Faith le tiró del brazo.
—¿Te lo puedes creer?
—¿El qué?
—El modo en que se ha colado Sara en nuestra autopsia.
—Yo creo que es buena idea que vea a las dos víctimas.
—Tú has visto a las dos víctimas.
—Pero yo no soy forense.
—Ni ella tampoco —le espetó Faith—. Ni siquiera es propiamente una médica. Es pediatra. ¿Y a qué coño se refería Amanda cuando mencionó la cárcel de Coastal?
Will también sentía curiosidad por saber lo que había sucedido allí, pero lo que más le intrigaba era lo mucho que parecía cabrearle a Faith todo ese asunto. Amanda les habló por encima del hombro.
—Aceptaréis cualquier tipo de ayuda que Sara Linton os ofrezca. —Obviamente, había oído su conversación—. Su marido era uno de los mejores policías del estado, y yo confío plenamente en la pericia de Sara como médica forense.
Faith no se molestó en disimular su curiosidad.
—¿Qué le pasó?
—Murió en acto de servicio. ¿Qué tal te encuentras después de la caída de ayer, Faith?
—Perfectamente —respondió la agente en un tono sorprendentemente jovial.
—¿La doctora te ha dado el alta?
—Al cien por cien —respondió en tono aún más jovial.
—Ya hablaremos de eso con más tranquilidad. —Al llegar al vestíbulo, Amanda les indicó con un gesto a los guardias de seguridad que se marcharan y le dijo a Faith—: Después de la rueda de prensa tengo una reunión con el alcalde, pero te espero en mi despacho al final del día.
—Sí, señora.
Will no sabía si se estaba volviendo idiota por momentos o si eran las mujeres de su vida las que se volvían cada vez más obtusas. Sin embargo, no era el momento más oportuno para ponerse a dilucidarlo. Adelantó a Amanda para abrirle la puerta de cristal. Habían colocado una tarima con una alfombra detrás para que hablara. Como de costumbre, Will se colocó a un lado, sabiendo que las cámaras no filmarían más que su pecho y, como mucho, el nudo de su corbata cuando cerraran plano sobre Amanda. Naturalmente Faith sabía que no tendría tanta suerte, y se colocó detrás de su jefa con el ceño fruncido.
Destellaron los flashes de las cámaras. Amanda se acercó a los micrófonos. Empezaron a lloverle las preguntas, pero esperó a que guardaran silencio antes de sacar un papel doblado del bolsillo de su chaqueta y colocarlo sobre el atril.
—Soy la doctora Amanda Wagner, subdirectora de la oficina regional del DIG. —Hizo una pausa para darle mayor solemnidad al discurso—. Algunos de ustedes habrán oído ya los falaces rumores que corren sobre el llamado «asesino del riñón». Comparezco ante ustedes para desmentir categóricamente dichos rumores. No existe tal asesino. A la víctima no le fue extirpado ninguno de sus riñones; no se le practicó ninguna intervención quirúrgica. El departamento de policía de Rockdale afirma que no ha tenido nada que ver con la filtración y, por nuestra parte, debemos confiar en la honestidad de nuestros colegas.
Will no necesitaba mirar a Faith para saber que estaba reprimiendo una sonrisa. El detective Max Galloway había logrado sacarla de sus casillas y Amanda acababa de abofetear al departamento de policía de Rockdale en pleno delante de las cámaras.
Uno de los reporteros le preguntó:
—¿Qué puede decirnos de la mujer que ingresó anoche en el hospital Grady?
Al parecer, Amanda sabía del caso mucho más de lo que Will y Faith le habían contado, aunque aquello no era ninguna novedad.
—Les facilitaremos un retrato de la víctima a la una de la tarde.
—¿Por qué no unas fotografías?
—La víctima tiene marcas de golpes en la cara. Queremos ofrecerles un retrato lo más fiel posible para facilitar su identificación.
Una mujer de la CNN preguntó:
—¿Cuál es el pronóstico?
—Reservado.
Señaló a uno de los periodistas que habían levantado la mano, Sam, el tipo que había llamado la atención de Faith cuando llegaron al hospital. Por lo que podía ver Will era el único que tomaba notas a mano en lugar de utilizar una grabadora digital.
—¿Tiene algún comentario sobre las declaraciones de la hermana de Jacquelyn Zabel, Joelyn Zabel?
Will notó que su mandíbula se tensaba, pero se obligó a seguir mirando al frente con el rostro impasible. Imaginó que Faith estaba haciendo lo mismo, porque los periodistas seguían concentrados en Amanda sin preocuparse de los dos perplejos agentes que tenía detrás.
—Lógicamente la familia está consternada —respondió Amanda—. Estamos haciendo cuanto está en nuestra mano por resolver este caso.
Sam insistió.
—Sin duda debe de estar molesta por la dureza de sus acusaciones contra el DIG.
Will dedujo por la expresión de Sam que Faith debía de estar sonriendo. Estaban jugando, porque obviamente el periodista sabía perfectamente que Amanda no sabía de qué le estaba hablando.
—Tendrá que preguntarle a la señora Zabel sobre sus declaraciones. Yo no tengo más que comentar sobre ese asunto.
Respondió a un par de preguntas más y luego dio por concluida la rueda de prensa con la petición habitual de que cualquiera que tuviera alguna información relativa al caso se pusiera en contacto con las autoridades.
Los periodistas comenzaron a dispersarse para informar a su público de los avances, aunque Will estaba convencido de que ninguno iba a asumir su responsabilidad por no haber contrastado la información antes de divulgar los falaces rumores sobre el supuesto asesino del riñón.
Amanda refunfuñó algo dirigiéndose a Faith en voz tan baja que Will apenas pudo entenderlo.
—Ve.
Faith no necesitaba una explicación, ni tampoco apoyo, pero de todos modos se agarró del brazo de Will mientras se dirigían hacia la multitud de periodistas. Pasó al lado de Sam y debió de decirle algo, porque el periodista los siguió hasta un estrecho callejón que había entre el hospital y el garaje.
—He pillado al dragón con la guardia baja, ¿eh?
Faith señaló a Will.
—Agente Trent, este es Sam Lawson, de profesión capullo. Sam sonrió.
—Encantado de conocerle.
Will no respondió, pero al periodista no pareció importarle. Estaba más interesado en Faith, y la miraba con tal descaro que Will sintió el primario impulso de romperle la mandíbula de un puñetazo.
—Caramba, Faith, estás muy sexy —dijo Sam.
—Has cabreado a Amanda.
—¿No es su estado habitual?
—No te conviene tenerla como enemiga, Sam. Acuérdate de lo que pasó la última vez.
—Lo bueno de beber tanto es que después no recuerdo nada —dijo sonriendo y mirándola de arriba abajo—. Estás muy guapa, nena. Quiero decir… estás fantástica.
Faith meneó la cabeza, aunque Will se percató de que se sentía halagada. Nunca le había visto mirar a un hombre como miraba a Sam Lawson. Definitivamente tenían algo pendiente. No se había sentido tan de sobra en su vida. Por suerte, la agente recordó que estaba allí por algo.
—¿Han sido los de Rockdale los que te han hablado de la hermana de Zabel?
—Las fuentes de un periodista son confidenciales —respondió Sam, lo que no hizo sino confirmar sus sospechas.
—¿Qué declaraciones ha hecho Joelyn?
—Resumiendo, dice que os pasasteis tres horas discutiendo como gilipollas quién se haría cargo del caso mientras su hermana se moría en lo alto de un árbol.
Los labios de Faith eran una línea blanca y delgada, y Will se puso literalmente enfermo. Sam debía de haber hablado con la hermana justo después de Faith, lo que explicaría por qué el periodista estaba tan seguro de que Amanda no sabía nada del asunto. Finalmente la agente preguntó:
—¿Fuiste tú quien le dio a Zabel esa información?
—Como si no me conocieras.
—Fueron los de Rockdale, y luego tú recogiste sus declaraciones.
Sam se encogió de hombros, confirmando de nuevo sus sospechas.
—Soy periodista, Faith. Solo hago mi trabajo.
—Pues qué trabajo más triste: acosar a familiares consternados por su pérdida, dejar en evidencia a la policía, publicar una información sabiendo que es falsa.
—Ahora entenderás porque me convertí en un alcohólico. Faith puso los brazos en jarras y exhaló un largo suspiro de frustración.
—Eso no fue lo que pasó con Jackie Zabel.
—Ya lo imaginaba —Sam sacó el bolígrafo y la libreta—, así que dame algo que pueda publicar.
—Sabes que no puedo…
—Háblame de esa cueva. He oído que tenía una batería de barco ahí abajo y la usaba para quemarlas.
Lo de la batería del barco era lo que en su argot denominaban «conocimiento culpable», la clase de información que solo el asesino podía conocer. Muy pocas personas habían visto las pruebas que Charlie Reed había recogido en la cueva y todos ellos llevaban placa. Al menos de momento. Faith dijo en voz alta lo que Will estaba pensando.
—Eso es información confidencial, solo Galloway o Fierro han podido proporcionártela. Ellos nos dejan con el culo al aire y tú consigues una historia para la primera página. Todo el mundo sale ganando, ¿no?
La amplia sonrisa de Sam confirmó sus especulaciones. No obstante, mantuvo la farsa.
—¿Y por qué iba yo a hablar con la policía de Rockdale si tú eres mi contacto en este caso?
En las últimas semanas Will había visto a Faith perder la calma en cuestión de décimas de segundo; resultaba agradable no ser el blanco de sus iras, para variar.
—Yo no soy tu contacto ni nada que se le parezca, gilipollas, y tus fuentes no te han contado más que mentiras.
—Pues ilumíname, preciosa.
Por un momento parecía que Faith iba a hacer exactamente eso, pero recobró el buen juicio en el último minuto.
—El DIG no tiene ningún comentario que hacer sobre las declaraciones de Joelyn Zabel.
—¿Puedo citar tus palabras?
—Cita esto, nene.
Faith siguió a su compañero hasta el coche, no sin antes dedicarle una sonrisa al periodista. Will estaba convencido de que el gesto de Faith no era algo que se pudiera publicar en un periódico.
Sara se había pasado los últimos tres años y medio perfeccionando su habilidad para la negación, así que no era sorprendente que hubiera tardado una hora de reloj en darse cuenta de que había cometido un terrible error al ofrecer sus servicios a Amanda Wagner. En esa hora le había dado tiempo a pasar por casa para ducharse y cambiarse de ropa y a conducir hasta el sótano del edificio este del ayuntamiento, donde cayó en la cuenta de su error. Su mano estaba ya sobre el pomo de una puerta con un letrero que rezaba MÉDICO FORENSE DIG pero se detuvo, incapaz de abrirla. Otra ciudad. Otra morgue. Otro modo de echar de menos a Jeffrey.
Pero ¿acaso estaba mal decir que le gustaba trabajar con su marido? ¿Que al mirarle por encima del cadáver de la víctima de un tiroteo o de un conductor borracho sentía que su vida estaba completa? Eran pensamientos macabros y tontos que Sara creía haber superado cuando se mudó a Atlanta, pero ahí estaba de nuevo, con la mano en el pomo de una puerta que separaba la vida y la muerte, incapaz de abrirla.
Apoyó la espalda contra la pared y fijó la vista en las letras pintadas sobre el cristal opaco. ¿No era aquí adonde habían traído a Jeffrey? ¿No era Pete Hanson el hombre que había diseccionado el hermoso cadáver de su marido? Sara tenía su informe en alguna parte. En aquel momento le había parecido de vital importancia conservar toda la información relativa a su muerte: los exámenes de toxicología, el peso y las medidas de cada uno de sus órganos, los análisis de las muestras de tejido y de huesos. Había visto morir a Jeffrey en Grant County, pero en ese lugar, en ese sótano situado bajo el ayuntamiento, todo lo que había hecho de él un ser humano había quedado reducido a un montón de análisis y de informes.
¿Qué era exactamente lo que había convencido a Sara para que volviera a aquel lugar? Pensó en la gente con la que había tenido contacto en las últimas horas: Felix McGhee, con esa mirada perdida en su pálido rostro, buscando a su madre por los pasillos del hospital con el labio inferior temblando, insistiendo una y otra vez en que ella nunca le dejaría solo; Will Trent ofreciendo su pañuelo al niño. Sara creía que su padre y Jeffrey eran los únicos hombres sobre la faz de la tierra que aún usaban pañuelo. Y luego Amanda Wagner, hablándole del funeral.
Estuvo tan sedada el día que enterraron a Jeffrey que apenas pudo tenerse en pie. Su primo le pasó el brazo por la cintura y, literalmente, la sostuvo para que pudiera andar hasta la tumba. Ella se quedó con el brazo extendido por encima de su ataúd, negándose a abrir la mano para soltar la tierra. Al final se rindió y apretó el puño contra su pecho, queriendo embadurnarse la cara con la tierra, inhalarla, meterse en la fosa con Jeffrey y abrazarle hasta que sus pulmones dejaran de respirar.
Sara se llevó la mano al bolsillo trasero de sus vaqueros para asegurarse de que la carta seguía allí. La había doblado tantas veces que el sobre empezaba a romperse, dejando entrever el papel de color amarillo que había en su interior. ¿Qué haría si, de repente, se abría? ¿Qué haría si una mañana echaba un vistazo y veía los limpios trazos, las pesarosas explicaciones o las descaradas excusas de la mujer cuyas acciones habían conducido a la muerte de Jeffrey?
—¡Sara Linton! —vociferó Pete Hanson al llegar al último escalón. Llevaba una camiseta hawaiana de colores chillones, un estilo por el que se decantaba a menudo, si la memoria de Sara no le fallaba. En la expresión de su cara había una mezcla de alegría y de curiosidad—. ¿A qué se debe este inconmensurable placer?
Sara le contó la verdad.
—Me las he arreglado para colarme en uno de tus casos.
—Ah, la estudiante viene a relevar al profesor.
—No creo yo que estés pensando en retirarte.
Pete le guiñó un ojo con picardía.
—Ya sabes que tengo el corazón de un chaval de diecinueve años.
Sara reconoció la broma.
—¿Sigues teniéndolo en un tarro sobre tu mesa de despacho?
Pete soltó una carcajada, como si fuera la primera vez que oía esa respuesta. Ella pensó que debía explicarle mejor el motivo de su presencia.
—Vi a una de las víctimas anoche, en el hospital.
—Sí, he oído hablar de ella. ¿Hay signos de tortura, agresión sexual?
—Sí.
—¿Pronóstico?
—Están intentando controlar la infección.