El número de la traición (18 page)

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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El número de la traición
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—¿Qué edad tiene su hija?

—Va a cumplir cuatro años. No creo que pudiera soportar… después del infierno que he tenido que pasar. —Candy sonrió, ya no parecía un basilisco, sino una gordita relativamente atractiva—. Hannah es un cielo. Le tenía mucho cariño a Jackie; quería ser como ella de mayor: tener un buen coche y un armario lleno de ropa elegante.

A Faith le daba la impresión de que Jackie no era el tipo de mujer que disfrutaría teniendo a una mocosa de tres años zascandileando a su alrededor y jugando con sus zapatos de Jimmy Choo, entre otras cosas porque los niños de esa edad siempre tenían las manos sucias y pegajosas.

—¿Y Jackie se llevaba bien con ella?

Candy se encogió de hombros.

—¿A quién no le gustan los niños? —Y formuló por fin la pregunta que cualquiera que no fuera tan egocéntrico habría formulado diez minutos antes—: ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Estaba bebida?

—Ha sido asesinada.

Candy abrió la boca, y la cerró.

—¿Asesinada? —Faith asintió con la cabeza—. ¿Y quién podría hacer una cosa así? ¿Quién querría hacerle daño?

Faith había presenciado esa escena muchas veces y sabía cómo acababa. Esa era la razón por la que en un principio había ocultado la verdadera causa de la muerte de Jacquelyn Zabel: nadie se atrevía a hablar mal de los muertos, ni siquiera una fu-meta con aires de hippie y con serios problemas para controlar su ira.

—No era mala chica —insistió Candy—. Quiero decir que, en el fondo, era buena gente.

—Seguro que sí —dijo Faith, aunque en realidad le parecía que debía de ser todo lo contrario.

—¿Cómo le voy a explicar a Hannah que Jackie está muerta? —dijo con los labios temblorosos.

En ese momento sonó el móvil de Faith; la llamada no pudo ser más oportuna, porque no sabía qué responder a la pregunta de Candy. Peor aún, no le importaba lo más mínimo, ahora que le había sacado toda la información que necesitaba. Seguro que Candy Smith no ocupaba el primer puesto en la clasificación de malos padres, pero tampoco era lo que se dice una bellísima persona, y ahí estaba su hija de tres años para pagar el pato.

—Mitchell —dijo Faith activando el teléfono.

—¿Has sido tú la que me ha llamado hace un rato? —preguntó el detective Leo Donnelly.

—Me equivoqué de tecla —mintió Faith.

—De todos modos iba a llamarte yo. Has sido tú la que ha lanzado la alerta, ¿no?

Se refería a la que Faith había pasado a todas las unidades esa misma mañana. Levantó un dedo para pedirle a Candy que le diera un minuto y se fue hacia la sala de estar.

—¿Qué es lo que tienes?

—No es exactamente una persona desaparecida —le explicó—. Un agente encontró a un niño solo en el interior de un coche esta mañana y no hemos podido localizar a la madre.

—¿Y? —preguntó Faith, sabiendo que tenía que haber más. Leo era un detective de homicidios, no le llamaban para coordinarse con los servicios sociales.

—Tu alerta parece que encaja con la descripción de la madre: cabello castaño, ojos marrones.

—¿Qué dice el niño?

—Ni mu —admitió—. Ahora mismo estoy con él en el hospital. Tú tienes un hijo. ¿Te importaría venir a ver si logras hacerle hablar?

Capítulo ocho

El montón de periodistas apostados en la entrada principal del hospital Grady habían espantado temporalmente a las palomas, pero no a los vagabundos, que parecían decididos a hacer de figurantes en todas las tomas. Will aparcó en una de las plazas reservadas que había frente a la entrada con la esperanza de poder colarse sin llamar la atención, pero no parecía que hubiera muchas posibilidades. Las furgonetas de los informativos tenían las parabólicas orientadas hacia arriba, y había varios reporteros impecablemente trajeados y con el micrófono en la mano contando la trágica historia del niño que había sido abandonado en el aparcamiento de City Foods esa misma mañana. Bajó del coche y le dijo a Faith:

—Amanda pensó que el niño les distraería de nuestro caso durante un tiempo. Se va a poner hecha un basilisco cuando se entere de que los dos casos podrían estar relacionados.

—Si quieres se lo digo yo —se ofreció Faith.

Will se metió las manos en los bolsillos.

—Si puedo elegir, prefiero que me insultes a que me compadezcas.

—Incluso puedo hacer ambas cosas a la vez.

Will se rio, aunque el haber pasado por alto la lista que había en la puerta de la nevera le hacía tanta gracia como el no haber sido capaz de leer el nombre de Jacquelyn Zabel en su carné de conducir mientras la mujer colgaba de un árbol justo un poco por encima de él.

—Candy tiene razón, Faith. Ha dado justo en el clavo.

—Me habrías enseñado la lista a mí —le defendió Faith—. La hermana de Jackie Zabel ni siquiera estaba en casa. No creo yo que se vaya a hundir el mundo por haber tardado cinco minutos más en dejarle un mensaje en el contestador. Y si anoche no te hubieras parado justo debajo de ese árbol con el carné en la mano, seguramente no hubierais descubierto el cadáver hasta después de amanecer. A lo mejor ni eso.

Will vio que los reporteros se fijaban en todo el que entraba por la puerta principal del Grady, intentando averiguar si serían o no importantes en lo que a su historia se refería.

—Algún día vas a tener que dejar de buscarme excusas —le dijo a Faith.

—Algún día tendrás que sacarte la cabeza del culo.

Will siguió caminando. En una cosa tenía razón Faith: podía insultarle y compadecerle al mismo tiempo. El descubrimiento no le sirvió de consuelo. Faith era de sangre azul —no porque tuviera nada que ver con la aristocracia, sino porque llevaba la policía en las venas— y tenía el mismo reflejo que, a fuerza de mucho insistir, le habían inculcado a Angie en la academia y mientras patrullaba las calles. Cuando alguien atacaba a tu compañero o a tu brigada, tú los defendías a capa y espada. Era nosotros contra ellos, y a la mierda la verdad, a la mierda lo correcto.

—Will… —Faith no pudo continuar porque los reporteros se arremolinaron a su alrededor. La identificaron de inmediato como policía pero Will, como de costumbre, pudo entrar sin que nadie le importunara. Este alzó la mano para tapar una cámara y apartó de un codazo a un fotógrafo que llevaba el logo del
Atlanta Journal
en la parte de atrás de su cazadora.

—Faith, ¡Faith! —dijo una voz masculina.

La agente se dio la vuelta y vio al reportero, pero negó con la cabeza y siguió su camino.

—¡Venga ya, nena! —gritó el hombre.

Will pensó que, pese a su descuidada barba y su ropa arrugada, parecía exactamente el tipo de hombre capaz de llamar «nena» a una mujer sin que le partieran la cara. Faith se volvió, pero no dejó de menear la cabeza mientras se dirigía a la entrada del hospital. Will esperó hasta que estuvieron dentro del edificio y hubieron pasado por el detector de metales para preguntar:

—¿De qué conoces a ese tipo?

—Sam trabaja para el
Atlanta Beacon
. Me acompañó un día en el coche patrulla para escribir un reportaje.

Will no solía pensar en cómo era la vida de Faith antes de conocerla, en el hecho de que había patrullado las calles y coordinado una brigada antes de que la ascendieran a detective. Ella soltó una carcajada que no entendió.

—Mantuvimos una relación bastante tormentosa durante unos cuantos años.

—¿Y qué pasó?

—No le gustaba que tuviera un crío. Y a mí no me gustaba que fuera un alcohólico.

—Vaya… —dijo Will, intentando encontrar una respuesta adecuada—. Parece un buen tipo.

—Sí, lo parece —respondió ella.

Will vio a los reporteros con las cámaras pegadas al cristal, desesperados por captar algunas imágenes. El hospital Grady era público, pero la prensa necesitaba un permiso para filmar en el interior del edificio y a esas alturas todos sabían ya que los guardias de seguridad no tenían el menor reparo en sacarles de las orejas si les pillaban importunando a los pacientes o, peor aún, al personal.

—Will —dijo Faith, y por su tono de voz él supo que quería volver sobre el asunto de la lista pegada en la nevera, sobre lo de su flagrante analfabetismo. Así que dijo algo que sabía le haría desistir de su propósito.

—¿Por qué te contó todo eso la doctora Linton?

—¿A qué te refieres?

—A lo de su marido, y a lo de que había trabajado como forense en el sur.

—La gente me cuenta cosas.

Eso era cierto. Faith poseía ese don que tienen algunos policías de saber cuándo es mejor callarse para que la gente sienta el impulso de llenar el silencio hablando.

—¿Y qué más te contó?

Faith sonrió con malicia.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres que le deje una nota en su taquilla?

Will volvió a sentirse como un idiota, y esa clase de estupidez era mucho peor.

—¿Qué tal está Angie? —le preguntó ella.

—¿Qué tal está Víctor? —replicó él.

Así las cosas, atravesaron el vestíbulo en silencio.

—¡Eh, eh! —Leo alzó los brazos y salió al encuentro de Faith—. ¡Aquí viene mi chica favorita del DIG! —La abrazó efusivamente y, para sorpresa de Will, ella lo permitió—. Estás estupenda, Faith. Realmente fantástica.

La agente hizo un gesto con la mano y se echó a reír con expresión de incredulidad, algo que Will hubiera interpretado como un gesto infantil si no la conociera tan bien.

—Me alegro de verte, compañero —bramó Leo, ofreciendo enérgicamente su mano.

Intentó no arrugar la nariz al percibir el fuerte olor a tabaco que emanaba del detective. Leo Donnelly era de estatura y peso medio, pero por desgracia era un policía muy por debajo de la media. Se le daba bien cumplir órdenes, pero se negaba a pensar por sí mismo. Aunque no era algo precisamente insólito en un detective de homicidios ascendido en la década de los ochenta, Leo representaba exactamente la clase de policía que Will detestaba: desaliñado, arrogante y sin escrúpulos a la hora de pasar a las manos cuando un sospechoso se resistía a hablar.

Will intentó mostrarse amable, estrechó la mano del detective y le preguntó:

—¿Cómo te va, Leo?

—No puedo quejarme. —Pero comenzó a hacer exactamente eso mientras se dirigían a urgencias—. Me faltan dos años para retirarme y me están presionando para que me vaya. Creo que es por la cuestión médica: ya sabéis de mis problemillas con la próstata. —Ninguno de los dos respondió, pero eso no le frenó—. Los cabrones del seguro se niegan a pagar algunas de las medicinas que tengo que tomar. No os pongáis malos o encontrarán la manera de joderos bien jodidos; no digáis que no os avisé.

—¿Y qué medicinas son esas? —le preguntó Faith.

Will no entendía por qué le daba cuerda.

—La puta Viagra. Seis pavos por pildorita. Es la primera vez en mi vida que pago por tener sexo.

—Eso no me lo creo —replicó Faith—. Háblanos del niño. ¿Alguna pista de dónde puede estar la madre?

—Nasti de plasti. El coche está registrado a nombre de Pauline McGhee. Encontramos sangre en el lugar de los hechos; no mucha, pero sí suficiente para ver que no era de una hemorragia nasal.

—¿Habéis encontrado algo en el coche?

—Solo el bolso y el monedero. El permiso de conducir confirma que se trata de Pauline McGhee. Las llaves estaban puestas en el contacto. El niño, Felix, se había quedado dormido en el asiento de atrás.

—¿Quién lo encontró?

—Un cliente. Vio al crío dormido en el coche y avisó al gerente.

—Seguramente el miedo lo ha dejado exhausto —murmuró Faith—. ¿Y qué hay del vídeo?

—La única cámara operativa estaba en el exterior, es una basculante para controlar toda la fachada del edificio.

—¿Y las demás?

—Unos gamberros las dejaron fuera de combate. —Leo se encogió de hombros, como si fuera lo más normal—. El coche estaba fuera de encuadre, así que no tenemos imágenes. Tenemos a McGhee entrando con su hijo, saliendo sola, a la carrera. Yo diría que no se dio cuenta de que el niño no estaba con ella hasta que llegó al coche. Puede que hubiera alguien fuera, lo tuviera escondido y lo utilizara después como cebo para poder acercarse a ella. Luego la golpeó y se la llevó.

—¿Se ve salir del súper a alguien más?

—La cámara hace un barrido de izquierda a derecha. El niño estaba dentro de la tienda, eso seguro. Me imagino que quienquiera que se lo llevara estaba vigilando la cámara. Debió de aprovechar para colarse cuando enfocaba hacia el otro lado.

—¿Sabes a qué colegio va Felix? —preguntó Faith.

—A uno de esos colegios privados tan pijos de Decatur. Ya les he llamado. —Leo sacó su libreta y se la pasó a Faith para que pudiera copiar toda la información—. Me dijeron que la madre no les dejó ningún contacto para casos de emergencia. El padre eyaculó en un vaso; ahí se terminó su colaboración. Tampoco se sabe nada de los abuelos. Y a título informativo, es un comentario personal, sus compañeros de trabajo no le tienen mucho cariño que digamos. Me ha dado la impresión de que la consideran una auténtica arpía. —Sacó un papel doblado de su bolsillo y se lo pasó a Faith—. Aquí tienes una fotocopia de su carné de conducir. Es un pibón.

Will se asomó por encima del hombro de Faith para ver la foto. Era en blanco y negro, pero resultaba fácil adivinar.

—Cabello y ojos oscuros.

—Igual que las otras —confirmó Faith.

—Ya hemos mandado algunos hombres a casa de McGhee —explicó Leo—. Por lo visto, ningún vecino sabe quién coño es ni tampoco les importa lo más mínimo que haya desaparecido. Dicen que es muy reservada, nunca saluda, nunca asiste a las fiestas del edificio ni a ningún otro evento. Vamos a ver que nos dicen en su lugar de trabajo; es un estudio de diseño de muchas campanillas en Peachtree.

—¿Has comprobado sus cuentas?

—Tiene mucha pasta —respondió Leo—. Está al día con la hipoteca, el coche es suyo y tiene dinero en el banco, algunas inversiones en bolsa y un plan de pensiones. Está claro que no cobra precisamente un salario de policía.

—¿Algún movimiento reciente en sus tarjetas?

—Estaba todo en su bolso: el monedero, las tarjetas y sesenta pavos en efectivo. La última vez que utilizó su tarjeta de débito fue esta mañana en el City Foods. De todos modos, he dado la alerta por si alguien ha tomado nota de los números. Si surge cualquier cosa os avisaré enseguida. —Leo miró a su alrededor. Estaban justo delante de la puerta de entrada del servicio de urgencias—. ¿Todo esto tiene algo que ver con el Asesino del Riñón?

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