—Enseguida la alcanzo. Está en la tres —dijo Mary, antes de dejarse arrastrar por una anciana que esperaba en una camilla.
Sara dio unos golpes en la puerta abierta de la consulta número tres; otro privilegio más de los policías: la privacidad. Una mujer rubia y muy menuda estaba sentada en el borde de la cama, completamente vestida y visiblemente enfadada. Mary era muy buena en su trabajo, pero hasta un ciego se habría dado cuenta de que Faith Mitchell no se encontraba nada bien. Estaba tan pálida como las sábanas de la cama, y aun a esa distancia su piel parecía fría y húmeda.
El hombre que la acompañaba no ayudaba mucho, paseando de un lado a otro de la habitación. Era atractivo, con el cabello dorado cortado al uno, y debía de medir más de metro ochenta. Tenía una cicatriz en la mandíbula, seguramente recuerdo de algún accidente de infancia, con la bicicleta o jugando al béisbol. Era delgado y fibroso, probablemente practicaba el atletismo y su terno delataba el torso musculoso de quien pasa muchas horas en el gimnasio.
El hombre se detuvo y miró alternativamente a Sara y a su compañera.
—¿Y el otro médico?
—Ha tenido que atender una urgencia —dijo Sara, dirigiéndose hacia el lavabo para lavarse las manos—. Soy la doctora Linton. ¿Le importaría ponerme brevemente al corriente? ¿Qué le ha pasado?
—Se desmayó —dijo el hombre, jugando nervioso con la alianza. Debió de pensar que parecía histérico, así que moderó un poco el tono—. No le había pasado nunca.
El nerviosismo de su compañero exasperaba aún más a Faith Mitchell.
—Estoy bien —insistió. Y dirigiéndose a Sara—: Ya se lo he dicho al otro médico. Estoy destemplada, como si hubiera pillado un catarro. Eso es todo.
Sara le cogió la muñeca para tomarle el pulso.
—¿Qué tal se encuentra ahora?
Faith miró a su acompañante.
—De los nervios.
Sara sonrió. Observó los ojos de Faith con la linterna, luego la garganta y realizó todo el examen físico de rutina, pero no encontró ninguna anomalía. Estaba de acuerdo con la evaluación preliminar de Krakauer: lo más probable era que estuviera un poco deshidratada. El corazón sonaba bien y no parecía haber sufrido ningún tipo de crisis.
—¿Se golpeó la cabeza al caer?
Faith iba a responder cuando el hombre la interrumpió.
—Fue en el aparcamiento. Se dio un golpe contra el asfalto.
Sara preguntó a Faith.
—¿Ha tenido algún otro síntoma?
—Alguna que otra jaqueca. —Parecía estar ocultando algo, pese a que a continuación añadió—: La verdad es que llevo todo el día prácticamente en ayunas. Esta mañana me he levantado con el estómago un poco revuelto. Y ayer también.
Sara abrió uno de los cajones para coger un martillo y comprobar sus reflejos, pero no vio nada anormal.
—¿Ha ganado o perdido peso últimamente?
—No —dijo Faith.
—Sí —respondió él al mismo tiempo. Con aire compungido, intentó arreglarlo—. A mí me parece que te sienta muy bien.
Faith aspiró hondo y luego exhaló lentamente el aire. Sara estudió al hombre de nuevo, y pensó que debía de ser economista o abogado. Tenía la cabeza vuelta hacia la paciente, y Sara detectó una segunda cicatriz, menos marcada, que bordeaba su labio superior y que obviamente no se trataba de una incisión quirúrgica. No se la habían cosido con demasiado cuidado, y el extremo que ascendía hasta la nariz tenía un aspecto algo irregular. Probablemente fue boxeador en la universidad, o quizá simplemente se había golpeado la cabeza muchas veces, porque era obvio que no sabía que la única manera de salir de un hoyo es dejar de cavar.
—Faith, yo creo que esos kilos de más te sientan de maravilla. Tú puedes permitirte…
Ella lo fulminó con la mirada.
—Muy bien —dijo Sara, abriendo el historial para hacer unas anotaciones—. Le vamos a hacer una radiografía de cráneo, y también me gustaría realizar algunas pruebas más. Pero no se preocupe, con las muestras de sangre que le hemos extraído bastará; no más agujas de momento. —Anotó un par de cosas y marcó varias casillas antes de alzar la vista para mirar a Faith—. Le prometo que tardaremos lo menos posible, aunque ya habrá visto que hoy estamos saturados. Tendremos que esperar al menos una hora para las radiografías. Intentaré meterles prisa, pero quizá quieran bajar a comprar un libro o una revista para entretener la espera.
Faith no respondió, pero algo en la expresión de su cara había cambiado. Miró a su acompañante y luego a Sara.
—¿Necesita que le firme eso? —preguntó, señalando el historial.
No había nada que firmar, pero Sara le pasó el documento de todos modos. Faith escribió algo en el margen inferior y se lo devolvió. Había escrito: «Estoy embarazada».
Sara asintió y tachó el volante de la radiografía. Evidentemente, Faith aún no se lo había comunicado al hombre, pero ahora mismo tenía otras preguntas que hacerle y no podía formularlas sin levantar la liebre.
—¿Cuándo le hicieron la última citología?
Faith lo entendió a la primera.
—El año pasado.
—Pues vamos a aprovechar ahora que está aquí —dijo, y dirigiéndose al hombre—. ¿Le importa esperar fuera?
—Oh —replicó él, algo sorprendido—, claro. Estaré en la sala de espera si me necesitas.
—Vale —dijo Faith, que se quedó mirándole mientras se marchaba y se relajó visiblemente cuando cerró la puerta. Luego le preguntó a Sara—. ¿Le importa si me tumbo?
—Claro que no.
La ayudó a acomodarse en la cama, pensando que Faith aparentaba menos de treinta y tres años. Tenía la actitud propia de un policía, esa especie de firmeza en los hombros que parecía advertir «nada de tonterías». Ella y su marido abogado hacían una pareja extraña, pero Sara había conocido a parejas mucho más extrañas que esa.
—¿De cuánto está? —le preguntó.
—Unas nueve semanas.
Sara lo anotó y continuó preguntando.
—¿Ha hecho el cálculo usted misma o la ha visto ya el ginecólogo?
—Compré un test en la farmacia. —Enseguida se corrigió—. Bueno, en realidad me he hecho tres. Soy muy regular.
Sara añadió un test de embarazo al resto de pruebas.
—¿Y cuánto peso ha ganado?
—Casi dos kilos y medio —admitió Faith—. Desde que me enteré no he parado de comer como una loca.
Según la experiencia de Sara, si confesaba dos kilos y medio de más probablemente habría engordado cinco.
—¿Tiene usted más hijos?
—Uno… Jeremy… Dieciocho.
Sara lo anotó en su expediente y murmuró:
—Uy, la compadezco. Los niños a los dos años se ponen insoportables.
—Será más bien a los veinte. Jeremy tiene dieciocho años. Desconcertada, Sara se puso a hojear la historia de Faith.
—Le ahorraré la cuenta —dijo Faith—. Me quedé embarazada con catorce años. Tenía quince cuando di a luz a Jeremy.
Resultaba difícil sorprender a Sara a esas alturas, pero Faith Mitchell lo había conseguido.
—¿Tuvo algún problema en su primer embarazo?
—¿Quiere decir aparte de convertirme en la candidata perfecta para protagonizar uno de esos dramones adolescentes para la televisión? —Faith meneó la cabeza—. No, ningún problema.
—Muy bien —replicó Sara, cerrando el historial para centrar su atención en Faith—. Cuénteme qué ha pasado esta noche.
—Iba a coger el coche y de pronto sentí que me mareaba. Lo siguiente que recuerdo es a Will conduciendo para traerme aquí.
—¿Cuando dice que se mareó se refiere a que todo le daba vueltas, o simplemente sintió que se desvanecía?
Faith se quedó pensando un momento antes de contestar.
—Más bien sentí que me desvanecía.
—¿Vio usted luces o notó un sabor extraño en la boca?
—No.
—¿Will es su marido?
Faith estalló en una risotada.
—Dios santo, no. Will es mi compañero… Will Trent.
—¿Sigue aquí el detective Trent? Me gustaría hablar con él.
—En realidad es agente especial. Y ya ha hablado usted con él. Acaba de salir de la habitación.
Sara tuvo la impresión de que se había perdido algo.
—¿El hombre que venía con usted es policía?
Faith se echó a reír otra vez.
—Es por el traje. No es usted la primera persona que lo toma por un enterrador.
—La verdad es que creí que era abogado —admitió Sara, pensando que en su vida había conocido a nadie con menos aspecto de policía.
—Tendré que decirle que lo ha confundido usted con un abogado, seguro que se siente muy complacido.
Sara reparó de repente en que Faith no llevaba alianza.
—Así que el padre es…
—No forma parte de mi vida —Faith lo reconoció sin el menor sonrojo, aunque Sara imaginó que habiéndose quedado embarazada con catorce años, pocas cosas podían sonrojarla ya—. Preferiría que Will no supiera nada de esto, es muy….
La mujer no terminó la frase. Cerró los ojos y apretó los labios. Su frente brillaba como si estuviera rompiendo a sudar.
Sara le cogió la muñeca para tomarle el pulso de nuevo.
—¿Qué pasa?
Faith apretó las mandíbulas, pero no respondió.
A Sara le habían vomitado encima demasiadas veces como para no reconocer las señales. Fue hacia la pila para empapar una toallita de papel.
—Aspire hondo y espire poco a poco.
Faith obedeció con los labios temblorosos.
—¿Tiene usted cambios de humor últimamente?
Pese al malestar, Faith respondió con cierta ironía.
—¿Quiere decir más de los habituales? —De pronto se llevó la mano al estómago y se puso seria otra vez— Sí. Estoy nerviosa, irritable. —Tragó saliva—. Tengo como un zumbido en la cabeza, como si tuviera el cerebro lleno de abejas.
Sara le presionó la frente con la toallita húmeda.
—¿Ha tenido náuseas?
—Por las mañanas, sí —respondió Faith con dificultad—. Imaginé que era cosa del embarazo, pero…
—¿Y qué me dice de esas jaquecas?
—Son bastante fuertes, y casi siempre me dan a primera hora de la tarde.
—¿Se ha fijado en si tiene más sed de lo habitual? ¿Orina mucho?
—Sí. No. No lo sé. —Haciendo un esfuerzo, logró abrir los ojos y preguntó—. ¿Qué es lo que tengo? ¿Es gripe, un tumor cerebral, o qué?
Sara se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano.
—Oh, Dios, ¿tan malo es? Los médicos y los policías solo se sientan cuando tienen que dar malas noticias.
Sara se preguntó cómo era que nunca se había fijado en eso. Creía que después de tantos años con Jeffrey Tolliver conocía todos sus tics, pero por lo visto había pasado por alto ese.
—Estuve casada quince años con un policía. Y no me había dado cuenta de eso, pero tiene usted razón… Mi marido siempre se sentaba cuando traía malas noticias.
—Yo soy policía desde hace quince años —replicó Faith—. ¿Le puso los cuernos, o se convirtió en un alcohólico?
Sara sintió un nudo en la garganta.
—Lo mataron hace tres años y medio.
—Oh, no —exclamó Faith, y se llevó la mano al pecho—. Lo siento mucho.
—No importa —dijo Sara, preguntándose por qué le habría contado a aquella mujer algo tan personal. Se había pasado los últimos años evitando hablar de Jeffrey y, de repente, se ponía a contarle cosas a una desconocida. Para quitarle hierro al asunto, añadió—: Pero acierta usted. Además, me puso los cuernos.
Era cierto, al menos la primera vez que se casó con él.
—Lo siento mucho —repitió Faith—. ¿Murió en acto de servicio?
Sara no quería responder a esa pregunta. De repente sintió náuseas, probablemente igual que Faith antes de perder el conocimiento. Esta se dio cuenta.
—No tiene por qué…
—Gracias.
—Espero que cogieran a ese hijo de puta.
Sara metió la mano en el bolsillo y envolvió el sobre con los dedos. Esa era la pregunta que todos le hacían: «¿Lo cogieron? ¿Pillaron al hijo de puta que mató a tu marido?». Cómo si eso importara. Como si la detención del asesino de Jeffrey pudiera aliviar en modo alguno el dolor que le había causado su muerte.
Afortunadamente, Mary entró en la habitación en ese mismo momento.
—Perdón —se disculpó la enfermera—. Los hijos de esa anciana la han dejado aquí tirada. He tenido que llamar a los servicios sociales. —Le pasó un papel a Sara—. Los resultados de la analítica.
La doctora frunció el ceño al leer los resultados.
—¿Llevas encima el glucosómetro?
Mary metió la mano en el bolsillo y le pasó el medidor de glucosa. Sara limpió la yema del dedo de Faith con un poco de alcohol. La analítica estaba perfectamente, pero el Grady era un hospital muy grande y no sería la primera vez que confundían las muestras de sangre.
—¿Cuándo comió por última vez? —le preguntó.
—Hemos estado todo el día en el juzgado. ¡Dios! —murmuró al notar el pinchazo, y continuó—: A eso de las doce me comí un bollito bastante pringoso que Will sacó de la máquina.
Sara insistió.
—Me refiero a su última comida «de verdad».
—Anoche, a eso de las ocho.
Por la expresión de culpa en la cara de Faith, Sara imaginó que había tirado de comida rápida.
—¿Ha tomado café está mañana?
—Solo media taza. Ni siquiera podía soportar el olor.
—¿Con leche y azúcar?
—Solo. Normalmente desayuno bastante bien: yogur, algo de fruta. Siempre lo hago cuando vuelvo de correr. ¿Hay algún problema con mis niveles de azúcar?
—Ahora lo veremos —le dijo Sara, presionándole el dedo para que la sangre impregnara la tira.
Mary alzó una ceja, como preguntando si quería apostar a ver qué salía. Sara meneó la cabeza: nada de apuestas. Mary insistió y usó los dedos para indicarle uno-cinco-cero.
—Creía que el test se hacía al final —dijo Faith, con voz insegura—, después de beber esa cosa azucarada.
—¿Ha tenido problemas con los niveles de azúcar alguna vez? ¿Hay antecedentes de diabetes en su familia?
—No y no, que yo sepa.
El glucosómetro emitió un pitido y acto seguido apareció en la pantalla el 152.
Mary silbó, sorprendida de lo mucho que se había acercado. En una ocasión, Sara le había preguntado por qué no estudió medicina, a lo que le respondió que las enfermeras eran las que realmente sabían de medicina.
—Tiene usted diabetes —le dijo Sara a Faith.
Mary vaciló un momento antes de preguntar: