Esa clase de chicas sabían más de leyes que muchos policías, y se mostraban especialmente cautelosas cuando utilizaban el teléfono público de la cárcel.
—Búscate un abogado —le aconsejó Will, mientras aceleraba para adelantar al coche que tenía delante. Un relámpago estalló en el cielo e iluminó la carretera—. No puedo hacer nada por ti.
—Podría ofrecerte cierta información.
—Pues cuéntaselo a tu abogado. —Will oyó un pitido en la línea y reconoció el número de su jefa—. Tengo que dejarte.
Colgó sin darle tiempo a Lola para decir nada más.
—Will Trent.
Amanda Wagner tomó aire, y Will se preparó para un discurso torrencial.
—¿Cómo demonios se te ocurre dejar a tu compañera en el hospital y marcharte en plan quijote a trabajar en un caso que está fuera de nuestra jurisdicción y en el que nadie nos ha pedido ayuda? Y para más inri, en un condado con el que no tenemos lo que se dice una buena relación.
—Nos pedirán ayuda —le aseguró Will.
—Tu intuición femenina no me impresiona nada esta noche, Will.
—Cuanto más tiempo dejemos esto en manos de la policía local, más se enfriará el rastro. No se trata de un secuestrador novato, Amanda. Esto no es ningún juego.
—La policía de Rockdale lo tiene todo bajo control —replicó ella—. Saben muy bien lo que se hacen.
—¿Están controlando las carreteras y buscando coches robados?
—No son idiotas.
—Sí que lo son —insistió Will—. No la han dejado tirada en la carretera, ha estado retenida en algún lugar cerca de la carretera y ha logrado escapar por su propio pie.
Amanda guardó silencio unos instantes, probablemente esperando a que dejara de salirle humo por las orejas. Un segundo relámpago azotó el cielo, y el trueno que vino a continuación impidió a Will oír lo que le decían al otro lado de la línea.
—¿Cómo? —preguntó.
—¿En qué estado está la víctima? —repitió en tono cortante.
Will no pensó en Anna, sino en la mirada que había visto en los ojos de Sara Linton cuando subieron a la víctima al quirófano.
—La cosa pinta muy mal.
Amanda dejó escapar un hondo suspiro.
—Hazme un resumen.
Will le explicó el caso en líneas generales; el aspecto que tenía la mujer, los signos de tortura.
—Seguramente venía del bosque. Tiene que haber una casa en alguna parte, una cabaña o algo. No parecía que hubiera estado a la intemperie. Alguien la tuvo secuestrada durante un tiempo, la mató de hambre, la violó, la torturó.
—¿Crees que algún paleto se la llevó?
—Creo que fue secuestrada —replicó Will—. Lleva un buen corte de pelo y tiene los dientes blanqueados. No hay marcas de pinchazos, ni cicatrices. Tenía dos pequeñas cicatrices en la espalda, probablemente de una liposucción.
—Así que no es una vagabunda ni una prostituta.
—Había sangre en las muñecas y en los tobillos, como si hubiera estado maniatada. Algunas heridas habían empezado a cicatrizar, otras eran recientes. Estaba flaca, mucho. Debía de llevar bastantes días secuestrada; una semana, quizá, a lo sumo dos.
Amanda maldijo entre dientes. El papeleo empezaba a ser excesivo. El DIG era a nivel estatal lo que el FBI al nacional: se coordinaba con los cuerpos de policía locales cuando los delitos traspasaban los límites de un condado, y su cometido era centrarse en la investigación más allá de las disputas territoriales. El estado disponía de ocho laboratorios forenses, de cientos de agentes especiales y de la policía científica, todos ellos dispuestos a colaborar con cualquier otro cuerpo de policía que lo solicitase. El problema era que la petición debía presentarse por escrito. Había formas de asegurarse de que la cumplimentaran, pero para eso había que pedir favores, y por razones que no sería de buena educación discutir en público, Amanda había perdido toda su influencia en Rockdale unos meses atrás por un caso relacionado con un padre mentalmente desequilibrado que había secuestrado y asesinado a sus propios hijos.
Will volvió a intentarlo:
—Amanda…
—Deja que haga algunas llamadas.
—Antes de nada, ¿podrías llamar a Barry Fielding? —preguntó, refiriéndose al responsable de la brigada canina del DIG—. No estoy muy seguro de que la policía local sepa exactamente a qué se enfrenta. No han visto a la víctima, ni han hablado con los testigos. Su detective ni siquiera había llegado al hospital cuando me fui. —Amanda no respondió, así que Will continuó—: Barry vive en el condado de Rockdale.
Al otro lado de la línea se oyó un tercer suspiro aún más profundo, y tras una pausa Amanda respondió.
—Vale. Pero intenta no tocarle los huevos a nadie más de lo estrictamente necesario. Llámame cuando descubras algo más. —Colgó.
Will cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta; en ese preciso instante, un relámpago iluminó el cielo y un trueno retumbó en sus oídos. Will aminoró la velocidad; tenía las rodillas pegadas al plástico del salpicadero. El plan era llegar hasta la autopista 316, al lugar en que se había producido el accidente y, una vez allí, pedir muy educadamente que le dejaran entrar en la escena. Lo que no había previsto era el control de tráfico. Había dos patrulleros de la policía de Rockdale atravesados en mitad de la carretera, cortando ambos sentidos, y dos recios agentes plantados justo delante. Unos quince metros más allá, unas gigantescas lámparas de xenón iluminaban un Buick con el morro aplastado. Los agentes de la policía científica estaban por todas partes, enfrascados en la pesada tarea de recoger cada mota de polvo, piedra y cristal para llevarlo todo a analizar al laboratorio.
Uno de los agentes se acercó al Mini. Will buscó el interruptor para bajar el cristal de la ventanilla, olvidando por un momento que estaba en el salpicadero. Para cuando logró bajar el cristal, el otro agente había venido a reunirse con su compañero y ambos le sonreían. Will cayó entonces en que debía de resultar bastante cómico verle metido en ese coche tan pequeño, pero eso ya no tenía solución. Cuando Faith se desmayó en el aparcamiento, lo único que pensó fue que el coche de ella estaba más cerca que el suyo y que tardaría menos en llegar al hospital si lo cogía.
—El circo está por ahí—le dijo el segundo agente, señalando hacia Atlanta con el dedo.
Will sabía que no debía intentar sacar la cartera mientras estuviera dentro del coche, de modo que abrió la puerta y salió del vehículo lo más dignamente que pudo. Un trueno retumbó por todo el cielo y los tres miraron hacia arriba.
—Agente especial Will Trent —les dijo, al tiempo que les mostraba su identificación.
Ambos adoptaron una actitud cautelosa. Uno de ellos se alejó, hablando por la radio que llevaba en el hombro, seguramente para consultar a su jefe (a veces la policía local se alegraba de poder contar con el DIG; otras preferían pegarles un tiro). El otro agente le preguntó:
—¿Adónde vas tan elegante, si puede saberse? ¿O es que vienes de un funeral?
Will se limitó a ignorar la pulla.
—Estaba en el hospital cuando ingresaron a la víctima.
—Tenemos varias víctimas —respondió el agente, claramente dispuesto a ponerle las cosas difíciles.
—La mujer —especificó Will—. La que se cruzó en la carretera y fue atropellada por un Buick conducido por un matrimonio mayor. Creemos que se llama Anna.
El segundo agente ya estaba de vuelta.
—Voy a tener que pedirle que vuelva a su coche, caballero. Según mi superior, esto está fuera de su jurisdicción.
—¿Puedo hablar con su superior?
—Ya imaginaba que diría eso —replicó el agente, con una aviesa sonrisa—. Me dijo que podía llamarle por la mañana, alrededor de las diez o diez y media.
Will miró hacia la escena del crimen.
—¿Puede decirme su nombre?
El policía se tomó su tiempo y, con mucha parsimonia, sacó su libreta, después el bolígrafo y, por fin, anotó el nombre. Arrancó la hoja con sumo cuidado y se la dio a Will, que miró fijamente los garabatos que había encima del número.
—¿Está en inglés?
—¿Es usted idiota? Fierro. Es italiano. —El hombre miró el papel y añadió—. Está bien clarito.
Will dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo del chaleco.
—Gracias.
No era tan tonto como para creer que los dos agentes regresarían tranquilamente a sus puestos mientras él volvía a entrar en el Mini. Pero ahora ya no tenía ninguna prisa. Se agachó, vio la palanca que servía para ajustar el asiento del conductor y la empujó hacia atrás todo lo que pudo. Se metió en el coche y se despidió de los agentes con la mano mientras daba media vuelta y se alejaba.
La 316 no había sido siempre una carretera secundaria. Antes de que se construyera la I-20, era la autopista que conectaba Rockdale con Atlanta. Actualmente, la mayoría de los conductores preferían la interestatal, pero todavía quedaba gente que la utilizaba como atajo. A finales de los años noventa, Will había participado en una operación encubierta para erradicar la prostitución de la zona y sabía que incluso entonces no era una carretera con mucho tráfico. Que aquellos dos coches hubieran pasado por allí al mismo tiempo que la mujer era casi milagroso. Y que esta hubiera logrado cruzarse en el camino de uno de ellos era todavía más sorprendente.
A menos que Anna los estuviera esperando. Quizá se puso delante del Buick a propósito. Will había descubierto hacía mucho tiempo que escapar es más fácil que sobrevivir.
Siguió conduciendo despacio, buscando una desviación donde dar la vuelta: la encontró a unos cuatrocientos metros. El asfalto estaba muy deteriorado, y sentado al volante de un Mini no había bache pequeño. Un relámpago iluminó el bosque como un fogonazo. Desde la carretera no se veían casas, ni cabañas ni establos, tampoco ningún cobertizo de aquellos que antiguamente se utilizaban para esconder alambiques. Continuó hacia delante, utilizando como referencia los potentes focos de la escena del crimen, y se detuvo justo enfrente. Echó el freno de mano y sonrió. El lugar del accidente estaba a menos de doscientos metros, y con las luces y el ajetreo parecía un campo de fútbol en mitad del bosque.
Cogió la linterna de la guantera y se bajó del coche. La temperatura empezaba a descender. Esa misma mañana, el hombre del tiempo había anticipado que el cielo estaría parcialmente cubierto, pero a Will le daba la impresión de que se avecinaba el diluvio.
Se internó en el bosque, examinando el terreno a la luz de la linterna, buscando cualquier cosa que pareciera fuera de lugar. Puede que Anna hubiera pasado por allí, pero también era posible que hubiera llegado por el otro lado de la carretera. La cuestión es que la escena del crimen no debería limitarse solo a esta: deberían estar peinando el bosque en un radio de al menos un kilómetro. No sería tarea fácil: el bosque era bastante espeso, los arbustos y las ramas bajas entorpecían el paso y los árboles caídos y los hoyos lo hacían aún más peligroso de noche. Will intentó ubicarse y se preguntó en qué dirección estaría la I-20, la zona más habitada, pero su sentido de la orientación se volvió loco y dejó de intentarlo.
El terreno se inclinaba ahora hacia abajo. Aunque aún estaba lejos, Will oía los ruidos típicos de una escena del crimen: el zumbido eléctrico del generador, el de los focos, el clic de los flashes, el murmullo de los policías y los técnicos y, de vez en cuando, alguna carcajada de sorpresa.
En el cielo las nubes se abrían, dejando pasar de tanto en tanto un rayo de luna que multiplicaba las sombras sobre el terreno. Por el rabillo del ojo vio un montón de hojas que parecía haber sido removido. Se agachó para examinarlo, pero la luz de la luna no ayudaba mucho. Las hojas parecían muy oscuras, pero era difícil saber si eran manchas de sangre o de lluvia. Lo que sí parecía seguro era que algo había estado sobre ellas; pero la cuestión era si se trataba de un animal o de una mujer.
Intentó ubicarse de nuevo. Estaba a mitad de camino entre el Mini de Faith y el Buick accidentado. Las nubes volvieron a cubrir el cielo y la oscuridad reinó otra vez. La linterna que llevaba en la mano eligió ese preciso instante para agotarse: la bombilla adquirió primero un tono marrón amarillento y a continuación se volvió negra. Will le dio un golpe con la palma de la mano, intentando sacarle algo más de jugo a las pilas.
De pronto, el brillante foco de una linterna Maglite lo iluminó todo en un radio de dos metros.
—Usted debe de ser el agente Trent —dijo un hombre.
Will se llevó la mano a los ojos para proteger sus retinas. El hombre tardó unos segundos en enfocar la linterna hacia el pecho de Will. Con los potentes focos de la escena del crimen iluminándole desde la distancia, el desconocido parecía un globo de esos que se utilizan en el desfile anual de los grandes almacenes Macy’s: abullonado en la parte superior y muy estrecho en la inferior. Su pequeña cabeza flotaba sobre sus hombros, y el cuello se le derramaba por encima del cuello de la camisa. Teniendo en cuenta su perímetro, el hombre se movía con sorprendente ligereza. Will no le había oído llegar.
—¿Detective Fierro? —aventuró Will.
El hombre enfocó su cara para que Will pudiera verla.
—Puede llamarme simplemente Capullo, porque así es como me va a llamar mientras conduce usted solito de vuelta a Atlanta.
Will, que seguía agachado, alzó la vista hacia la escena del crimen.
—¿Por qué no me deja echar un vistazo primero?
Fierro volvió a dirigir el foco hacia sus ojos.
—Además de un tocapelotas es muy terco, ¿no?
—Usted cree que la dejaron ahí, pero se equivoca.
—¿También lee la mente?
—Ha dado aviso a todas las unidades para que estén atentos a cualquier vehículo que resulte sospechoso, y tiene a la brigada científica examinando el Buick milímetro a milímetro.
—Si fuera un policía de verdad sabría que lo que he comunicado a todas las unidades es un 10-38, y la casa más cercana es la de un abuelo en silla de ruedas que vive unos tres kilómetros más arriba —Fierro hablaba con un desdén que a Will no le resultaba desconocido—. No pienso ponerme a discutir el caso contigo. Lárgate de mi escena.
—He visto lo que le han hecho a esa mujer —insistió Will—. No la metieron en un coche y la arrojaron a la cuneta: sangraba por todas partes. El que le hizo eso es un tipo listo; no la metería en un coche, ni se arriesgaría a dejar un rastro. Y estoy completamente seguro de que en ningún caso la habría dejado con vida.