—No —replicó Anna, con voz firme—. No la conozco.
Amanda miró a Faith arqueando las cejas. ¿Sería amnesia traumática? ¿O se trataba de algo más?
—¿Y qué me dice de algo llamado «thinspo»? —preguntó Faith.
Anna se enderezó.
—No —dijo, esta vez de inmediato y con voz más fuerte.
Faith le concedió unos segundos más para dejar que reflexionara.
—Encontramos algunas notas en el lugar donde la tuvieron retenida. Solo había una frase repetida una y otra vez: «No voy a sacrificarme». ¿Tiene esa frase algún significado para usted?
Una vez más, Anna dijo que no.
Faith se esforzó en que su voz no delatara su desesperación.
—¿Puede decirnos algo de su agresor? ¿Recuerda que oliera de un modo especial, a gasolina o a aceite? ¿Notó usted si tenía vello en la cara o algún otro rasgo físico…?
—No —susurró Anna, palpando el cuerpo del niño con las manos para cogerle la manita—. No puedo decirles nada. No recuerdo nada. Nada.
Faith abrió la boca para decir algo, pero Amanda le ganó por la mano.
—Aquí está usted a salvo, señora Lindsey. Hay dos guardias armados vigilando su puerta desde que llegó. Nadie puede hacerle daño ya.
Anna volvió la cabeza hacia su hijo, arrullándolo para tranquilizarlo.
—No tengo miedo de nada.
A Faith le desconcertó la seguridad con la que hablaba la mujer. Puede que cuando uno logra sobrevivir a todo lo que había pasado Anna acabe creyendo que puede soportar cualquier cosa.
—Creemos que ahora mismo tiene secuestradas a otras dos mujeres —le explicó Amanda—. Que les está haciendo lo mismo que le hizo a usted. Una de ellas tiene un niño, señora Lindsey. Se llama Felix. Tiene seis años y quiere estar con su madre. Estoy segura de que esa mujer, allá donde esté, estará pensando en él, deseando volver a abrazarle.
—Espero que sea una mujer fuerte —murmuró Anna. Habló más alto—. Como ya he dicho varias veces, no recuerdo nada. No sé quién lo hizo, ni dónde me secuestraron o por qué. Solo sé que por fin se acabó, y ahora tengo que olvidarme de ello para poder seguir con mi vida. —Faith percibió que Amanda se sentía tan frustrada como ella—. Necesito descansar.
—Podemos esperar —le dijo Faith—. Quizá podamos volver dentro de unas horas.
—No —la expresión de Anna se endureció—. Conozco perfectamente mis obligaciones legales. Firmaré una declaración, o haré un garabato, o lo que sea que hace una persona ciega, pero si quieren volver a hablar conmigo tendrán que concertar una cita con mi secretaria cuando me reincorpore al trabajo.
Faith lo intentó una vez más.
—Pero Anna…
Ella volvió la cabeza hacia su bebé. La ceguera de Anna le impedía poder verlas, pero su actitud les impedía que pudieran acceder a sus pensamientos.
Finalmente Sara se las arregló para terminar de limpiar su apartamento. No recordaba cuándo fue la última vez que tuvo tan buen aspecto; quizá cuando se vio con el agente de la inmobiliaria antes de mudarse. Los Milk Lofts habían sido en tiempos una vaquería, abastecida por las granjas que había en la zona este de la ciudad. El edificio tenía seis plantas, y en cada una había dos apartamentos separados por un largo pasillo con grandes ventanales en ambos extremos. La zona principal de la casa de Sara era un espacio diáfano que incluía la cocina y un enorme salón. Una de las paredes era un ventanal que iba desde el suelo hasta el techo —mantenerlo limpio exigía un esfuerzo ímprobo—, y tenía unas magníficas vistas del centro cuando estaban abiertas las persianas. En la parte de atrás había tres dormitorios con baño incorporado. Naturalmente, Sara dormía en el principal, pero nadie había dormido nunca en la habitación de invitados. El tercer dormitorio lo utilizaba como despacho y trastero.
Nunca se había planteado vivir en un loft, pero cuando se trasladó a Atlanta quería que su nueva vida fuera tan distinta de la antigua como fuera posible. En lugar de elegir una bonita casa en una de las calles antiguas y arboladas de la ciudad optó por un espacio que era poco más que una caja vacía. El mercado inmobiliario de Atlanta estaba tocando fondo, y Sara tenía dinero más que de sobra. Todo estaba nuevo cuando se mudó, pero de todos modos renovó la casa de arriba a abajo. Solo con lo que le había costado la cocina habría bastado para alimentar a una familia de tres miembros durante un año. Si a eso le añadimos los baños, dignos de un palacio, resultaba casi embarazoso pensar en la ligereza con la que Sara había tirado de su chequera.
En su vida anterior, siempre había sido cuidadosa con el dinero, no se permitía más lujo que el de estrenar un BMW cada cuatro años. Tras la muerte de Jeffrey, se había encontrado con el dinero de su seguro de vida, su pensión, sus ahorros y el dinero de la venta de la casa. Lo había dejado todo en el banco, pues tenía la sensación de que gastarse ese dinero era como admitir que Jeffrey estaba muerto y no volvería. Incluso se había planteado renunciar a la exención de impuestos que le ofrecía el estado por ser la viuda de un oficial de policía muerto en acto de servicio, pero su contable se mostró reacio y ella no quiso discutir.
Más tarde, el dinero que enviaba todos los meses a Sylacauga, Alabama, para ayudar a la madre de Jeffrey, salía de su propio bolsillo mientras que el dinero de su marido seguía ingresado en el banco local generando unos exiguos intereses. Sara pensaba a menudo en entregárselo al hijo de Jeffrey, pero eso habría sido demasiado complicado. Al niño nunca le habían contado quién era su verdadero padre. No podía arruinarle la vida y luego regalarle una pequeña fortuna a un chaval que estaba todavía en la universidad.
De modo que el dinero de Jeffrey seguía en el banco, de la misma manera que la carta seguía en la repisa de la chimenea de Sara. Se quedó junto a esta, acariciando el borde del sobre, preguntándose por qué no lo había vuelto a guardar en su bolso o en el bolsillo de su bata. En lugar de eso, durante el zafarrancho de limpieza se había limitado a levantarlo para limpiar el polvo de la repisa.
Sara vio la alianza de Jeffrey en el otro extremo. Ella aún llevaba puesta la suya —un anillo de oro blanco igual que el de su marido—, pero el sello de la universidad de Jeffrey, de oro y con la insignia de la Universidad de Auburn grabada, era más importante. La piedra azul estaba arañada y era demasiado grande para ella, así que lo llevaba colgado al cuello con una cadena larga, como las placas de identificación que llevan los soldados. No lo llevaba a la vista, sino siempre por dentro de la blusa, cerca de su corazón, para poder sentirlo cerca.
Cogió la alianza de Jeffrey y la besó antes de volver a dejarla sobre la repisa. Con el paso de los años, de algún modo su mente había trasladado a Jeffrey a otro lugar. Era como si estuviera haciendo el luto de nuevo, pero esta vez en la distancia. En lugar de despertarse desolada, como en los últimos tres años, sentía una profunda tristeza. Tristeza al darse la vuelta en la cama y no verle a su lado. Tristeza al pensar que nunca volvería a verle sonreír. Tristeza al saber que nunca volvería a abrazarle o a sentirlo dentro de ella. Pero ya no se sentía completamente desolada. Ya no sentía que cada movimiento, cada pensamiento, le exigía un enorme esfuerzo. Ya no sentía que quería morirse. Ya no sentía que no había luz al final del túnel.
Y había algo más: Faith Mitchell había sido muy cruel con ella hoy, pero Sara había sobrevivido, no se había quedado deshecha. No se había desmoronado ni se había roto en pedazos. Se había mantenido entera. Lo curioso era que, en cierto modo, Sara se sentía ahora más cerca de su marido a consecuencia de ello. Se sentía más fuerte, más cerca de la mujer de la que él se había enamorado que de la que se había hundido sin él. Cerró los ojos y casi pudo sentir su aliento en la nuca, sus labios acariciando su piel con tal suavidad que notó un cosquilleo en la espalda. Se imaginó la mano de Jeffrey alrededor de su cintura, y se sorprendió al poner allí su mano y no sentir nada más que el calor de su propia piel.
Sonó el interfono y los perros se soliviantaron, igual que Sara. Se fue hacia el aparato para abrir al chico que le traía la pizza y tranquilizó a los perros.
Billy
y
Bob
, sus dos galgos, habían adoptado de inmediato a
Betty
, la perra de Will Trent. Un rato antes, cuando estaba limpiando, los tres perros se acomodaron en el sofá, y solo la miraban de vez en cuando, cuando entraba en la habitación o hacía demasiado ruido. Ni siquiera la aspiradora logró que se movieran de allí.
Sara abrió la puerta y esperó a Armando, que le traía una pizza al menos dos veces por semana. Ella fingía que era completamente normal que se tutearan, y por lo general le daba una buena propina para que el repartidor no diera importancia al hecho de verla más a menudo que a sus propios hijos.
—¿Todo bien? —le preguntó mientras intercambiaban pizza y dinero.
—Estupendo —respondió Sara, pero en realidad tenía la cabeza en el apartamento y en lo que estaba haciendo antes de que sonara el interfono. Hacía tanto tiempo que no podía recordar cómo era estar con Jeffrey que quería recrearse en ello, meterse en la cama y dejar que su mente volara hacia aquellos recuerdos tan dulces.
—Que tengas un buen día, Sara. —Armando hizo ademán de marcharse, pero recordó algo y se volvió de nuevo hacia ella—. Ah, hay un tipo raro merodeando por el portal.
Vivía en una gran ciudad; aquello no era algo insólito.
—¿Raro sin más o raro como para llamar a la policía?
—Yo creo que es un policía. No es que lo parezca, pero he visto su placa.
—Gracias —le dijo.
Armando se despidió con un gesto de la cabeza y se fue hacia el ascensor. Sara dejó la pizza sobre la encimera y fue hasta el otro extremo del pasillo. Abrió la ventana y se asomó. Seis pisos más abajo vio una mancha que se parecía sospechosamente a Will Trent.
—¡Eh! —le gritó. Will no respondió y ella le observó ir y venir unos segundos, pues no estaba segura de si la había oído. Volvió a intentarlo, gritando como una hincha en un partido de fútbol—. ¡Eh!
Por fin Will alzó la vista y Sara le dijo:
—En el sexto.
Le vio entrar en el edificio, cruzándose en la puerta con Armando, que la saludó con la mano y le dijo algo de volver a verse pronto. Sara cerró la ventana, rezando para que Will no hubiera oído a Armando o para que al menos tuviera la delicadeza de fingirlo. Echó un vistazo al apartamento para asegurarse de que no hubiera nada fuera de lugar que llamara demasiado la atención. Había dos sofás en el salón, uno lleno de perros y el otro lleno de cojines. Sara los ahuecó y los colocó esperando que dieran la impresión de haber sido arreglados con cierta gracia.
Después de haberse pasado dos horas frotando con esmero la cocina estaba reluciente, incluso la placa de cobre del frontal, que parecía muy bonita hasta que descubrías que había que utilizar dos productos distintos para limpiarla. Pasó junto al televisor de pantalla plana de la pared y se paró en seco. Se había olvidado de limpiar la pantalla. Se estiró la manga de la blusa y la limpió lo mejor que pudo.
Para cuando abrió la puerta, Will ya estaba saliendo del ascensor. Sara solo le había visto unas cuantas veces, pero tenía un aspecto espantoso, como si llevara semanas sin dormir. Vio su mano izquierda y se fijó en que tenía los nudillos despellejados de un modo que daba la impresión de que le había partido la boca a alguien a puñetazos.
De vez en cuando Jeffrey volvía a casa con esas mismas heridas. Sara siempre le preguntaba, y él siempre mentía. Ella se obligaba a aceptar sus mentiras porque no se sentía cómoda pensando que su marido podía estar traspasando los límites de la ley; deseaba creer que era un buen hombre en todos los aspectos. Parte de ella quería pensar que Will era también un buen hombre, así que se dispuso a creer cualquier cosa que le contase cuando le preguntara.
—¿Y esa mano?
—Le he pegado a uno. Al portero del edificio donde vive Anna.
Su sinceridad pilló a Sara fuera de juego, y tardó unos segundos en responder.
—¿Por qué?
Una vez más Will respondió con total sinceridad.
—Me sacó de quicio.
—¿Te va a causar eso problemas con tu jefa?
—Parece que no.
Sara se dio cuenta de que lo tenía en el pasillo, así que se hizo a un lado para dejarle pasar.
—Ese bebé tiene mucha suerte de que lo hayas encontrado. No sé si habría podido resistir un día más.
—Sí, es una excusa muy oportuna. —Will echó un vistazo a su alrededor, rascándose distraídamente el brazo—. Nunca había golpeado a un sospechoso. Había amenazado con hacerlo, pero es la primera vez que lo hago de verdad.
—Mi madre siempre me decía que existe una línea muy fina entre el nunca y el siempre. —Will parecía confuso, así que Sara se lo explicó—. Una vez que has hecho algo malo es más fácil volver a hacerlo otra vez, y luego otra, y sin darte cuenta empiezas a hacerlo de manera habitual sin que la conciencia te remuerda por ello.
Will se quedó mirándola durante casi un minuto. Sara se encogió de hombros.
—Depende de ti. Si no te gusta cruzar esa línea, no vuelvas a hacerlo. No permitas que se vuelva fácil.
La expresión de Will pasó de la sorpresa al alivio. Pero en lugar de reconocer lo que acababa de ocurrir, le dijo:
—Espero que
Betty
no te haya causado muchas molestias.
—Se ha portado muy bien. No ladra nada.
—No pretendía endilgártela de esta manera.
—No pasa nada —le tranquilizó Sara, aunque tenía que admitir que Faith Mitchell tenía razón esta mañana en cuanto a los motivos que tenía. Se había ofrecido a cuidar de la perra porque quería saber cómo iba el caso. Quería ayudarles en la investigación, volver a sentirse útil.
Will estaba de pie en medio del salón, con el terno arrugado y el chaleco un poco holgado, como si hubiera perdido peso últimamente. No había visto a nadie tan perdido en su vida.
—Siéntate, por favor —le dijo.
Will parecía indeciso, pero finalmente se sentó en el sofá encarado al de los perros. No lo hacía como la mayoría de los hombres, con las piernas separadas y los brazos abiertos apoyados en el respaldo. Era un hombre grande, pero daba la impresión de que se esforzaba mucho en no ocupar demasiado sitio.
—¿Has cenado? —preguntó Sara.
Will dijo que no con la cabeza y Sara puso la pizza sobre la mesita de café. Los perros estaban muy interesados en sus movimientos, así que se sentó con ellos en el sofá para mantenerlos a raya. Esperó a que Will cogiera una porción, pero se quedó sentado ahí, con las manos sobre las rodillas.