¿Por qué serían los hombres tan exigentes con sus hijos varones? Judith imaginaba que esperaban que sus vástagos tuvieran éxito allí donde ellos habían fracasado. En sus primeros años de matrimonio, cuando Judith se quedó embarazada por primera vez y pensó que podía ser una niña, sintió una especie de calidez seguida de un brusco escalofrío. Una niña igual que ella, que desafiaría a su madre y al mundo entero. Aquello la ayudó a entender por qué Henry siempre deseaba que Tom lo hiciese mejor, que fuese mejor y tuviera todo aquello que deseara y más.
Lo cierto era que Tom había tenido éxito en su trabajo, pero lo de su mujer había sido una gran desilusión. Siempre que Judith veía a su nuera tenía que reprimirse para no decirle que se enderezara, que hablara en voz alta, por el amor de Dios, y que tuviera un poco de dignidad. Un día, una de las voluntarias de la iglesia dijo que los hombres se casaban con sus madres. Judith no quiso ponerse a discutir con ella, pero de buena gana la habría desafiado a encontrar la más mínima semejanza entre ella y su nuera. De no ser porque deseaba pasar tiempo con sus nietos, Judith sería feliz si no tuviera que verla nunca.
Al fin y al cabo, sus nietos eran la razón por la que se habían mudado a Atlanta. Ella y Henry habían abandonado su retiro en Arizona y habían recorrido casi dos mil millas hasta aquella calurosa ciudad con alertas por exceso de contaminación y violencia callejera, todo para poder estar cerca de los dos niños más mimados y desagradecidos de toda la Appalachia.
Judith miró a Henry, que tamborileaba con los dedos sobre el volante y canturreaba mientras conducía. No hablaban de sus nietos si no era para decir algo bueno, probablemente porque un arrebato de sinceridad podría poner de manifiesto que en realidad no les caían demasiado bien, ¿y qué clase de abuelos serían entonces? Habían puesto su vida patas arriba por dos niños que no comían alimentos con gluten y tenían estrictamente pautadas sus horas de sueño y su vida social, que incluía únicamente a «niños de su mismo entorno e iguales objetivos vitales».
Pero al parecer de Judith, el único objetivo vital de sus nietos era ser el centro de atención. Es fácil pensar que no hay nada más fácil que encontrar a otros niños de un mismo entorno igualmente egoístas, pero según su nuera resultaba casi imposible. ¿Acaso no era el egoísmo el principal rasgo de la juventud? ¿Y acaso no era deber de los padres el ponerle coto? Desde luego, lo que todos tenían muy claro era que no es deber de los abuelos.
Cuando el pequeño Mark escupió su zumo no pasteurizado en los pantalones de Henry y Lilly se puso a devorar los bombones que encontró en el bolso de su abuela con tal ansiedad que a Judith le recordó a una vagabunda adicta a la metanfetamina que había visto el mes anterior en el albergue, Henry y ella se limitaron a sonreír como si se tratara de una de esas graciosas manías que tienen los niños y se corrigen con la edad.
Pero por lo visto tardaban en corregirse, y ahora que ya tenían siete y nueve años respectivamente, Judith estaba empezando a perder la fe en que algún día sus nietos se convertirían en adultos encantadores y bien educados que no sentirían la necesidad de interrumpir continuamente la conversación de los mayores ni de correr gritando a voz en cuello por toda la casa. El único consuelo que le quedaba era saber que Tom los llevaba a la iglesia todos los domingos. Naturalmente, deseaba que sus nietos vivieran en comunión con Cristo pero, sobre todo, quería que aprendieran las lecciones que se enseñaban en la escuela dominical «Honrarás a tu padre y a tu madre. Trata a los demás como querrías que te trataran a ti. No sueñes con que podrás echar a perder tu vida, abandonando los estudios y refugiándote en casa de tus abuelos».
—¡Eh! —gruñó Henry cuando un coche que venía en el otro sentido pasó por su lado a toda velocidad. Lo hizo tan cerca que el Buick se tambaleó sobre sus neumáticos—. ¡Niñatos! —masculló, agarrando con fuerza el volante.
Cuanto más se acercaba a los setenta, más parecía un viejo gruñón. A veces resultaba entrañable, pero otras Judith se preguntaba cuánto tiempo tardaría en ponerse a vociferar con el puño en alto culpando a los «niñatos» de todos los males de este mundo. Por lo visto, los niñatos en cuestión podían tener de cuatro a cuarenta años, y su irritación era todavía mayor cuando les pillaba haciendo algo que él mismo hacía antes pero que ya no podía disfrutar. Judith temía el día en que le retiraran el carné de conducir, algo que sucedería más temprano que tarde, teniendo en cuenta que en la última revisión del cardiólogo habían descubierto algunos problemillas. Esa era una de las razones por las que habían decidido mudarse a Arizona, donde no había nieve que retirar ni césped que mantener.
—Parece que va a llover —comentó Judith.
Henry estiró el cuello para mirar el cielo.
—Una noche perfecta para empezar el libro que te he regalado —replicó él, sonriendo.
Henry le había regalado por su aniversario una gruesa novela de las que a ella le gustaban, un romance histórico. Y Judith le había regalado a él una nevera portátil para sus clases de golf.
Judith entornó los ojos, miró la carretera y decidió que tenía que volver a graduarse la vista. Ella tampoco andaba tan lejos de los setenta, y cada año que pasaba veía peor. El anochecer era un momento especialmente delicado, pues con la falta de luz tendía a ver borrosos los objetos que estaban a cierta distancia. Esa fue la razón de que tuviera que parpadear varias veces para asegurarse de lo que veía, y no pudo avisar a Henry hasta que el animal estuvo justo delante de sus narices.
—¡Dios! —gritó Henry, sacando un brazo para proteger a Judith al tiempo que daba un volantazo para esquivar al pobre animal. Sin saber muy bien por qué, Judith pensó que era cierto lo que decían en las películas: todo parecía ralentizarse y el tiempo pasaba tan despacio que cada segundo parecía una eternidad. Sintió que el brazo de Henry bloqueaba firmemente su pecho, y un tirón del cinturón de seguridad a la altura de la cadera. El coche dio una sacudida, ella se golpeó la cabeza contra la puerta. El animal salió despedido contra el parabrisas y rompió la luna, luego rebotó en el techo y finalmente en el maletero. Pero Judith no empezó a registrar los sonidos hasta que el coche frenó en seco e hizo un trompo completo: crac, bum, bum, y un chillido salió de su propia boca. Debía de haber entrado en
shock
, porque Henry tuvo que gritar varias veces «¡Judith, Judith!», para que dejara de dar alaridos.
La mano de Henry le apretaba el brazo con tanta fuerza que el dolor le subía hasta el hombro. Ella le acarició el dorso y lo tranquilizó.
—Estoy bien, estoy bien.
Tenía las gafas torcidas y lo veía todo borroso. Parecía serena pero su respiración acelerada delataba su nerviosismo. Había saltado el airbag, y un polvo blanco muy fino le cubría la cara.
Por fin recobró el aliento y miró hacia el frente. La sangre había salpicado todo el parabrisas, como un repentino y violento chaparrón.
Henry abrió la puerta pero no se bajó del coche. Judith se quitó las gafas para frotarse los ojos; los cristales se habían roto y faltaba la parte inferior del derecho. Vio que las gafas temblaban entre sus dedos, y enseguida se dio cuenta de que era su mano la que temblaba. Henry se bajó del coche y, haciendo un esfuerzo, Judith se puso las gafas y descendió también.
El animal estaba tendido en el asfalto, y aún movía las patas. A Judith le dolía la cabeza a consecuencia del golpe que se había dado. Tenía sangre en los ojos. Eso fue lo único que se le ocurrió al ver que el animal —probablemente un ciervo— tenía las blancas y torneadas piernas de una mujer.
—Oh, por Dios bendito —murmuró Henry—. Es… Judith… Es…
Judith oyó un coche detrás de ellos; los neumáticos chirriaron sobre el asfalto. Oyó que las puertas se abrían y se volvían a cerrar. Dos hombres se acercaron y uno de ellos corrió hacia el animal.
—¡Llamen al 911! —gritó, arrodillándose junto al cuerpo.
Las piernas se agitaron de nuevo, y esta vez distinguió con claridad que eran las de una mujer. Estaba completamente desnuda. Tenía unos moratones muy oscuros en el interior de ambos muslos. Parecía como si un fino plástico de color burdeos cubriera su torso, y presentaba una profunda herida en el costado por la que asomaba el hueso. Judith miró su rostro: tenía la nariz rota, los ojos hinchados y los labios reventados. La sangre empapaba el oscuro cabello de la mujer y formaba un charco alrededor de su cabeza, como si fuera un halo.
Judith se acercó, no pudo evitarlo; llevaba toda la vida volviendo discretamente la cabeza y ahora de repente quería mirar. Los cristales crujían bajo sus pies; de pronto, la mujer abrió los ojos espantada y se quedó mirando con ojos mortecinos algo por detrás de Judith. De manera igualmente repentina, sus párpados empezaron a cerrarse, pero Judith no pudo reprimir que un escalofrío le recorriera todo el cuerpo.
—Dios mío —masculló Henry, casi rezando.
Al volverse, Judith vio que su marido se había llevado la mano al pecho. Tenía los nudillos blancos y la miraba como si se encontrara mal.
—¿Cómo ha pasado esto? —susurró, con el rostro contraído en una mueca de horror—. ¿Cómo demonios ha sucedido?
Sara Linton se recostó en su silla, murmurando con voz suave por el móvil: «Sí, mamá». Se preguntó si algún día eso volvería a parecerle normal, si volvería a sentir la misma alegría de antes al recibir una llamada de su madre, en lugar de ese dolor intenso que sentía ahora.
—Cariño —dijo Cathy con dulzura—, no pasa nada. Te estás cuidando y eso es todo lo que papá y yo necesitamos saber.
Sara notó que las lágrimas le escocían en los ojos. No era ni mucho menos la primera vez que lloraba en la sala de médicos del hospital Grady, pero estaba harta de hacerlo; harta de sentir, en realidad. ¿No era precisamente por eso por lo que se había trasladado a Atlanta dos años antes, dejando atrás la vida rural y a su familia, para no tener que recordar constantemente todo lo que había vivido?
—Prométeme que irás a la iglesia la semana que viene.
Sara murmuró algo que podía sonar como una promesa. Su madre no era tonta, y ambas sabían que era muy poco probable que Sara acudiera a misa aquel domingo de Pascua, pero Cathy no insistió.
Miró la pila de expedientes que tenía delante. Estaba terminando su turno y aún tenía que redactar los informes.
—Mamá, perdona, pero tengo que irme.
Cathy la obligó a prometer que volvería a llamar la semana siguiente antes de colgar. Sara se quedó unos minutos con el móvil en la mano, mirando el número en la pantalla hasta que empezó a desvanecerse; a continuación marcó el siete y el cinco con el pulgar, pero no pulsó la tecla de llamada. Dejó caer el teléfono en el bolsillo y la carta rozó el dorso de su mano.
La Carta. Pensaba en ella como si tuviera entidad propia.
Sara miraba el buzón al volver a casa para no ir cargando con las cartas de un lado a otro, pero una mañana, sin saber muy bien por qué, lo miró al salir. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al ver el nombre del remitente escrito en el blanco sobre. Guardó la carta sin abrir en el bolsillo de su bata de médico, con la idea de leerla a la hora de la comida. Pero pasó la hora de comer y siguió sin abrirla, y tampoco lo hizo al llegar a casa, ni al día siguiente. Fueron pasando los meses y la carta iba con Sara a todas partes, unas veces en su bata, otras en el bolso de la compra. Se había convertido en una especie de talismán, y de vez en cuando metía la mano en el bolsillo para tocarla, solo para asegurarse de que seguía estando allí.
Con el tiempo, las esquinas del sobre se doblaron y el matasellos del condado de Grant empezó a difuminarse. Y cuanto más tiempo pasaba, más se resistía Sara a abrir la carta y descubrir qué podía tener que decirle la esposa del hombre que mató a su marido.
—¿Doctora Linton? —preguntó al llamar a la puerta Mary Schroder, una de las enfermeras—. Tenemos a una mujer que ha ingresado inconsciente, treinta y tres años, pulso filiforme, parece muy débil.
Sara miró las gráficas y a continuación, el reloj. El diagnóstico de una mujer de treinta y tres años con ese cuadro le llevaría un buen rato. Ya eran casi las siete y le quedaban solo diez minutos para acabar el turno.
—¿No puede encargarse Krakauer?
—Ya la ha examinado. Ha pedido una analítica completa y se ha ido a tomar un café con la rubia de turno —replicó Mary, visiblemente irritada por esto último—. La paciente es policía.
Mary estaba casada con un policía, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta que llevaba casi veinte años en el servicio de urgencias del Grady. Pero aunque no fuese así, existe una ley no escrita según la cual, en cualquier hospital del mundo, los agentes de la ley reciben siempre la mejor atención y de forma inmediata. Por lo visto Otto Krakauer no conocía dicha ley.
Sara no tuvo más remedio que ceder.
—¿Cuánto tiempo ha estado inconsciente?
—Según ella, un minuto —respondió Mary meneando la cabeza; sabía que, en lo referente a su propia salud, el testimonio de los pacientes solía ser poco fiable—. Parece bastante desorientada.
Esta última frase fue la que hizo que Sara se levantara de la silla. El del Grady era el único servicio de urgencias de Nivel 1 de toda la región, además de uno de los pocos hospitales públicos que quedaban en Georgia. Las enfermeras atendían a diario a víctimas de accidentes de tráfico, tiroteos, apuñalamientos, sobredosis y toda clase de tragedias. Tenían una especie de sexto sentido para detectar a simple vista los casos más graves. Y, desde luego, un policía no ingresaba en un hospital a menos que estuviera a las puertas de la muerte.
Sara hojeó la historia de la mujer mientras atravesaba el servicio de urgencias. Otto Krakauer se había limitado a recopilar los datos para el historial y a pedir los análisis de sangre de rutina, pero aquello no le permitía aventurar ningún diagnóstico. Por lo demás, Faith Mitchell era una mujer de treinta y tres años perfectamente sana, sin enfermedades ni traumatismos previos al ingreso. Con un poco de suerte, los resultados de los análisis le darían más pistas.
Sara se tropezó con una cama en el pasillo y murmuró una disculpa. Como siempre, estaban al completo y había pacientes por los pasillos, unos en camas, otros en sillas de ruedas, pero todos con peor aspecto del que seguramente tenían cuando llegaron. Probablemente la mayoría no podían permitirse perder el sueldo de un día y habían venido al hospital al terminar su jornada laboral. Algunos la llamaron al ver su bata blanca, pero Sara los ignoró y siguió estudiando la historia.