El policía estaba probando la coca, y parecía encantado con el descubrimiento.
—Esto es un alijo encontrado en un registro completamente justificado. Tengo que llamar para dar parte.
—Dame un minuto —le dijo Will.
Uno de los sanitarios preguntó:
—¿Queréis que nos quedemos por aquí?
—No —respondió Faith.
—Sí —dijo Will al mismo tiempo—. No os vayáis a ninguna parte —le dijo Will, para que quedara claro.
—¿No conocerás a un técnico de ambulancias llamado Rick Sigler? —le preguntó Faith.
—¿Rick? Sí —respondió el hombre, un tanto sorprendido por la pregunta.
Will interrumpió su conversación. Volvió al baño, respirando por la boca para que el olor del pis y de la caca no le hicieran vomitar. Cerró la puerta y volvió a la entrada principal. Se agachó para examinar los papelitos: estaba casi seguro de que estaban impregnados de orina seca.
Will se puso de pie, salió al pasillo y miró hacia el apartamento. El ático de Anna ocupaba toda la planta. No había más pisos, ni vecinos. Nadie la habría oído gritar ni habría visto al asaltante.
El asesino habría estado delante de la puerta principal, donde estaba Will. Miró hacia el pasillo, pensando que el hombre podría haber subido por las escaleras, o bajado. Había una salida de emergencia. Podría haber entrado desde la azotea. O a lo mejor el impresentable del portero le había dejado entrar por el portal, igual hasta le pulsó el botón del ascensor. La puerta de Anna tenía mirilla. Seguro que había mirado antes de abrir. Todas estas mujeres eran precavidas. ¿A quién dejaría entrar? A alguien que le traía un paquete. Al de mantenimiento. Quizás al portero.
Faith se dirigía hacia Will. La expresión de su cara era indescifrable, pero la conocía lo suficiente como para saber lo que estaba pensando: «Es hora de marcharse». Miró hacia el descansillo una vez más. Había otra puerta un poco más allá, en la pared de enfrente del apartamento.
—Will… —dijo Faith, pero él ya se dirigía hacia la puerta.
Abrió la puerta. Dentro había una trampilla metálica para tirar la basura, cajas apiladas para reciclar y un cubo para el vidrio y otro para las latas. Un bebé descansaba en el cubo de los plásticos. Tenía los ojos entrecerrados y los labios un poco separados. Su piel estaba muy pálida, cerúlea.
Faith se asomó por detrás de Will. Le agarró del brazo: se había quedado inmóvil. El mundo había dejado de girar. Se agarró al pomo de la puerta al notar que sus rodillas flaqueaban. Faith emitió un sonido que parecía un gemido.
El bebé giró la cabeza hacia el sonido y abrió lentamente los ojos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Faith. Apartó a Will de un empujón y cayó de rodillas para coger al niño en brazos—. ¡Ve a buscar ayuda! ¡Will, busca ayuda!
El agente sintió que el mundo volvía a la normalidad.
—¡Aquí! —les gritó a los sanitarios—. ¡Traed el maletín!
Faith se acercó al niño y lo examinó para ver si tenía cortes o golpes.
—Corderito —susurró—, estás bien. Ya te tenemos. Estás bien.
Will se quedó contemplando a su compañera con el bebé en brazos, el modo en que le acariciaba la cabeza y le besaba la frente. La criatura apenas podía abrir los ojos y tenía los labios muy pálidos. Will quería decir algo, pero tenía un nudo en la garganta. Sentía frío y calor al mismo tiempo, como si pudiera echarse a llorar delante de todo el mundo.
—Ya te tengo, mi vida —murmuró Faith con la voz estrangulada por la angustia. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Will nunca la había visto en su papel de madre, al menos no con un bebé. Le rompió el corazón ver el lado dulce de Faith, esa parte de ella que era capaz de preocuparse tanto por otro ser humano que sus manos temblaban cuando lo acercó a su pecho.
—No llora —susurró—. ¿Por qué no llora?
Por fin Will consiguió hablar.
—Sabe que nadie vendrá a ver por qué llora.
Se inclinó y rodeó la cabecita del niño con la mano, intentando no pensar en las horas que había pasado allí solo, llorando, esperando a que alguien viniera.
El sanitario tragó saliva, anonadado. Llamó a su compañero mientras cogía al bebé de los brazos de Faith. El pañal estaba sucio. Tenía el abdomen distendido; la cabeza le colgaba hacia un lado.
—Está deshidratado. —El sanitario miró si sus pupilas estaban reactivas y le levantó los labios para mirarle las encías—. Y desnutrido.
—¿Se pondrá bien? —le preguntó Will.
El hombre meneó la cabeza.
—No lo sé. Está muy mal.
—¿Cuánto tiempo…? —Faith no pudo terminar la frase—. ¿Cuánto tiempo ha estado aquí?
—No lo sé —repitió el hombre—. Un día. Quizá dos.
—¿Dos días? —preguntó Will seguro de que el hombre se equivocaba—. La madre desapareció hace una semana, quizá más.
—Si llevara más de una semana estaría muerto. —Con mucho cuidado, el sanitario le dio la vuelta—. Tiene costras de haber estado tumbado mucho tiempo en la misma posición. —Soltó un improperio entre dientes—. No sé cuánto tiempo tardan en aparecer, pero alguien le ha estado dando de beber, por lo menos. No podría haber sobrevivido sin eso.
—Puede que la prostituta… —dijo Faith.
No terminó la frase, pero Will sabía lo que quería decir. Seguramente Lola le habría estado echando un ojo al bebé de Anna después de que la secuestraran. Entonces se la habían llevado detenida y el bebé se había quedado solo.
—Si Lola lo estaba cuidando —dijo Will—, tendría que salir y entrar del edificio.
Se abrieron las puertas del ascensor. Will vio a un segundo policía que venía con Simkov, el portero. Tenía un hematoma debajo del ojo y la ceja partida de cuando Will lo estrelló contra el mostrador.
—Ese —dijo el portero señalando a Will con gesto triunfal—. Ese es el que me golpeó.
Will apretó los puños. Tenía la mandíbula tan apretada que pensó que se le iban a romper los dientes.
—¿Sabía que este bebé estaba aquí arriba?
Simkov adoptó un tono desdeñoso.
—¿Y yo qué sé de un bebé? A lo mejor el portero de noche… —Se interrumpió y miró hacia el apartamento—. ¡Jesús, María y José! —murmuró algo en su lengua materna—. Pero ¿qué han estado haciendo aquí?
—¿Quién? —preguntó Will— ¿Quién ha estado aquí?
—¿Ese hombre está muerto? —preguntó Simkov con la vista fija en el desastre del apartamento—. Por Dios bendito, miren este sitio. ¡Qué peste!
Simkov intentó entrar en el apartamento, pero el policía se lo impidió. Will le dio otra oportunidad al portero, y vocalizando bien las palabras le preguntó:
—¿Sabía que este bebé estaba aquí arriba?
Simkov se encogió de hombros, alzándolos hasta las orejas.
—¿Y qué coño sé yo lo que pasa en las casas de estos ricachones? ¿Me pagan ocho dólares a la hora y usted pretende que me sepa sus vidas?
—Hay un bebé —dijo Will tan furioso que apenas podía hablar—. Un bebé que se está muriendo.
—Muy bien, hay un bebé. ¿Y a mí que coño me importa?
La ira se apoderó de Will de forma tan repentina que no se dio cuenta de lo que estaba haciendo hasta que estuvo encima del hombre, dejando caer su puño una y otra vez como un martillo neumático. Pero no paró. No quería parar. Pensaba en ese bebé sentado sobre su propia mierda, en el asesino dejándolo en el cuarto de la basura para que se muriera de inanición, en la prostituta que quería negociar con él su salida de la cárcel a cambio de información y en Angie… Angie estaba en todo lo alto de ese montón de excrementos, manipulando a Will como siempre había hecho, volviéndole loco para que sintiera que era una basura como todos los demás.
—¡Will! —gritó Faith.
Tenía los brazos extendidos, como cuando uno habla con un loco. Will sintió un fuerte dolor en los hombros cuando los dos policías le agarraron los brazos y se los sujetaron detrás de la espalda. Jadeaba como un perro rabioso. El sudor chorreaba por su cara.
—Muy bien —dijo Faith mientras se acercaba a él con las manos aún extendidas—. Vamos a calmarnos. Cálmate, Will.
Le puso las manos encima y se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía. Le cogió la cara y le obligó a mirarla a ella en lugar de a Simkov, que se retorcía en el suelo.
—Mírame —le ordenó en voz baja, como si solo ellos pudieran escuchar sus palabras—. Will, mírame.
Se obligó a mirarla. Los ojos de Faith eran de un azul intenso, y lo miraba asustada.
—Todo está bien —le dijo Faith—. El bebé se va a poner bien. ¿Sí, de acuerdo?
Will asintió y los policías le soltaron un poco las manos. Faith seguía delante de él, sujetándole la cara.
—Estás bien —le dijo, hablándole en el mismo tono que había empleado con el bebé—. Vas a estar bien.
Will retrocedió un paso para que Faith le soltara. Era consciente de que estaba tan asustada como el portero. Él también lo estaba: aún quería golpear a Simkov, y si los agentes no hubieran estado allí, si hubiera estado a solas con él, lo habría hecho hasta matarlo con sus propias manos.
Faith siguió mirándolo fijamente a los ojos unos segundos más. Luego se volvió a mirar al hombre que estaba tendido en el suelo, cubierto de sangre.
—Levántate, imbécil.
Simkov gruñó y se hizo un ovillo.
—No puedo moverme.
—Cierra la boca —dijo Faith, tirándole del brazo.
—¡La nariz! —aulló, estaba tan mareado que solo se sostenía porque tenía el hombro apoyado en la pared— ¡Me ha roto la nariz!
—Estás perfectamente. —Faith miró a un lado y a otro. Miraba a ver si había cámaras de seguridad.
Will hizo lo mismo y se sintió aliviado al ver que no había ninguna.
—¡Brutalidad policial! —gritó el hombre—. Ustedes lo han visto. Son ustedes testigos.
Uno de los agentes que estaba detrás de Will dijo:
—Te has caído, amigo. ¿No te acuerdas?
—Yo no me he caído —insistió el hombre. La sangre le salía a chorros por la nariz y se deslizaba por entre sus dedos como el agua de una esponja.
El otro sanitario le estaba poniendo una vía al niño. No levantó la vista, pero dijo:
—Será mejor que mire dónde pisa la próxima vez.
Y así, de repente, Will se convirtió en la clase de policía que nunca había querido ser.
A Faith todavía le temblaban las manos cuando llegó a la habitación de Anna Lindsey en la UCI. Los dos policías que custodiaban su puerta estaban charlando con las enfermeras en el mostrador, pero miraban hacia allí de vez en cuando, como si conocieran lo que había sucedido en el exterior del apartamento de Anna Lindsey y no supieran muy bien qué pensar. Will, por su parte, estaba frente a Faith, con las manos en los bolsillos y mirando fijamente la pared. Faith se preguntaba si habría entrado en estado de
shock
. Qué demonios, se preguntaba si le había pasado también a ella.
En su vida personal, Faith había sido objeto de atención para muchos hombres cargados de ira, pero jamás había presenciado un despliegue de violencia como el de Will. Hubo un momento en el descansillo del último piso de Beeston Place en el que Faith temió que Will matara al portero. Fue la expresión de su cara lo que la impresionó tanto: fría, implacable, con el único objetivo de reventarle la cara a golpes. Como cualquier otra madre, la de Faith siempre le había dicho que tuviera mucho cuidado con lo que deseaba: ella había deseado que Will fuera un poco más agresivo, ahora daría cualquier cosa para que volviera a ser el de antes.
—No dirán nada —le dijo a Will—. Ni los policías ni los de la ambulancia.
—Da igual.
—Encontraste al bebé —le recordó—. ¿Quién sabe cuánto tiempo habría pasado antes de que alguien…?
—Para.
Se oyó un timbrazo cuando se abrieron las puertas del ascensor. Amanda salió caminando con paso resuelto. Echó un vistazo al descansillo, para ver quién estaba por allí y probablemente para intentar neutralizar a los testigos. Faith se preparó para recibir un buen repaso, suspensiones inmediatas e incluso retirada de placas. Sin embargo Amanda preguntó:
—¿Estáis bien?
Faith asintió. Will se quedó mirando al suelo.
—Me alegro de ver que por fin te han crecido un buen par —le dijo a Will—. Te voy a suspender el sueldo por el resto de la semana, pero no pienses ni por un minuto que vas a dejar de trabajar para mí.
—Sí, señora —dijo Will con voz ronca.
Amanda se fue hacia la escalera a grandes zancadas. Ambos la siguieron y Faith se percató de que su jefa había perdido su gracejo y su dominio habituales. Parecía tan aturdida como ellos.
—Cierra la puerta.
Al cerrarla vio que todavía le temblaban las manos.
—Charlie está comprobando el ático de Anna Lindsey —les informó Amanda, y su voz resonó por el hueco de las escaleras. Bajó un poco el tono—, llamará si encuentra algo. Obviamente, tienes que mantenerte alejado del portero —le dijo a Will—. Los resultados deberían estar listos mañana por la mañana, pero no os hagáis muchas ilusiones, ya habéis visto cómo estaba ese apartamento. Los informáticos no han podido acceder a los ordenadores de ninguna de las dos mujeres. Están pasándoles todos los programas de desencriptación que tienen, pero podrían tardar meses en acceder. La web pro-anorexia está alojada en una empresa fantasma de Frisia, que a saber dónde coño está. En Europa. No quieren darnos la información de registro, pero los informáticos han logrado encontrar las estadísticas en Internet. Tienen unos dos mil usuarios únicos al mes. Eso es todo lo que sabemos.
Will no dijo nada, así que Faith preguntó:
—¿Y qué pasa con la casa vacía que hay detrás de la de Olivia Tanner?
—Las huellas son de unas zapatillas Nike de talla 45 y se venden en unas mil doscientas tiendas en todo el país. Encontramos algunas colillas en la lata de Coca-Cola que había detrás del bar. Vamos a intentar conseguir unas muestras de ADN, pero a saber de quién serán.
Faith preguntó:
—¿Se sabe algo de Jake Berman?
—¿Tú qué coño crees? —Amanda respiró hondo para calmarse—. Hemos difundido un dibujo y su foto de archivo por la red del estado. Estoy segura de que en cualquier momento saltará a la prensa, pero ya les hemos pedido que la retengan durante al menos veinticuatro horas.
Faith tenía un montón de preguntas en la cabeza, pero no le salió ninguna. Hacía menos de una hora que había estado en la cocina de Olivia Tanner y no podía recordar ni el más mínimo detalle de la casa. Will habló por fin. Su voz, como su rostro, era la viva expresión de la derrota.