El número de la traición (14 page)

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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El número de la traición
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Casi había llegado a los ascensores cuando le sonó el móvil. Dio media vuelta y volvió a dirigirse hacia la habitación de Anna mientras atendía el teléfono.

—Estoy de camino.

—Sonny llegará en menos de diez minutos —replicó Mary Schroder.

Sara se paró; se le cayó el alma a los pies al oír las palabras de la enfermera. Sonny era el marido de Mary, un agente que hacía el primer turno de la mañana.

—¿Está bien?

—¿Te refieres a Sonny? —preguntó Mary—. Está perfectamente. ¿Dónde estás tú?

—Estoy arriba, en la UCI. —Sara se dio la vuelta y se fue hacia los ascensores—. ¿Qué es lo que pasa?

—Sonny ha recibido una llamada alertándole de que había un niño solo en el City Foods de Ponce de León. Tiene seis años. El pobre ha estado esperando en el asiento trasero del coche durante al menos tres horas.

Sara pulsó el botón del ascensor.

—¿Y la madre?

—Ha desaparecido. Su bolso estaba en el asiento del conductor, las llaves en el contacto y había sangre en el suelo, junto al coche.

Sara sintió que su corazón volvía a latir.

—¿Y el niño vio algo?

—Está demasiado afectado para hablar, y Sonny no vale para eso. No tiene ni idea de cómo tratar a un niño de esa edad. ¿Estás bajando?

—Estoy esperando el ascensor. —Sara miró su reloj—. ¿Está seguro de que han sido tres horas?

—El encargado del súper vio el coche aparcado cuando llegó a trabajar. Dijo que la madre había estado allí un rato antes, como loca porque no encontraba a su hijo.

Sara volvió a apretar el botón, sabiendo perfectamente que no tenía ningún sentido.

—¿Por qué ha tardado tres horas en llamar a la policía?

—Porque la gente es así de gilipollas —respondió Mary—. La gente es total y absolutamente gilipollas.

Capítulo siete

El Mini rojo de Faith estaba aparcado a la puerta de su casa cuando se despertó esa mañana. Amanda debía de haber seguido a Will con su coche y después lo había llevado a su casa. Probablemente pensaba que le estaba haciendo un favor a Faith, pero esta seguía teniendo ganas de estrangularle. Cuando Will la llamó para decirle que pasaría a recogerla a las ocho y media, como siempre, ella le respondió con un cortante «vale» que se quedó flotando sobre su cabeza.

Su furia se aplacó un poco cuando Will le contó lo que había pasado esa noche: su estúpida incursión en la cueva, el hallazgo de la segunda víctima, las dificultades con Amanda. La última parte parecía especialmente dura: Amanda nunca le ponía a uno las cosas fáciles. Will parecía agotado y Faith se compadeció de él cuando le describió a la mujer colgada del árbol, pero tan pronto como hubo colgado el teléfono volvió a enfurecerse.

¿Cómo se le ocurría meterse en esa cueva sin nadie más que Fierro para guardarle las espaldas? ¿Por qué demonios no la había llamado para que le ayudara a buscar a la segunda víctima? ¿Por qué, por el amor de Dios, pensaba que estaba haciéndole un favor impidiendo que hiciera su trabajo? ¿Acaso pensaba que no era capaz de hacerlo, que no era lo suficientemente buena? Faith no era una simple mascota. Su madre era policía. Había empezado como agente y ascendido a detective más rápido que cualquier otro miembro de su brigada. No venía de recoger margaritas cuando Will entró en su vida; no era el maldito Watson de Sherlock Holmes.

Se obligó a respirar hondo. Estaba lo suficientemente cuerda como para darse cuenta de que su ira podía ser algo desproporcionada. Pero únicamente cuando se sentó a la mesa de la cocina y se midió el azúcar supo el por qué. De nuevo rondaba el ciento cincuenta que, según
Vivir con diabetes
, podía aumentar el nerviosismo y la irritabilidad. Y tener que inyectarse la insulina no le ayudaba precisamente a calmar el nerviosismo y la irritabilidad.

Tenía el pulso firme cuando giró el dial para seleccionar la dosis —esperando haber elegido la correcta—, pero su pierna empezó a temblar cuando intentó pincharse, de modo que parecía un perro rascándose con ganas. Debía de haber algo en su inconsciente que hacía que su mano se paralizara sobre su tembloroso muslo, algo que le impedía infligirse daño alguno de forma deliberada. Probablemente eso mismo era lo que le impedía embarcarse en una relación estable con un hombre.

—A tomar por saco —dijo con determinación, se clavó el bolígrafo y empujó el émbolo. La aguja quemaba como el fuego del infierno, por más que el folleto que le habían dado asegurara que era prácticamente indoloro. A lo mejor después de pincharte seis mil millones de veces a la semana, clavarte una aguja en el muslo o en el abdomen resultara relativamente indoloro, pero Faith no había llegado aún a ese punto, ni siquiera era capaz de imaginárselo. Cuando extrajo la aguja sudaba de tal manera que tenía las axilas pegajosas.

La hora siguiente la pasó entre el teléfono e Internet, hablando con diversas organizaciones gubernamentales para avanzar un poco en la investigación mientras se ponía de los nervios buscando información en Google sobre la diabetes de tipo 2. Los diez primeros minutos estuvo esperando a que la atendieran los del departamento de policía de Atlanta, y se entretuvo buscando un posible diagnóstico alternativo por si Sara Linton se había equivocado. Al final todo quedó en un sueño imposible, y para cuando la pusieron en espera en el laboratorio del DIG en Atlanta ya había encontrado su primer blog para diabéticos. Luego descubrió otro, y otro: miles de personas explayándose sobre las dificultades que entraña vivir con una enfermedad crónica.

Faith estuvo leyendo acerca de bombas y glucosómetros, de la retinopatía diabética, los problemas de circulación, el descenso de la libido y un montón de cosas maravillosas que venían de regalo con la diabetes. Había curas milagrosas, reseñas sobre artilugios y un pirado que decía que la enfermedad era una excusa que se había inventado el gobierno de Estados Unidos para recaudar subrepticiamente miles de millones de dólares que le permitían financiar la guerra por el petróleo.

Después de familiarizarse con las teorías conspiranoicas en torno a la diabetes, Faith estaba dispuesta a creer cualquier cosa que pudiera librarla de tener que pasarse el resto de su vida midiéndolo todo. Se había pasado la vida probando absolutamente todas las dietas adelgazantes del
Cosmo
, y eso le había enseñado a controlar los carbohidratos y las calorías, pero no soportaba la idea de convertirse en un acerico. Profundamente deprimida —y esperando a que alguien de Equifax se pusiera al teléfono—, pasó rápidamente a las páginas de los laboratorios farmacéuticos con sus fotos de risueños diabéticos de aspecto saludable montando en bicicleta, haciendo yoga o jugando con cachorritos, gatitos, niños pequeños y cometas; a veces combinaciones de los cuatro. Seguramente la mujer que correteaba tras ese bebé tan adorable no sufría de sequedad vaginal.

Teniendo en cuenta que llevaba toda la mañana al teléfono, Faith podría haber llamado a la consulta de la doctora Wallace y pedido una cita para esa misma tarde. Tenía el número que Sara le había anotado, y naturalmente ya había comprobado los antecedentes de Delia Wallace para saber si le habían puesto alguna demanda por mala praxis o tenía alguna multa por conducir bajo los efectos del alcohol. Faith conocía al detalle el currículum de la médica y su expediente de tráfico, pero seguía sin ser capaz de hacer la llamada.

Sabía que se iba a pasar una buena temporada trabajando en la oficina por culpa del embarazo. Amanda fue novia de Ted, el tío de Faith, pero la relación empezó a deteriorarse cuando esta empezó el instituto, y Amanda la Jefa era muy diferente de la Tía Amanda. Le iba a hacer la vida imposible como solo una mujer puede hacérsela a otra por la clase de cosas a la que se dedican la mayoría de las mujeres. Faith estaba preparada para afrontar esa clase de infierno, pero ¿le permitirían volver a su puesto cuando se enteraran de que padecía diabetes?

¿Sería capaz de volver a salir a la calle con un arma a perseguir a los malos sabiendo que sus niveles de glucosa podían desplomarse en cualquier momento? El ejercicio intenso podía provocar una caída de la glucosa. ¿Qué pasaría si le daba un bajón y se desmayaba mientras perseguía a un sospechoso? Las emociones intensas también podían comprometer sus niveles de glucosa. ¿Y si un día estaba entrevistando a un testigo y no se daba cuenta de que estaba fuera de control hasta que intervinieran los de asuntos internos? ¿Y Will? ¿Podía confiar en ella para cubrirle las espaldas? Por más que se quejara de su compañero, Faith sentía una profunda devoción por él. Era a un tiempo su copiloto, su parachoques contra el mundo y su hermana mayor. ¿Cómo iba a protegerle si ni siquiera podía protegerse a sí misma?

Tal vez ni siquiera dependía de ella.

Se quedó mirando fijamente la pantalla del ordenador, pensando en buscar en Internet cuál era la política oficial en cuanto a los diabéticos en las fuerzas de seguridad. ¿Los arrinconaban tras una mesa de despacho hasta que se atrofiaban o dimitían? ¿Los despedían? Colocó las manos sobre el teclado. Pulsó la H sin pensar y sintió que rompía a sudar de nuevo. Cuando sonó el teléfono se llevó un susto de muerte.

—Buenos días —dijo Will—. Estoy afuera, sal cuando estés lista.

Faith cerró el portátil. Cogió las notas que había ido tomando al teléfono, metió toda su parafernalia para diabéticos en el bolso y salió por la puerta principal sin mirar atrás.

Will conducía un Dodge Charger negro sin distintivo policial, lo que en su jerga se denominaba un vehículo G, perteneciente al parque móvil del Gobierno. Esta belleza de coche en particular tenía una raya hecha con una llave sobre una de las ruedas traseras y una gran antena montada sobre un muelle para que el escáner pudiera captar cualquier señal en un radio de ciento sesenta kilómetros. Hasta un niño ciego de tres años lo habría identificado como un vehículo policial.

Según abría la puerta del coche, Will le informó:

—Tengo la dirección de Jacquelyn Zabel en Atlanta.

Se refería a la segunda víctima, la mujer que habían encontrado colgada de un árbol.

Faith subió al coche y se abrochó el cinturón de seguridad.

—¿Cómo?

—El sheriff de Walton Beach me llamó esta mañana. Estuvieron hablando con sus vecinos. Al parecer, acababa de ingresar a su madre en una residencia y Jacquelyn estaba viviendo allí mientras recogía sus cosas para poner la casa en venta.

—¿Dónde está la casa?

—En Inman Park. Charlie se reunirá con nosotros allí, y he llamado a la policía de Atlanta para que nos envíen a alguien. Dicen que pueden prestarnos dos agentes un par de horas. —Dio la vuelta para salir y miró a Faith de reojo—. Tienes mejor aspecto. ¿Has podido dormir?

Faith no respondió. Sacó su cuaderno y repasó la lista de todas las llamadas que había hecho esa mañana.

—Pedí que enviaran a nuestros laboratorios las astillas que Sara encontró bajo las uñas de Anna. Y, antes de nada, he mandado a un técnico al hospital para tomarle las huellas. He pasado un aviso a todas las comisarías del estado para que miren a ver si tienen alguna mujer desaparecida que encaje con la descripción de Anna; van a intentar mandar a un dibujante para que le haga un retrato. Su cara está bastante amoratada, no creo que nadie pudiera reconocerla en una foto tal como está.

Pasó la página y echó un vistazo a las notas.

—He hablado con el CNIC (Centro Nacional de Información Criminal) y con el PDCV (Programa para la Detención de Criminales Violentos) a ver si tienen constancia de algún caso similar, y aunque el FBI no tiene abierto ningún caso como este, he introducido los detalles en la base de datos por si saltaba la liebre. —Pasó a la página siguiente—. Tenemos controladas las tarjetas de crédito de Jacquelyn Zabel por si alguien intenta utilizarlas. He llamado al anatómico; la autopsia está programada para las once. También he hablado con los Coldfield, el matrimonio que iba en el Buick que atropelló a Anna, y me han dicho que podemos localizarles en el refugio donde trabaja ella como voluntaria, aunque ya le habían contado a ese detective tan simpático, Galloway, todo lo que sabían. Y hablando de ese gilipollas: he llamado a Jeremy esta mañana y le he pedido que dejara un mensaje en el buzón de voz de Galloway identificándose como inspector de Hacienda y diciéndole que había encontrado algunas irregularidades. —Will se echó a reír—. Estamos esperando a que la policía de Rockdale nos envíe por fax los informes de la escena del crimen y las declaraciones de los testigos. Aparte de eso, no tenemos nada más. —Faith cerró su libreta—. Y tú, ¿qué has hecho esta mañana?

Will señaló el posavasos con la barbilla.

—Te he traído chocolate caliente.

Faith miró el vaso de plástico con expresión golosa; se moría de ganas de lamer la espuma de nata que rebosaba por debajo de la tapa. Le había mentido descaradamente a Sara cuando le describió su dieta. La última vez que Faith se dio una carrera fue desde su coche a la puerta delantera del restaurante de comida rápida Zesto para poder comprarse un batido antes de que cerraran. Su desayuno habitual consistía en un pastelito relleno y una Coca-Cola Light, pero esa mañana se había comido un huevo duro y una tostada seca, que debía de ser lo que desayunaban los presos en la cárcel. El azúcar del chocolate podía matarla, así que se apresuró a decir: «No gracias», antes de que cambiara de opinión.

—Oye, si estás intentando perder peso, podría…

—Will —le interrumpió—, llevo a dieta los últimos dieciocho años. Si quiero dejarme, estoy en mi derecho.

—Yo no he dicho…

—Además, solo he subido dos kilos y medio —mintió—. Tampoco estoy como para que me pongan el logo de Michelin en el culo.

Sin abrir la boca, Will miró de reojo el bolso que tenía en el regazo. Cuando por fin se decidió a hablar, dijo:

—Lo siento.

—Gracias.

—Si no vas a… —dejó la frase sin terminar y cogió el chocolate del posavasos.

Faith puso la radio para no tener que oírle tragar. El volumen estaba bajo, y por los altavoces se oía el murmullo de un locutor dando las noticias. Fue cambiando de emisora hasta que encontró algo suave e inocuo que no la exasperara.

Notó cómo se tensaba el cinturón de seguridad cuando Will frenó para no atropellar a un peatón que se cruzó de improviso en su camino. Faith no tenía excusa para ponerse así con él, y Will no era ningún idiota; evidentemente sabía que algo no iba bien, pero, como de costumbre, no quería presionarla. Faith sintió una punzada de culpabilidad por guardar secretos, si bien su compañero tampoco era lo que se dice extrovertido. Había descubierto que era disléxico por casualidad; al menos lo que ella creía que era dislexia. Desde luego tenía serias dificultades con la lectura, pero a saber a qué se debían. Observándole, Faith se había dado cuenta de que podía leer algunas palabras, pero tardaba una eternidad, y la mayor parte de las veces no interpretaba bien lo que leía. Cuando le preguntó si le habían dado algún diagnóstico, Will se hizo el sueco con tal naturalidad que Faith se puso como un tomate, avergonzada por haberse atrevido a preguntar siquiera.

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