la figura del hijo pródigo. Finalmente me citaron para el siguiente curso, que empezaría en septiembre. La fuga estaba prácticamente consumada. Pasé los meses siguientes fantaseando acerca de un futuro cuyo dato principal sería el desarraigo, la separación, la pérdida, valores que aún tenían connotaciones literarias. Me convertiría en uno de aquellos héroes de las películas que veía en el cine López de Hoyos, un tipo de ninguna parte que huía de un pasado cruel (y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir una mentira). Me acostumbré a ver todo lo que sucedía en la academia como si ya hubiera ocurrido, pues pasaba más tiempo de mi vida en el futuro que en el presente. En ese futuro, vivía en medio de la selva, ocupándome de la construcción de vidas ajenas, pues aunque la mía había quedado inconclusa, tampoco disponía de materiales para continuar edificándola. Pensaba a menudo en María José e imaginaba que de mayor, por alguna circunstancia especial, me convertía en su director espiritual.
Pasó un siglo hasta que llegó el mes de junio. La academia no tenía capacidad para calificar a sus alumnos, por lo que nos examinábamos «por libre», en el instituto que correspondía a nuestro barrio.
Obtuve unas notas excelentes y con ellas el pasaporte definitivo al seminario.
El verano fue desasosegante, pues a medida que se acercaba el momento de la partida un miedo que no había figurado entre mis cálculos se iba instalando en el estómago. Y aunque quería huir de mi familia, de mi barrio, de la academia, empecé a intuir que comenzar de nuevo no sería fácil. La información que tenía sobre los internados era muy escasa, pero sospechaba que eran espacios en los que no resultaba sencillo conquistar un lugar, ser alguien. Realizaba permanentemente ejercicios de visualización, imaginaba circunstancias, conversaciones, escenarios. Rezaba para que todo saliera bien, pues la idea de solicitar desesperadamente el regreso a las dos semanas de haberme ido me ponía los pelos de punta. Atrapado entre el deseo de huir y el pánico de llegar, averigüé que la mayoría de los compañeros del seminario procedían del medio rural, pues en aquella época la Iglesia se nutría de los vástagos más inteligentes de las familias más pobres. No imaginaba cómo se comportarían, cómo me mirarían, hasta qué punto yo sería allí, una vez más, un excéntrico. El estrés me hacía adelgazar y me provocaba dolores de cabeza. Mamá me llevó al médico y habló en un aparte con él. Luego nos dejó solos. El médico me preguntó si estaba preocupado por algo. Le respondí que no.
—Me ha dicho tu madre que en septiembre te vas al seminario. Si estás arrepentido, a mí puedes decírmelo.
—No estoy arrepentido —dije conteniendo el pánico.
Me recetó un complejo vitamínico. Era la primera vez que escuchaba aquella expresión, complejo vitamínico, y se me quedó grabada por extraña. La palabra «complejo», en mis redes lingüísticas, estaba asociada al término «inferioridad». Complejo de inferioridad. ¿Qué había visto en mí aquel médico para recomendarme tal medicina? Tomaba los comprimidos con ansia, deseando que se me quitara la inferioridad. Y así, entre unas cosas y otras, llegó el mes de septiembre.
Dio la casualidad de que unos días antes de la fecha señalada para mi viaje apareciera por casa un hermano de mi padre, el tío Francisco, que además era mi padrino. Vivía en Tánger y tenía entre nosotros el prestigio de los que residían en el extranjero (estamos hablando de una época en la que a lo más que se podía aspirar era a ser de otro sitio). Solía aparecer una vez a lo largo del verano con su mujer y sus hijas a bordo de un Mercedes. El coche constituía otro elemento de prestigio, pues era prácticamente el único que se veía a lo largo de toda la calle.
El tío Francisco era un tipo jovial, con una barbilla muy interesante, a la que no le faltaba el hoyuelo del que disfrutaban las de los grandes actores del cine norteamericano. Transmitía una sensación de seguridad personal que tampoco era muy frecuente en nuestro mundo. Como el seminario se encontraba en un pueblo de Valladolid, a doscientos quilómetros de Madrid, se ofreció a llevarme en su coche. Mi única experiencia del tren era la del viaje entre Valencia y Madrid, que había resultado deprimente, por lo que se lo agradecí muchísimo. Era como dilatar unas horas la decisión. El único problema es que me tendría que dejar en el seminario un día antes de la llegada oficial, pero mi padre telefoneó y le dijeron que no había ningún problema.
Mamá preparó la maleta con la ropa que había estado marcando a lo largo de las últimas semanas. Se trataba de una maleta honda, gris, de tela, que tenía las esquinas reforzadas con una cantonera de metal (tal vez un añadido de mi padre). No sé de dónde había salido, ni qué fue de ella, pero ahora daría algo por asomarme a aquella hondura, por olerla, para ver si las cantidades de miedo que se depositaron en sus entrañas habían dejado algún rastro olfativo. Se decidió, ignoro con qué criterio, que nos acompañaría mi padre. De modo que ahí estamos, a la puerta de casa, cargando la maleta en el único automóvil que hay en la calle. Ahí estamos expuestos a las miradas de los vecinos. Ahí estoy yo con un nudo en la garganta, pero sin soltar una lágrima, despidiéndome apresuradamente de mis hermanos, de la calle, de mamá, que dilata incómodamente el beso y el abrazo. Cuando por fin arrancamos, lanzo una mirada a la tienda del padre del Vitaminas. Hace meses que no coincido en la calle con María José, como si se la hubiera tragado la tierra. De todos modos, cuando coincidíamos, uno de los dos cambiaba de acera o se metía por la primera bocacalle que le salía al paso. Durante los primeros minutos del viaje, mientras escucho la conversación entre mi padre y mi tío, me ataca una fantasía estimulante: Ya soy sacerdote, pero, en vez de en la selva, trabajo en una parroquia de Madrid. Un día, confesando, aparece María José al otro lado de la celosía y sin saber quién soy comienza a relatarme su vida, que es un desastre del que me propongo rescatarla. Cuando la fantasía comienza a excitarme sexualmente, me pregunto si habré cometido un pecado mortal y regreso a la realidad.
Del viaje recuerdo sobre todo una extensión de terreno desoladora. Siempre que he atravesado Castilla en coche a lo largo de mi vida se ha reproducido en un grado u otro la angustia que sentí entonces. También recuerdo que a medio camino nos paró la Guardia Civil. Un agente, sin duda impresionado por el coche, se limitó a decir a mi tío que había pasado un cambio de rasante por en medio de la carretera, que era muy estrecha. Mi tío se disculpó y el agente nos permitió continuar. Yo pregunté qué significaba «cambio de rasante» y mi tío me lo explicó con precisión. Años más tarde, en el examen teórico del carné de conducir, me tocó una pregunta relacionada con esta figura y la memoria reprodujo, mientras realizaba el test, aquella escena. Siempre se reproduce ante tal expresión.
Llegamos al seminario de noche, por lo que el rector sugirió a mi tío y a mi padre que cenaran antes de emprender el regreso. Mientras hablaban al pie del automóvil, vi la sombra de un caserón inmenso colocado en medio de la nada. La oscuridad que circundaba el edificio era tal que la luna y las estrellas adquirían un protagonismo que jamás antes, en mi vida, había observado.
La cena, llevada a cabo en un refectorio muy oscuro (quizá se había ido la luz y estábamos alumbrados por velas, aunque no podría jurarlo) fue un espanto, pues todo en ella conducía al instante en el que mi padre y mi tío me abandonarían en aquel lugar sombrío, inhóspito, tan ajeno a mi vida. El rector, que era cojo y muy delgado, calzaba en el extremo de su pierna mala, mucho más corta que la otra, una bota enorme, pesada y negra, como un yunque, en la que parecía residir el centro de gravedad de todo su cuerpo (está minuciosamente descrito en mi novela
Letra muerta).
Cenó con nosotros, servidos por un hermano lego que entraba y salía de la habitación como un fantasma. En algún momento me pareció que atravesaba la puerta en vez de abrirla. Hablaron de los planes de estudio del seminario. El rector señaló que habían reducido el bachillerato un año respecto a los estudios oficiales tras considerar que en un internado se podía hacer en cinco años lo que en el siglo se hacía en seis. Me llamó la atención la expresión «el siglo», que entonces no comprendí.
También recuerdo que mi estómago se había cerrado de forma literal y que aunque intentaba comer lo que me presentaban, me resultaba imposible. Mientras masticaba, ensayaba una vez más el instante de la despedida. Lo había hecho mil veces, pero tenía la impresión de que no me iba a servir de nada. Sobre todo, me decía, no llores, no llores, por favor. Dios mío, si no lloro, haré lo que me pidas el resto de mi vida. Me atacó el pánico a llorar como a otros les ataca el de mearse en la cama.
Los adultos, que sin duda habían advertido mi ataque de angustia, pues debía de estar pálido como el papel en medio de la penumbra reinante, procuraban ignorarme, para no desencadenar una situación incómoda. Hablaban y hablaban, unas veces deprisa, otras a cámara lenta, de vez en cuando se producía un silencio de un segundo o dos, quizá más corto todavía, que mi pánico alargaba como si hubiera llegado el momento de la ejecución, pues yo estaba a punto de ser ejecutado. Continuaría viviendo, evidentemente, porque se trataba de una ejecución limpia, incruenta, pero una vez que mi padre y mi tío partieran en medio de la noche a bordo del Mercedes, un Juanjo habría muerto, dejando como resultado de aquella combustión un Juanjo inerme, desvalido, un Juanjo huérfano, desamparado, solo.
Y así se fueron, en medio de la noche, tras unos besos de trámite, pues también ellos, mi padre y mi tío, tenían miedo de que me echara a llorar. No sucedió. Logré detener milagrosamente el llanto a la altura del pecho. Aún continúa ahí. Jamás he llorado aquel momento, ni siquiera cuando me quedé solo. Me acompañó al dormitorio el hermano lego que nos había servido la cena. Dijo que al haber llegado un día antes que el resto de los alumnos tendría que dormir solo y me preguntó si me daba miedo. Le dije que no. El esfuerzo de arrastrar la maleta por aquellos pasillos infinitos, por aquellas escaleras que me digerían a medida que las subía y las bajaba, me ayudaba a disimular el resto de los sentimientos y de las sensaciones físicas que me embargaban. La arrastraba con la desesperación o el pánico del herido que en el campo de batalla reúne sus vísceras y corre con ellas en las manos al hospital de campaña.