La adoraba, en pasado.
Las listas eran cada vez más exhaustivas y acababan convirtiéndose en una especie de interminable desglose: canciones que ya no podía escuchar, películas que ya no podía ver, sitios a los que ya no podía ir. Páginas y páginas de libros que habían leído juntos, vacaciones, largos fines de semana sin salir de la cama y quince años de una vida que ya nadie podía devolverle.
Sara no tenía ni idea de qué había hecho con aquellas listas. Quizá su madre las había guardado en una caja y se las había llevado al guardamuebles de su padre, o quizá no habían existido nunca. Puede que soñara que escribía esas listas en los días que siguieron a la muerte de Jeffrey, cuando el dolor fue tan insoportable que hasta había agradecido los sedantes. A lo mejor soñó que se sentaba en la cocina durante horas, escribiendo para la posteridad todas las cosas maravillosas que amaba en su marido.
Xanax, Valium, Ambien, Zoloft; casi se había envenenado tratando de sobrevivir día a día. A veces se tumbaba en la cama, medio traspuesta, y evocaba las manos de Jeffrey, sus labios, sobre su cuerpo. Entonces se quedaba dormida y soñaba con la última vez que habían estado juntos, el modo en que él la había mirado a los ojos, tan seguro de sí mismo, mientras iba despertando poco a poco su deseo hasta volverla loca. Sara se despertaba con una punzada de dolor, luchando contra el impulso de volver a hacerse ilusiones con la posibilidad de disfrutar tan solo unos momentos más de esa otra vida.
Había perdido horas y horas recreándose en el recuerdo de su vida sexual con él, evocando cada sensación, cada centímetro de su cuerpo, con morboso detalle. Durante semanas, había estado obsesionada con el recuerdo de la primera vez que hicieron el amor —no de la primera vez que se acostaron, que fue un frenético arrebato de pasión que hizo que Sara saliera de su casa avergonzada a la mañana siguiente—, sino de la primera vez que se miraron y acariciaron con ternura, mirándose a los ojos, como hacen los amantes.
Era un hombre dulce y tierno. Siempre la escuchaba, siempre le abría la puerta y le cedía el paso. Confiaba en su criterio: había construido su vida en torno a ella. Siempre estaba a su lado cuando le necesitaba.
Estaba, otra vez en pasado.
Pasados unos meses, empezó a recordar detalles absurdos: una pelea que habían tenido por cómo había que colocar el papel higiénico en el portarrollos. Una discusión sobre a qué hora habían quedado en un restaurante. Su segundo aniversario, cuando a él se le ocurrió que ir en coche hasta Auburn para ver un partido de fútbol era un fin de semana romántico. Un día de playa en el que ella se puso celosa porque una mujer en un bar le prestaba demasiada atención.
Jeffrey sabía cómo arreglar la radio del cuarto de baño. En los viajes largos, le encantaba leerle en voz alta mientras ella conducía. Aguantaba a su gato, que se hizo pis en sus zapatos la primera noche que durmió en casa después de mudarse de manera oficial. Le empezaban a salir patas de gallo alrededor de los ojos, y a Sara le gustaba besarlas y pensar en lo maravilloso que iba a ser envejecer junto a aquel hombre.
Y ahora, cuando se miraba al espejo y detectaba una nueva arruga en su propio rostro, el único pensamiento que se le venía a la cabeza era el de que iba a tener que envejecer sin él.
Sara no sabía muy bien cuánto tiempo le había llorado; de hecho, no estaba segura de haber dejado de llorar. Su madre había sido siempre la fuerte, y nunca lo había sido más que cuando su hija la necesitó a su lado. Tessa, la hermana de Sara, se sentó a su lado días enteros, para abrazarla y mecerla algunas veces como si fuera un bebé. Su padre se encargaba de la intendencia doméstica: sacaba la basura, paseaba a los perros y se acercaba hasta la oficina de correos para recoger el correo de Sara. Un día se lo encontró en la cocina, llorando y murmurando: «Mi hijo… Mi único hijo…». Jeffrey había sido el hijo que nunca había tenido.
—Está completamente destrozada —le contó su madre a la tía Bella por teléfono. La frase describía tan bien cómo se sentía Sara que se había quedado ensimismada, imaginando que sus brazos y sus piernas se separaban de su cuerpo. ¿Qué más daba? ¿Para qué necesitaba las piernas o las manos o los pies si ya no podría correr nunca más hacia él, si nunca más podría abrazarle ni acariciarle? Sara nunca había sido la clase de mujer que necesita un hombre a su lado para sentirse completa pero, de alguna manera, Jeffrey se había convertido en aquello que la definía, y sin él se sentía como si fuera a la deriva.
¿Quién era ella sin él, entonces? ¿Quién era esa mujer que se negaba a vivir sin su marido, que había tirado la toalla? Quizás esa era la auténtica raíz del dolor que sentía; no era solo el hecho de haber perdido a Jeffrey, también se había perdido a sí misma.
Todos los días, Sara se prometía que iba a dejar de tomar las pastillas, que iba a dejar de anestesiarse para poder soportar el simple hecho de estar viva y de que el tiempo pasara tan despacio —a veces creía que habían pasado semanas cuando tan solo habían pasado unas pocas horas—. Cuando por fin consiguió dejar las pastillas, dejó de comer. No era que no quisiera alimentarse, sino que la comida le sabía a rayos. La bilis se le subía a la garganta por más que su madre intentara llevarle sus platos favoritos. Sara se encerró en casa, se abandonó por completo. Quería dejar de existir, pero no sabía cómo hacerlo sin ir en contra de sus principios más básicos.
Al final, su madre fue a hablar con ella y le suplicó:
—Decídete de una vez: o vives o te matas, pero no nos obligues a ver cómo te vas apagando de esta manera.
Sara había considerado sus opciones fríamente: pastillas, una cuerda, una pistola, un cuchillo. Nada de eso le iba a devolver a Jeffrey, ni tampoco iba a cambiar lo que había sucedido.
Pasó el tiempo, y el reloj iba hacia adelante cuando lo que ella quería era que diera marcha atrás. El día del primer aniversario de su muerte, Sara se despertó y se dio cuenta de que, si se hubiera suicidado, los recuerdos de Jeffrey habrían desaparecido con ella también. No habían tenido hijos, no habían dejado ningún monumento perdurable de lo que había sido su vida en común. Solo quedaba Sara y los recuerdos que guardaba en su mente.
Y después de eso no le quedó otro remedio que recomponerse, recoger y unir los trozos poco a poco. Lentamente, una mujer que recordaba lejanamente a Sara dejó de funcionar como un autómata. Se levantaba por la mañana, salía a correr, trabajaba media jornada, intentando vivir su vida como la había vivido antes, pero sin Jeffrey. Fue valiente e intentó transitar por aquella mala imitación de su vida anterior, pero no podía hacerlo. No podía seguir en la casa donde se habían amado, en la ciudad donde habían vivido juntos. Ni siquiera era capaz de asistir a las tradicionales comidas del domingo en casa de sus padres porque, enfrente de ella, siempre habría una silla vacía.
Una compañera de estudios de Emory, que no tenía ni idea de lo que le había sucedido a Sara, le envió por correo electrónico el anuncio de la vacante en el hospital Grady. Lo hizo en plan de broma, como diciendo: «¿Quién querría volver a ese infierno?». Pero Sara llamó al administrador del hospital al día siguiente y entró en el Grady para trabajar en el departamento de urgencias. Sabía que el sistema de salud pública era un dinosaurio gigantesco y obsoleto y que un servicio de urgencias fagocita tu vida personal, tu alma. Alquiló su casa, vendió su consulta, regaló la mayor parte de sus muebles y, un mes más tarde, se mudó a Atlanta.
Y ahí estaba ella. Habían pasado dos años y Sara seguía estancada. No tenía muchos amigos fuera del trabajo, pero nunca había tenido demasiada vida social, que había girado en torno a su familia. Su hermana Tessa siempre había sido su mejor amiga, y su madre, su confidente más íntima. Jeffrey era el jefe superior de policía del condado de Grant, Sara la forense. Trabajaban juntos muy a menudo, y Sara se preguntaba si su relación hubiera sido tan íntima si hubieran vivido cada uno por su lado y no se hubieran visto más que a la hora de cenar.
El amor, como el agua, siempre transcurre por la vía que ofrece menos resistencia.
Sara se había criado en una ciudad pequeña. La última vez que había tenido una cita propiamente dicha no estaba bien visto que las chicas llamaran a los chicos por teléfono, y ellos debían pedir permiso al padre para salir con su hija. Esas costumbres resultaban pintorescas ahora, casi ridículas, pero ella las echaba de menos. No entendía cómo funcionaban ahora las relaciones entre hombres y mujeres adultos, pero se había obligado a intentarlo para comprobar si esa parte de ella había muerto también con Jeffrey.
Había salido con dos hombres desde que se mudó a Atlanta, conocidos a través de las enfermeras del hospital, y ambos le habían parecido rematadamente anodinos. El primero era guapo y listo, un profesional de éxito, pero no había nada detrás de su deslumbrante sonrisa y sus impecables modales; después de que Sara rompiera a llorar la primera vez que la besó, no la volvió a llamar. Con el segundo salió tres meses atrás. La experiencia fue algo mejor, o quizá ella se engañaba. Se acostó con él una vez, pero tuvo que tomarse tres copas de vino para reunir el valor necesario y apretó los dientes todo el rato, como si aquello fuera un examen que estuviera decidida a aprobar. El hombre rompió con ella al día siguiente, pero Sara no se enteró hasta que llegó a casa y comprobó su buzón de voz una semana después.
Si tuviera que lamentar algo de su vida en común con Jeffrey, sería esto: ¿Por qué no le había besado más? Como la mayoría de los matrimonios habían desarrollado un lenguaje íntimo y secreto: un beso largo indicaba normalmente el deseo de sexo, no solo cariño. Luego estaban los besos en la mejilla y los fugaces en los labios que se daban antes de ir a trabajar, que no tenían nada que ver con los que se daban cuando empezaron a salir, cuando los besos apasionados eran regalos exóticos y sensuales que no siempre acababan en la cama.
Sara quería regresar a ese principio, volver a disfrutar de esas largas horas en el sofá con la cabeza de Jeffrey en su regazo, besándole con pasión, acariciando su suave cabello. Sentía nostalgia de aquellos momentos robados en coches aparcados, pasillos o cines, cuando pensaba que se iba a morir si no la besaba. Quería esa sorpresa de coincidir con él en el trabajo, ese vuelco que le daba el corazón cuando le veía a lo lejos, caminando por la calle. Quería volver a sentir mariposas en el estómago cuando sonaba el teléfono y oía su voz al otro lado de la línea. Quería volver a sentir cómo la sangre se concentraba en su vientre cuando iba sola en su coche o pasaba por un pasillo en la farmacia y, de repente, olía su aroma impregnado en su propia piel.
Quería recuperar a su amante.
Alguien descorrió la cortina de vinilo con un chirrido metálico. Jill Marino, una de las enfermeras de urgencias, sonrió al dejar el historial de Anna sobre la cama.
—¿Qué tal la noche? —preguntó. Deambuló por la habitación comprobando los monitores y asegurándose de que la vía seguía en su sitio—. Ya están los resultados de la gasometría.
Sara abrió el historial y revisó las cifras. La noche anterior, el oxímetro que Anna llevaba puesto en el dedo detectó un descenso en la saturación del oxígeno. Pero, al parecer, esta mañana había vuelto a la normalidad de forma espontánea. A Sara no dejaba de maravillarle la capacidad del cuerpo humano para sanarse por sí mismo.
—Te hace sentir innecesaria, ¿verdad?
—A un médico, puede —replicó Jill para chincharla—, pero ¿a una enfermera?
—Bien visto.
Sara metió la mano en el bolsillo de su bata de trabajo y palpó la carta. Se había cambiado después de atender a Anna y había trasladado la carta de forma automática al ponerse la bata limpia. A lo mejor debería abrirla. A lo mejor debería sentarse, romper el sobre y acabar con aquello de una vez por todas.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Jill.
Negó con la cabeza.
—No. Gracias por dejar que me quedara aquí esta noche.
—Has sido tú la que me ha quitado trabajo de encima —admitió la enfermera. Como de costumbre, la UCI estaba hasta los topes—. Te llamaré si se produce algún cambio. —Acarició la mejilla de Anna y le sonrió—. Puede que nuestra chica quiera despertarse hoy.
—Seguro que sí.
Sara no creía que Anna pudiera oírla, pero ella se sentía mejor diciéndolo en voz alta.
Los dos policías que guardaban la puerta de la habitación se llevaron la mano a la gorra al salir Sara. Sintió sus ojos clavados en la nuca mientras se alejaba por el pasillo, pero no porque la encontraran atractiva, sino porque sabían que era la viuda de un policía. Sara no había hablado nunca de Jeffrey con sus compañeros del Grady, pero siempre había mucho trasiego de policías en urgencias, y la noticia había acabado por extenderse. No tardó en convertirse en un secreto a voces del que todo el mundo hablaba, aunque nunca en su presencia. No había sido su intención convertirse en una figura trágica, pero si eso disuadía a la gente de hacer preguntas, no le importaba.
El gran misterio era por qué le había salido de una forma tan natural hablarle de Jeffrey a Faith. Sara prefería pensar que Faith era simplemente una buena detective antes que admitir lo que más se acercaba a la verdad: se sentía sola. Su hermana vivía al otro lado del mundo, sus padres estaban a cuatro horas de viaje y su vida se limitaba al trabajo y a ver lo que estuvieran poniendo en la televisión cuando llegaba a casa.
Y lo peor de todo era que sospechaba que no había sido Faith lo que la había atraído, sino el caso. Jeffrey siempre buscaba el consejo de Sara en sus investigaciones, y echaba de menos esa clase de actividad mental.
Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, el último pensamiento de Sara antes de quedarse dormida no fue para Jeffrey, sino para Anna. ¿Quién la había secuestrado? ¿Por qué la había elegido precisamente a ella? ¿Qué pistas había dejado en el cuerpo de Anna que pudieran ayudarle a averiguar el móvil del animal que le había hecho aquello? Mientras hablaba con Faith en la cafetería Sara tuvo la sensación de que su cerebro servía para algo más que para mantenerla viva. Y lo más probable es que fuera la última vez en mucho tiempo que se iba a sentir así.
Se frotó los ojos, tratando de espabilarse. Sabía que la vida sin Jeffrey iba a resultar muy dolorosa, pero lo que no sabía era que, además, iba a ser tan asquerosamente irrelevante.