Dejó el trozo de madera junto a los demás, mirando con cautela al roedor. Pero descubrió algo que le llamó la atención: había unos arañazos debajo de las lamas, unas muescas profundas con manchas de sangre que no parecían obra de ningún animal. Examinó el hueco que había debajo de la cama a la luz de la linterna: habían rebajado el suelo de debajo unos quince centímetros. Will introdujo la mano y sacó un trozo de cuerda que también había sido cortado pero, a diferencia de los demás trozos, tenía un nudo intacto.
Will quitó las lamas que faltaban. Había cuatro cerrojos de metal bajo el somier, uno en cada esquina, y un trozo de cuerda atado a uno de ellos que estaba manchado de sangre. Palpó la cuerda con los dedos y la notó mojada. Una esquirla le arañó el pulgar: pellizcó las fibras con las uñas para extraerla y examinarla a la luz de la linterna. Cuando supo lo que tenía en la mano sintió el amargo sabor de la bilis en la garganta.
—¡Eh! —gritó Fierro—. ¡Gómez! ¿Subes ya o qué?
—¡Llama a la científica! —dijo Will en tono perentorio.
—Pero ¿qué…?
Will miró el trozo de diente que tenía en la mano.
—¡Hay otra víctima!
Faith estaba sentada en la cafetería del hospital, pensando que se sentía exactamente igual que la noche del baile de graduación: rechazada, gorda y embarazada. Miró al fibroso detective del condado de Rockdale que estaba sentado al otro lado de la mesa. Con su prominente nariz y el cabello grasiento colgando por encima de las orejas, Max Galloway tenía el aspecto hosco y perplejo de un perro cazador alemán. Y lo peor es que era un mal perdedor: no dejaba pasar una sola ocasión de recalcar que el DIG le había robado el caso. Lo había dejado bien claro desde el momento en que Faith pidió estar presente cuando interrogara a dos de los testigos.
—Seguro que la zorra de tu jefa ya está emperifollándose para hablar ante las cámaras.
Faith se mordió la lengua, aunque le resultaba imposible imaginarse a Amanda Wagner emperifollándose. Afilándose las garras, si acaso.
—Bien —comenzó Galloway, dirigiéndose a los testigos—. Así que iban ustedes tranquilamente por la carretera, no vieron nada extraño, y de repente, ¿se encontraron con el Buick y la chica en la carretera?
Faith tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Había trabajado en el departamento de homicidios de la policía de Atlanta durante ocho años antes de empezar a trabajar con Will Trent. Sabía muy bien lo que era ser un detective de homicidios y que viniera un fantasmón del DIG a decirte que podía llevar tu caso mejor que tú. Entendía la rabia y la frustración que generaba el hecho de que te trataran como a un paleto ignorante incapaz de encontrarte la mano derecha, pero ahora que ella era una agente del DIG solo pensaba en lo mucho que iba a disfrutar robándole el caso a ese paleto insufrible en particular.
En cuanto a su mano derecha, puede que Max Galloway sí fuera capaz de encontrársela, pero no daba para mucho más. Llevaba por lo menos media hora interrogando a Rick Sigler y a Jake Berman —los dos hombres que pasaban por la 316 cuando el Buick atropelló a la mujer—, y todavía no se había dado cuenta de que eran gays.
Galloway se dirigió a Rick, el técnico de emergencias sanitarias que había socorrido a la víctima en el lugar del accidente.
—Me decía usted que su mujer es enfermera, ¿no?
Rick se miró las manos. Llevaba una alianza de oro rosa y sus manos eran las más bonitas y delicadas que Faith había visto en un hombre.
—Hace el turno de noche en el Crawford Long.
Faith se preguntó cómo se sentiría la mujer sabiendo que su marido andaba echando una canita al aire mientras ella hacía el turno de noche.
—¿Qué película fueron a ver? —les preguntó Galloway.
Les había hecho la misma pregunta por lo menos tres veces, y en todas había obtenido la misma respuesta. Faith también era capaz de cualquier cosa con tal de pillar en falta a un sospechoso, pero había que tener un par de dedos de frente y saber hacerlo; lamentablemente, Max Galloway no poseía esa habilidad. Desde el punto de vista de Faith parecía que aquellos dos testigos simplemente habían tenido la mala fortuna de encontrarse en el lugar y momento equivocados. El único aspecto positivo de su participación en aquel asunto era que habían podido atender a la víctima mientras llegaba la ambulancia.
—¿Cree que se pondrá bien? —preguntó Rick a Faith.
Esta imaginó que la víctima seguiría en el quirófano.
—No lo sé —admitió—. Pero usted hizo todo cuanto pudo, no le quepa la menor duda.
—He estado en un millón de accidentes de tráfico —dijo el hombre, mirándose las manos de nuevo—, pero jamás había visto una cosa igual. Era… Era algo espantoso.
En circunstancias normales Faith no era demasiado empática pero, como policía, sabía cuándo era necesario un enfoque más sensible. Sintió el impulso de inclinarse sobre la mesa y poner sus manos sobre las de Rick, para consolarle y también para sonsacarle, pero no estaba muy segura de cómo iba a reaccionar Galloway, de modo que prefirió no arriesgarse a empeorar aún más la cosa.
—¿Se encontraron en el cine o fueron en un solo coche? —preguntó Max.
Jake, el otro testigo, se revolvió en su asiento. Había estado muy callado desde el principio, solo hablaba cuando le preguntaban directamente. No dejaba de mirar el reloj.
—Tengo que marcharme —dijo—. Tengo que levantarme dentro de cinco horas para ir a trabajar.
Faith miró el reloj de la pared. No se había dado cuenta de que era casi la una de la madrugada, probablemente porque la inyección de insulina le había producido un efecto extrañamente estimulante. Will se había ido dos horas antes. Le había hecho un breve resumen de lo que había pasado y había salido pitando hacia la escena del crimen, sin darle siquiera la oportunidad de ofrecerse a ir con él. Era muy tenaz, y Faith sabía que encontraría el modo de que le asignaran aquel caso. Ella lo único que quería saber era por qué tardaba tanto.
Galloway les pasó una libreta y un bolígrafo a los testigos.
—Anótenme sus números de teléfono.
Rick se puso pálido.
—Comuníquese conmigo solo a través del móvil, por favor. No me llame al trabajo —miró a Faith con inquietud, y luego volvió a dirigirse a Galloway—. A mi jefe no le gusta que atendamos llamadas personales en horas laborales. Estoy todo el día en la ambulancia. ¿De acuerdo?
—Claro. —Max se recostó en su silla, se cruzó de brazos y se quedó mirando fijamente a Faith—. ¿Ha oído eso, buitre?
Ella le respondió con una tensa sonrisa. Podía aguantar que manifestara abiertamente su hostilidad, pero ese rollo pasivoagresivo la estaba poniendo de los nervios.
Sacó dos tarjetas de visita y se las dio a los testigos.
—No duden en llamarme si recuerdan algo más, por favor. Aunque no les parezca nada importante.
Rick asintió y se guardó la tarjeta en el bolsillo trasero. Jake se la quedó en la mano, y Faith imaginó que pensaba tirarla en la primera papelera que encontrara. Tenía la impresión de que aquellos dos hombres no se conocían demasiado. No habían dado muchos detalles sobre su relación, aunque los dos mostraron sus entradas cuando se lo pidieron. Probablemente se habían conocido en el cine y luego habían decidido buscar un sitio más discreto.
Un móvil empezó a sonar con lo que a Faith le pareció
The Battle Hymn of the Republic
(que comienza con el famoso «Glory, Glory Hallelujah»), pero enseguida corrigió su impresión inicial: probablemente era el himno de la Universidad de Georgia. Galloway contestó.
—¿Sí?
Jake hizo ademán de levantarse y Galloway asintió con la cabeza, como si le diera permiso para marcharse.
—Gracias —dijo Faith dirigiéndose a los dos hombres—. Por favor, si recuerdan cualquier otra cosa llámenme.
Jake estaba ya casi en la puerta, pero Rick seguía allí.
—Siento no haber sido de más ayuda. Han sido muchas cosas de repente y… —no terminó la frase. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Era evidente que seguía traumatizado por lo que había ocurrido.
Faith le puso la mano en el brazo y le habló con voz suave.
—No me importa en absoluto lo que estuvieran haciendo ustedes allí. —Se puso colorado—. No es asunto mío. Lo único que quiero es encontrar al tipo que le hizo daño a esa mujer.
Rick desvió la mirada y en ese preciso instante Faith se dio cuenta de que había metido la pata. Él hizo un gesto con la cabeza sin atreverse a mirarla a los ojos.
—Siento no poder serle más útil.
Faith se quedó mirándole mientras se marchaba, deseando poder patearse el culo. Oyó a Galloway detrás de ella, maldiciendo entre dientes. De repente este se levantó de forma tan brusca que su silla cayó al suelo armando gran estrépito. Faith se volvió.
—Su compañero está como una puta cabra. Se le ha ido la pinza del todo.
Faith estaba de acuerdo —Will nunca hacía las cosas a medias—, pero nunca criticaba a su compañero a menos que lo tuviera delante.
—¿Es un simple comentario o intenta decirme algo?
Galloway arrancó la página en la que los testigos habían escrito sus números de teléfono y la soltó en la mesa.
—El caso es suyo.
—Vaya, sí que ha dado un giro inesperado la situación —replicó ella mientras le ofrecía su tarjeta de visita con una gran sonrisa—. Le agradecería que me enviara por fax las declaraciones de todos los testigos y los informes preliminares. El número está ahí abajo.
Galloway cogió bruscamente la tarjeta y se dio media vuelta. Al marcharse, tropezó con la mesa y se alejó gruñendo:
—Sigue sonriendo, zorra.
Se agachó para recoger la silla y al levantarse se mareó un poco. La enfermera-educadora había sido más útil como lo primero que como lo segundo, así que no estaba muy segura de qué hacer con toda aquella parafernalia para diabéticos que le había dado. Eran algunas notas, formularios, una revista y un montón de papeles que tendría que llevarle a su médico por la mañana, pero nada de eso tenía el menor sentido para ella. O a lo mejor todo había sido muy repentino y no había terminado de procesarlo. Siempre se le habían dado bien las matemáticas, pero la sola idea de tener que pesar la comida y calcular las dosis de insulina se le hacía un mundo.
La puntilla se la había dado el resultado del test de embarazo que tan amablemente le habían pedido junto con los demás análisis. Hasta ese momento Faith se había agarrado a la esperanza de que los test de farmacia no eran fiables y podían haber dado un falso positivo los tres. ¿Qué fiabilidad podía tener un artilugio sobre el que había que mear? Se había estado debatiendo entre la posibilidad de un embarazo y de un tumor en el estómago, sin saber muy bien cuál de las dos noticias le aliviaría más. Cuando la enfermera, llena de alegría, le anunció: «¡Va a tener un bebé!», Faith creyó que se iba a desmayar otra vez.
Pero la cosa ya no tenía remedio. Volvió a sentarse a la mesa, mirando los números de teléfono de Rick Sigler y Jake Berman. Estaba casi segura de que el de Jake era falso, pero el juego no era nuevo para ella. Max Galloway se había molestado cuando ella les había pedido los carnés de conducir y había anotado la información en su libreta. Pero quizá Galloway no fuera del todo idiota: le había visto anotar en otra hoja los dos números mientras hablaba por el móvil. Faith se imaginó a Galloway teniendo que pedirle a ella los datos de Jake Berman y sonrió maliciosamente.
Volvió a mirar el reloj, preguntándose por qué tardarían tanto los Coldfield. Galloway le había dicho a Faith que les habían requerido que bajaran a la cafetería en cuanto terminaran de atenderles, pero al parecer el matrimonio se lo estaba tomando con calma. También sentía curiosidad por saber qué había hecho Will Trent para que Galloway dijera que se le había ido la pinza. Ella era la primera en reconocer que su compañero era poco convencional; hacía las cosas a su manera, pero era el mejor policía con el que había trabajado, si bien sus habilidades sociales eran más dignas de un párvulo que de un hombre hecho y derecho. Por ejemplo, a Faith le hubiera gustado enterarse por su compañero de que les habían asignado el caso, y no por el perro cazador del condado de Rockdale.
A lo mejor le venía bien tener algo de tiempo antes de hablar con Will. Aún no tenía la menor idea de cómo le iba a explicar por qué se había desmayado en el aparcamiento de los juzgados sin contarle toda la verdad.
Faith se puso a revolver en la bolsa de plástico con el instrumental para diabéticos y sacó el folleto que le había dado la enfermera, esperando ser capaz esta vez de concentrarse en la lectura. No había pasado del «Diagnóstico: diabetes» y ya estaba pensando otra vez que tenía que haber algún error. La inyección de insulina le había sentado bien, pero a lo mejor había sido el ratito que había estado echada y no el medicamento lo que le había ayudado a recuperarse. ¿Habría antecedentes de diabetes en su familia? Tendría que llamar a su madre, pero ni siquiera le había comunicado que estaba embarazada. Además, Evelyn estaba de vacaciones en México, y eran las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo. Faith quería asegurarse de que tenía asistencia médica a mano cuando le contara la noticia.
A quien sí debería llamar era a su hermano. El capitán Zeke Mitchell era un cirujano de las Fuerzas Aéreas destinado en Landstuhl, Alemania. Como médico, sabría todo lo que hay que saber sobre la diabetes, y precisamente por eso se resistía a llamarlo. Cuando tenía catorce años y le contó a su familia que estaba embarazada, Zeke estaba terminando el último curso en el instituto. Vivió mortificado y humillado durante veinticuatro horas al día siete días a la semana: en casa tenía que ver a la furcia de su hermana pequeña hinchándose como un globo y en la escuela debía aguantar las despiadadas bromas que sus amigos hacían a costa de ella. No fue de extrañar que se enrolara en el ejército nada más terminar el instituto.
Y luego estaba Jeremy. Faith no tenía ni idea de cómo le iba a decir a su hijo que estaba embarazada. Tenía dieciocho años, la misma edad que Zeke cuando le arruinó la vida. Y si un adolescente prefiere no saber que su hermana tiene vida sexual, con toda seguridad tampoco lo querrá saber de su madre.
Faith había crecido con Jeremy, y ahora que este ya estaba en la universidad su relación se había instalado en un punto muy cómodo en el que podían hablar como adultos. Lógicamente, a veces le venían recuerdos de su hijo cuando era niño —su inseparable mantita, la época en la que le preguntaba constantemente cuándo pesaría demasiado para que ya no pudiera cogerlo en brazos—, pero finalmente había logrado aceptar el hecho de que su precioso niño era ahora un hombre adulto. ¿Cómo iba a soltarle semejante bomba ahora que habían conseguido llegar a un equilibrio? Y no solo era el embarazo, también estaba enferma. Padecía una enfermedad que su hijo podía haber heredado. Ahora tenía novia, y Faith sabía que mantenían relaciones sexuales. Los hijos de Jeremy podían ser diabéticos por su culpa.