—Tienes dos opciones —dijo Fierro, estirando dos de sus rechonchos dedos—: o te vas por tu propio pie o te sacan a rastras.
Will se incorporó y enderezó los hombros para que el hombre pudiera apreciarlo en toda su estatura.
—Vamos a ver si nos entendemos —contestó, mirando a Fierro con determinación—. Estoy aquí para ayudar.
—No necesito tu ayuda, Gómez. Te sugiero que des media vuelta, te metas en el coche de tu hermanita pequeña y te vuelvas por donde has venido. ¿Quieres saber lo que está pasando aquí? Pues léelo en el periódico.
—Seguramente quieres decir Lurch, el mayordomo de los Addams. Gómez era el padre —corrigió Will. Fierro frunció el ceño—. Mira, probablemente Anna, la víctima, estuvo tendida aquí. —Señaló el montón de hojas alborotadas—. Oyó que se acercaba un coche y caminó hacia la carretera para pedir ayuda. —Fierro no le interrumpió, de modo que Will continuó hablando—: Los perros están de camino. El rastro es reciente, pero la lluvia podría borrarlo.
En ese mismo instante, un relámpago seguido de un trueno vinieron a confirmar las palabras de Will. Fierro dio un paso al frente.
—Creo que no me estás escuchando, Gómez —dijo Fierro y, clavando la parte trasera de su linterna en el pecho de Will le obligó a retroceder. Continuó haciéndolo mientras añadía, subrayando cada palabra con un golpe—. Lárgate de aquí con tu traje de enterrador, señor DIG. Mete tu culo en ese cochecito de juguete y quítate de mi…
Los talones de Will chocaron contra algo duro. Ambos lo oyeron y se detuvieron.
Fierro abrió la boca, pero Will le indicó que guardara silencio y, a continuación, se arrodilló en el suelo. Will apartó las hojas con las manos y palpó el contorno de un tablero de contrachapado. Dos rocas colocadas a ambos lados de una esquina parecían señalar el lugar.
Se oía un ruido muy leve, una especie de murmullo. Will se inclinó un poco más y empezó a reconocer las palabras. Fierro también lo oía. Sacó su revólver y colocó la linterna a la altura del cañón para ver el objetivo. De repente, el detective ya no parecía molesto por la presencia de Will; de hecho, prefirió que fuera él quien levantara la trampilla de contrachapado y pusiera su cara en la línea de fuego.
Cuando Will alzó la vista para mirarle, Fierro se encogió de hombros, como diciendo: «Eras tú el que quería entrar en el caso.»
Trent se había pasado todo el día en los juzgados, por lo que había dejado el arma en casa, en el cajón de la mesilla de noche. Fierro tenía un bulto en el tobillo, seguramente una segunda arma. El detective no se la ofreció, y Will tampoco se la pidió. Iba a necesitar las dos manos para retirar la trampilla y apartarse a tiempo. Contuvo el aliento mientras apartaba las rocas y despejó el perímetro de tierra para poder agarrar bien los bordes de la trampilla. Medía aproximadamente dos por uno, y tenía poco más de un centímetro de grosor. La tierra estaba húmeda y, por lo tanto, levantarla le iba a costar un poco más.
Will miró a Fierro para asegurarse de que estaba preparado. A continuación, con un rápido movimiento, retiró la trampilla y se apartó, entre una nube de polvo y tierra.
—¿Qué hay ahí? —preguntó Fierro, en un susurro—. ¿Ves algo?
Will alargó el cuello para ver lo que había descubierto. La fosa era profunda y había sido excavada de forma rudimentaria; la abertura medía unos setenta y cinco centímetros de lado. Se acercó a la fosa andando a gatas. Consciente de que, una vez más, se arriesgaba a que alguien le volara los sesos, se asomó rápidamente al interior para ver a qué se enfrentaban exactamente. No podía ver el fondo. Lo que sí descubrió fue una escalera de mano de fabricación casera que terminaba a poco más de un metro de la entrada.
Otro relámpago inflamó el cielo, iluminando aquel retablo en todo su esplendor. Era como una viñeta: la escalera del infierno.
—Deme la linterna —le dijo a Fierro en un susurro.
El detective se mostraba ahora más que dispuesto a colaborar, y le pasó la linterna de inmediato. Will volvió la cabeza: Fierro tenía las piernas muy separadas y apuntaba a la entrada de la fosa con los ojos desorbitados a causa del miedo.
Dirigió el foco de la linterna hacia el interior de la fosa. Abajo había una cueva en forma de L cuyo primer tramo medía aproximadamente un metro y medio y luego se desviaba hacia lo que debía de ser el espacio principal. El techo estaba apuntalado con vigas de madera. Al pie de la escalera se veían algunas provisiones: latas de comida, cuerdas, cadenas, ganchos. Will oyó un ruido procedente de la cueva y el corazón le dio un vuelco. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse de un salto.
—¿Es…? —preguntó Fierro.
Will se llevó un dedo a los labios, aunque dudaba de que a esas alturas pudieran contar con el elemento sorpresa. Quien estuviera allá abajo ya debía de haber visto el haz de la linterna moviéndose de un lado a otro. Casi a modo de confirmación, Will oyó un sonido gutural que procedía de abajo, algo así como un gemido. ¿Había otra víctima allí? Pensó en la mujer que estaba ingresada en el hospital, Anna. Will sabía perfectamente qué aspecto tenían las quemaduras eléctricas: dejan bajo la piel un polvillo oscuro que no desaparece nunca. Te acompañan durante el resto de tu vida, si es que aún te resta vida, claro está.
Se quitó la chaqueta y la tiró al suelo. Alargó la mano hacia el tobillo de Fierro y sacó el revólver de su funda. Antes de que este pudiera detenerle entró en la cueva de un salto.
—Por Dios santo —susurró Fierro. Miró por encima de su hombro a los policías de la escena del crimen, a unos treinta metros; sin duda pensaba que había un modo mejor de hacer aquello.
Will volvió a oír el gemido. Tal vez no fuese más que un animal, o quizá se trataba de un ser humano. Apagó la linterna y se la guardó en la cinturilla del pantalón. Debería haber dicho algo —«Dile a mi mujer que la quiero», por ejemplo—, pero no quería darle ese disgusto o esa satisfacción a Angie.
—Espera —susurró Fierro. Quería pedir refuerzos.
Will le ignoró y se metió el revólver en el bolsillo delantero. Tuvo la precaución de probar si la endeble escalera aguantaba su peso; apoyó los talones en los travesaños, de modo que pudiera ver el interior de la cueva mientras descendía. El hueco era estrecho y sus hombros muy anchos, así que tuvo que estirar un brazo hacia arriba para poder entrar. A su alrededor continuaba cayendo tierra y las raíces le arañaban la cara y el cuello. La pared del hueco estaba a escasos centímetros de su nariz, produciéndole una claustrofobia que Will no había experimentado hasta ese momento. Notaba el sabor del barro en la parte posterior de la boca cada vez que respiraba. No podía mirar hacia abajo, porque no había nada que ver, y no quería hacerlo hacia arriba para no caer en la tentación de escapar de allí.
A cada paso que daba, el olor se hacía más insoportable: a heces, orina, sudor, miedo. Quizá fuera su propio miedo lo que olía. Anna había huido de aquella cueva. A lo mejor había tenido que enfrentarse a su secuestrador. A lo mejor el hombre estaba esperándole allá abajo, con una pistola o una navaja.
El corazón le latía con tal fuerza que le faltaba el aire. El sudor le caía a chorros y le temblaban las rodillas mientras bajaba por aquella interminable escalera. Por fin sintió la blanda tierra bajo sus pies. Tanteando el suelo con la punta del pie, detectó la cuerda y las cadenas. Para entrar en la cueva tenía que agacharse; una vez más estaría a merced de quien estuviera allá abajo.
Will oyó un jadeo y otro murmullo. Tenía el revólver de Fierro en la mano, pero no estaba muy seguro de cómo había llegado hasta allí. Había muy poco espacio y no podía sacar la linterna, que de todos modos se le había caído dentro del pantalón. Intentó flexionar las rodillas, pero su cuerpo no le obedecía. El jadeo se oía cada vez más alto, y entonces se dio cuenta de que procedía de su propia boca. Miró hacia arriba y no vio más que oscuridad. El sudor le nublaba la vista. Contuvo el aliento y se agachó.
No hubo disparos. Nadie le rajó el cuello. Nadie le clavó ganchos en los ojos. Una suave brisa le llegó desde el hueco, ¿o era algo que tenía delante? ¿Había alguien ante él? ¿Había agitado alguien una mano delante de su cara? Volvió a oír algo que se movía, dientes que castañeteaban.
—No se mueva —dijo Will por fin.
Apuntaba al frente con el revólver, y lo movió de un lado a otro por si había alguien. Con mano temblorosa metió la mano en su pantalón para sacar la linterna. El jadeo había vuelto, un ruido embarazoso que retumbaba entre las paredes de la cueva.
—Nunca… —murmuró una voz masculina.
Will tenía la mano empapada en sudor, pero sostenía con firmeza la linterna. Apretó con fuerza el botón y la luz se encendió.
Tres grandes ratas negras, con la barriga hinchada y garras afiladas, salieron corriendo. Dos de ellas fueron directas hacia Will, que instintivamente retrocedió, se empotró en la escalera y sus pies se enredaron en la cuerda. Se cubrió la cara con los brazos y las ratas treparon por su cuerpo, clavándole las garras. Will fue presa del pánico, y notó que la linterna se le caía al suelo; la recuperó de inmediato y escudriñó la cueva para comprobar si había alguien más.
Nadie.
—Mierda… —exclamó. Se dejó caer al suelo exhalando un suspiro.
El sudor le empañaba los ojos. Las ratas le habían dejado los brazos llenos de arañazos y tuvo que vencer el impulso de huir por el mismo camino.
Recorrió la cueva con el haz de la linterna, espantando a las cucarachas y demás insectos. No sabía por dónde se había ido la otra rata, pero tampoco iba a ponerse a buscarla. El espacio principal de la cueva estaba en desnivel, el suelo era unos noventa centímetros más bajo. Aquella depresión le daba cierta ventaja.
Se agachó lentamente, enfocando hacia delante la linterna para evitar más sorpresas. El espacio era más grande de lo que esperaba. Debían de haber tardado semanas en excavarlo, sacando la tierra en cubos y bajando vigas de madera para poder sujetar el techo. Calculó que debía de tener al menos tres metros de profundidad y uno ochenta de anchura. El techo tenía una altura de casi dos metros; lo suficiente como para que pudiera ponerse de pie, aunque en ese momento no se fiaba mucho de sus rodillas. El haz de la linterna no podía iluminarlo todo de una vez, así que el espacio parecía aún más opresivo. Si a aquella atmósfera inquietante le añadías la repugnante mezcla de olores del barro de Georgia, la sangre y los excrementos, todo parecía aún más pequeño y oscuro.
Pegado a una de las paredes había un catre hecho a base de madera reciclada. Encima, un estante con provisiones: jarras de agua, latas de sopa y varios instrumentos de tortura que Will solo había visto en libros. El colchón era fino, y por las rajas de la funda negra sobresalía el relleno de espuma manchado de sangre. Había pegotes de carne pegados a la funda, algunos en proceso de putrefacción. Los gusanos se amontonaban alrededor formando una especie de remolino. Había cabos de cuerda tirados en el suelo, al lado de la cama, y cuerda suficiente como para maniatar a cualquiera de pies a cabeza, casi como una momia. Los laterales de la cama estaban llenos de arañazos. Había agujas de coser, anzuelos, cerillas. En el mugriento suelo se veía un charco de sangre que se extendía por debajo de la cama como un lento goteo introduciéndose en un grifo.
—Dicho… —comenzó a decir una voz que enseguida se perdió entre el ruido de las interferencias.
Había un radiotelevisor portátil sobre una silla de plástico blanco situada en la parte posterior de la caverna. Will avanzó a gatas hasta ella. Se quedó mirando los botones y tuvo que pulsar varios antes de dar con el que apagaba la radio; se dio cuenta demasiado tarde de que debería haberse puesto los guantes.
Siguió el cable del televisor con la vista hasta una batería náutica a la que habían cortado el enchufe y empalmado el cable directamente a los polos. Había más cables con los extremos pelados que estaban ennegrecidos, y Will percibió el olor característico de las quemaduras eléctricas.
—Eh, Gómez —gritó Fierro. Su voz denotaba un exacerbado nerviosismo.
—No hay nadie —replicó Will.
El policía no se fiaba.
—De verdad —repitió Will, y volvió junto a la escalera para asomarse por el agujero—. No hay nadie.
—Dios.
Fierro salió de su campo de visión, pero antes Will lo vio santiguarse. Él también tendría que ponerse a rezar si no salía de allí de inmediato. Dirigió el haz de la linterna hacia la escalera y vio las marcas que habían dejado sus pies sobre las huellas ensangrentadas de los travesaños. Miró las suelas rayadas de sus zapatos y el sucio suelo y descubrió más huellas ensangrentadas que había alterado con sus pisadas. Con la espalda apretada contra la pared empezó a subir por la escalera, tratando de no estropear nada más. Los de la científica le iban a echar la bronca, pero ya no había nada que pudiera hacer al respecto salvo pedir disculpas.
Se paró en seco. Anna tenía cortes en los pies pero eran superficiales, la clase de cortes que se hacen al andar sobre agujas de pino, abrojos, cardos. Eso era lo que le había inducido a pensar que había estado caminando por el bosque. No sangraba lo suficiente como para dejar esas huellas tan marcadas en un suelo tan sucio. Se quedó allí, con el brazo estirado hacia arriba y un pie en la escalera, pensando.
Respiró hondo, volvió a agacharse y recorrió cada rincón de la cueva con el haz de la linterna. Había algo en la cuerda que no le cuadraba, el modo en que la habían enrollado a la cama. Le vino a la mente la imagen de Anna atada a la cama, con la cuerda enrollada por debajo de la estructura. Sacó uno de los trozos de cuerda de allí. El extremo presentaba un corte limpio, igual que los demás trozos. Echó un vistazo a su alrededor. ¿Dónde estaría el cuchillo?
Probablemente había ido a parar al mismo sitio que la tercera rata.
Will retiró el colchón, tapándose la nariz y la boca y tratando de no pensar en lo que estaban tocando sus manos desnudas. Continuó tapándose la nariz con la muñeca mientras quitaba las lamas de madera que sujetaban el colchón y rezaba para que la rata no le saltara encima y le sacara los ojos. Por si acaso, fue tirándolas al suelo con gran estrépito. Oyó un chillido a su espalda y se volvió. La rata estaba en un rincón, y sus diminutos ojos reflejaron la luz de la linterna. Will tenía una lama en la mano y, por un momento, pensó en lanzarla contra la rata, pero dado lo reducido del espacio no estaba seguro de poder acertar. Y tampoco quería arriesgarse a cabrearla.