Will bajó un poco la radio al entrar en la ciudad. En lugar de ir por el centro pasó directamente a la I-85. Había más tráfico de lo habitual en la salida de Clairmont, así que cogió el camino más largo, rodeando el aeropuerto de DeKalb Peachtree y atravesando barrios en los que la diversidad cultural era tal que había letreros que ni siquiera Faith podría leer.
Una vez sorteado el tráfico llegó a su destino. Giró en la primera urbanización cerrada que había enfrente del hospital, sabiendo que lo mejor en una situación así era ser metódico. El guarda de la puerta fue muy educado, pero los Coldfield no figuraban en la lista de residentes. En la siguiente urbanización le dijeron lo mismo, pero al llegar al tercer complejo dio en el blanco.
—Henry y Judith. —El guarda de la puerta sonrió, como si fueran viejos amigos—. Creo que Hank está en el campo de golf, pero Judith estará en casa.
Will esperó mientras el guarda llamaba para que le dejaran pasar. Miró aquellos jardines tan cuidados y sintió una punzada de envidia. Will no tenía hijos ni familia de la que hablar. La jubilación era un asunto que le preocupaba, y había estado ahorrando desde su primer sueldo. No era partidario de las inversiones arriesgadas, así que no había invertido mucho en bolsa. La mayor parte del dinero la tenía invertida en bonos del Tesoro y obligaciones municipales. Le aterrorizaba acabar siendo un pobre viejo solitario en algún geriátrico público. Los Coldfield estaban disfrutando de la clase de jubilación que a él le gustaría tener: un simpático guarda de seguridad en la puerta, jardines cuidados y un centro social donde poder jugar a las cartas o a la petanca.
Pero sabiendo cómo funcionaban en realidad las cosas, seguro que Angie acabaría contrayendo alguna terrible y devastadora enfermedad que duraría lo suficiente como para acabar con sus ahorros antes de morirse.
—¡Adelante, joven! —El guarda le sonrió, mostrando su blanca dentadura bajo el poblado bigote gris—. Gire en la primera a la izquierda, luego a la derecha y estará en Taylor Drive. Es el 1693.
—Gracias —dijo Will, pero solo se quedó con el nombre de la calle y los números. El hombre le había hecho un gesto para indicarle hacia dónde debía girar la primera vez, así que cruzó la puerta y giró en esa dirección. Después de eso tendría que improvisar.
—Mierda —murmuró Will observando el límite de dieciséis kilómetros por hora mientras rodeaba el gran lago que había justo en el centro de la urbanización. Las casas tenían una sola planta y eran todas iguales: camino de gravilla, garajes con espacio para un solo coche y gran variedad de patos y conejos de piedra desperdigados por el impecable césped.
Había ancianos que habían salido a dar un paseo y le saludaban con la mano al pasar. Will les devolvía el saludo, probablemente para que pensaran que sabía por dónde iba. Que no era el caso. Detuvo el coche junto a una anciana que llevaba un mono de color lila. Portaba palos de esquí en las manos como si estuviera haciendo esquí de fondo.
—Buenos días —le saludó Will—. Estoy buscando el 1693 de Taylor Drive.
—¡Oh, Henry y Judith! —exclamó la esquiadora— ¿Es usted su hijo?
Will dijo que no con la cabeza.
—No, señora. —No quería alarmar a nadie, así que le dijo—: Soy solo un amigo.
—Lleva usted un coche muy bonito.
—Gracias, señora.
—Seguro que yo no podría subir —le dijo—. Y aunque pudiera, ¡sería incapaz de salir!
Will le rio la gracia por educación, tachando esa urbanización de la lista de lugares en los que le gustaría retirarse.
—¿Trabaja usted con Judith en el albergue para personas sin hogar? —le preguntó.
A Will no le habían hecho tantas preguntas desde que lo entrenaron para los interrogatorios en la academia del DIG.
—Sí, señora —mintió.
—Me compré esto en su tienda —dijo señalando el mono—. Parece nuevo, ¿eh?
—Es precioso —le aseguró Will, aunque el color parecía sobrenatural.
—Dígale a Judith que tengo varias chucherías para la tienda, si me envía el camión. —Le miró con expresión significativa—. A mi edad, una necesita ya muy pocas cosas.
—Sí, señora.
—Bueno. —La mujer asintió, complacida—. Siga por aquí a la derecha. —Will observó atentamente su mano—. Y a la izquierda está Taylor Drive.
—Gracias. —Se dispuso a arrancar, pero la anciana le detuvo—. Verá, la próxima vez será mejor que, nada más cuzar la puerta, gire a la izquierda, luego otra vez a la izquierda, y…
—Gracias —repitió Will arrancando el coche.
Si tenía que volver a hablar con algún vecino le iba a estallar la cabeza. Continuó avanzando lentamente, esperando haber acertado con la dirección. Sonó el móvil y casi lloró de alivio al comprobar que se trataba de Faith.
Con mucho cuidado, abrió el móvil y se lo acercó a la oreja.
—¿Qué tal te ha ido en el médico?
—Muy bien —le dijo—. Escucha, acabo de hablar con Tom Coldfield…
—¿Has quedado con él? Yo también.
—Jake Berman va a tener que esperar.
Will notó un nudo en el pecho.
—Ya he hablado con Jake Berman.
Faith se quedó callada. Demasiado.
—Faith, lo siento. Solo pensé que sería mejor que yo… —Will no sabía como terminar la frase. El teléfono se le empezó a escurrir de la mano y la línea se llenó de ruido. Esperó a que pasara y repitió—: Lo siento.
Faith le torturó durante un rato con su silencio, y cuando se decidió a hablar su tono era cortante y tenía la voz estrangulada.
—Yo no te trato de manera diferente porque tengas un problema.
No era cierto, pero Will sabía que no era el momento de discutirlo.
—Berman me ha dicho que Tom Coldfield estuvo en la escena del crimen. —Faith no le gritó, así que continuó—: Imagino que Judith lo llamó porque creía que Henry estaba sufriendo un ataque al corazón. Tom los siguió en su coche hasta el hospital. La policía apareció por allí cuando ya se habían ido todos.
Parecía que Faith no sabía si gritarle o comportarse como una policía. Como siempre, lo último se impuso.
—Por eso Galloway nos ha estado puteando. Estaba cubriéndole las espaldas al departamento de policía de Rockdale. —Pasó al siguiente problema—. Y Tom Coldfield no nos dijo que había estado en la escena del crimen.
Will hizo una pausa para evitar el ruido.
—Lo sé.
—Tiene treinta y tantos, más o menos mi edad. El hermano de Pauline era mayor, ¿no?
Will prefería hablar con ella en persona, su móvil estaba en las últimas.
—¿Dónde estás? —le preguntó.
—Estoy ya en la urbanización de los Coldfield.
—Bien —dijo, sorprendida de que hubiera sido capaz de llegar tan lejos solo—. Estoy muy cerca. Llego en dos minutos.
Will colgó y soltó el móvil en el asiento del copiloto. Se había salido otro cable de la carcasa. Era rojo, y eso no debía de ser buena señal. Miró por el retrovisor: la esquiadora se dirigía hacia él. Andaba deprisa, así que aceleró a veinticinco kilómetros por hora para alejarse de ella.
Las señales eran más grandes de lo normal, y los letreros estaban escritos en blanco sobre negro, lo que para Will era una pésima combinación. Giró en la primera calle que encontró, sin molestarse en leer ni la primera letra del cartel. El Mini de Faith destacaría de lejos entre los Cadillacs y los Buicks que conducían los jubilados.
Will llegó hasta el final de la calle, pero no vio ningún Mini. Dobló en la siguiente esquina y prácticamente se dio de bruces con la esquiadora. Ella le hizo un gesto con la mano para que bajara la ventanilla.
—¿Sí, señora? —le preguntó, con una amable sonrisa.
—Es ahí —le dijo, señalando la casa de la esquina.
En el jardín había una estatuilla de un jockey con la cara blanca recién pintada. Había dos cajas de cartón al lado del buzón, etiquetadas con rotulador negro.
—¿Supongo que no pensará llevárselas en ese coche tan pequeño? —le dijo la anciana.
—No, señora.
—Judith me ha dicho que su hijo va a pasarse luego con el camión. —Miró hacia arriba—. Más vale que no tarde mucho.
—Seguro que no tardará —le dijo Will. Pero esta vez no parecía tan dispuesta a continuar la conversación. La anciana se despidió con la mano y siguió su camino.
Will miró las cajas delante de la casa de Judith y Henry Coldfield, y le recordó la basura que Jacquelyn Zabel había sacado de casa de su madre, aunque se suponía que las cajas y las bolsas que Jackie había dejado en la acera no eran para tirar. Charlie Reed le había dicho que había tenido que espantar a unos que venían con un camión de la beneficencia justo antes de que llegaran Faith y Will. ¿Había mencionado específicamente la ONG Buena Voluntad o había utilizado el término como genérico, como hacía la gente con la aspirina o los kleenex?
Desde el principio, habían estado buscando una conexión física entre las víctimas, algo que todas ellas tuvieran en común. ¿Acababa de toparse con ella?
Se abrió la puerta principal y salió Judith, que descendió con cuidado los dos escalones del porche con una caja grande en los brazos. Will se bajó del coche y corrió hacia ella, llegando justo a tiempo de coger la caja antes de que se le cayera al suelo.
—Gracias —le dijo.
Judith se había quedado casi sin aliento y sus mejillas se sonrojaron.
—Llevo toda la mañana intentando sacar todo esto y Henry no ha sido capaz de echarme una mano. —Se fue hacia el bordillo—. Déjela aquí con las otras. Se supone que Tom vendrá dentro de un rato a llevárselas.
Will dejó la caja en la acera.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando como voluntaria en el refugio?
—Oh —dijo, y fue pensándolo de vuelta a la casa—, pues no lo sé. Desde que nos trasladamos aquí. Hará unos dos años, más o menos. Santo cielo, el tiempo pasa volando.
—Faith y yo estuvimos viendo un folleto el otro día. Había un listado de las empresas que lo patrocinan.
—Quieren sacar partido de sus inversiones. No hacen caridad porque sea lo correcto, sino para mejorar sus relaciones públicas.
—Recuerdo haber visto el logo de un banco en el folleto.
Incluso ahora recordaba la imagen de un ciervo de cuatro puntas en la parte inferior del folleto.
—Oh, sí. Buckhead Holdings. Donan la mayor parte del dinero, pero entre usted y yo, apenas llega.
Will notó una gota de sudor que le bajaba por la espalda. Olivia Tanner era la responsable de las relaciones con la comunidad de Buckhead Holdings.
—¿Y qué me dice de los asuntos legales? —preguntó—. ¿Hay algún bufete que atienda de forma gratuita los problemas del refugio?
Judith abrió la puerta principal.
—Hay un par de bufetes que nos echan una mano. Es un refugio para mujeres, ya sabe. Muchas de ellas necesitan ayuda para cumplimentar los papeles del divorcio, conseguir órdenes de alejamiento. Algunas tienen problemas con la ley. Es muy triste.
—¿Bandle & Brinks es uno de ellos? —preguntó Will, dándole el nombre del bufete en el que trabajaba Anna Lindsey.
—Sí —contestó Judith, sonriendo—. Nos ayudan mucho.
—¿Conoce usted a una mujer llamada Anna Lindsey?
Judith dijo que no con la cabeza según entraba en la casa.
—¿Es alguna mujer del refugio? Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero son tantas que no tengo ocasión de hablar con ellas individualmente.
Will entró con ella y echó un vistazo alrededor. La distribución era exactamente como se podía imaginar desde la calle: había un amplio salón que daba a un porche cubierto y al lago. La cocina estaba en el mismo lado de la casa que el garaje, y en el otro estaban los dormitorios. Todas las puertas que daban al pasillo estaban cerradas. Pero lo más sorprendente era que daba la impresión de que dentro de la casa hubiera estallado un huevo de Pascua gigante. Había adornos por todas partes, y conejos con trajes de color pastel por doquier. Diseminadas por el suelo, se veían varias cestas con huevos de plástico sobre un lecho de suave hierba verde.
—Pascua —dijo Will.
Judith sonrió abiertamente.
—Es mi segunda época favorita del año.
Will se aflojó la corbata, pues empezaba a sudar profusamente.
—¿Y eso?
—La Resurrección. El renacimiento de Nuestro Señor. La redención de todos nuestros pecados. El perdón es un don poderoso que lo transforma a uno. Lo veo en el refugio todos los días. Esas pobres mujeres, rotas, buscan la redención. Y no se dan cuenta de que no es algo que puedan obtener sin más. El perdón hay que ganárselo.
—¿Y se lo ganan?
—Teniendo en cuenta a qué se dedica, yo diría que conoce mejor que yo la respuesta a esa pregunta.
—¿Cree que hay mujeres que no lo merecen?
Judith dejó de sonreír.
—La gente cree que hemos avanzado mucho desde los tiempos de la Biblia, pero seguimos viviendo en una sociedad que desprecia a las mujeres, ¿no le parece?
—¿Como si fueran basura?
—Dicho así suena un poco duro, pero cada uno toma sus propias decisiones.
Will notó que el sudor comenzaba a empaparle la espalda.
—¿Siempre le ha gustado la Pascua? —le preguntó.
Le enderezó la pajarita a uno de los conejos.
—Supongo que en parte tiene que ver con que Henry solo tenía vacaciones en Navidad y en Pascua. Para nosotros eran épocas muy especiales. ¿No le encanta estar con la familia?
—¿Está Henry en casa? —preguntó Will.
—Ahora mismo no. —Le dio la vuelta a su reloj de muñeca—. Siempre llega tarde. Pierde la noción del tiempo con mucha facilidad. Se suponía que íbamos a ir al centro social cuando Tom se llevara a los niños.
—¿Trabaja Henry en el refugio?
—Oh, no.—Soltó una risita según entraba en la cocina—. Henry está muy ocupado disfrutando de su jubilación. Pero Tom sí viene a echar una mano cuando puede. Se queja, pero es un buen chico.
Will recordó que Tom estaba intentando arreglar un cortacésped cuando le vieron en la tienda benéfica.
—¿Suele trabajar en la tienda?
—No, no. Lo odia.
—¿Y qué hace, entonces?
Judith cogió una bayeta y la pasó por la encimera.
—Un poco de todo.
—¿Como por ejemplo?
La mujer dejó de frotar.
—Si una mujer necesita consejo legal se encarga de hablar con alguno de los abogados; si a uno de los niños se le derrama algo, coge una fregona. —Sonrió con orgullo—. Lo que le decía, es un buen chico.