—No quería comer —explicó la anciana—. Se negaba a comer. Nos pasábamos la vida de médico en médico. Nos gastamos hasta el último centavo en ayudarla, y ella nos lo pagó yendo a la policía y contándoles cosas horribles sobre Tom. Cosas verdaderamente horribles.
—¿Que le hacía daño?
Judith vaciló y asintió de forma casi imperceptible.
—Tom siempre ha tenido una naturaleza tierna. Pero Pauline era demasiado… —Meneó la cabeza, incapaz de encontrar las palabras—. Inventaba historias sobre él. Historias espantosas. Yo sabía que no podían ser ciertas. Incluso cuando era una niña decía mentiras. Siempre estaba buscando nuevas formas de hacer daño a la gente. De hacerle daño a Tom.
—Ese no es su verdadero nombre, ¿verdad?
Judith miraba algo por encima de su hombro, probablemente el mango del cuchillo.
—Tom es su segundo nombre. El primero es…
—¿Matías? —aventuró Will.
Judith asintió de nuevo y por un momento se permitió pensar en Sara Linton. Lo había dicho de broma, pero había acertado de pleno. «Encuentra a uno que se llame Matías y habrás encontrado a tu asesino.»
—Después de la traición de Judas, los apóstoles tuvieron que decidir quién les iba a ayudar a contar la historia de la resurrección de Jesús. —Por fin lo miró a los ojos—. Eligieron a Matías. Era un hombre santo, un fiel discípulo de nuestro Señor.
Will parpadeó para evitar que el sudor se le metiera en los ojos.
—Todas las mujeres que han desaparecido o muerto están relacionadas con su refugio. Jackie donó las cosas de su madre, el banco donde trabaja Olivia Tanner es uno de los patrocinadores, el bufete de Anna Lindsey se ocupa gratuitamente de sus asuntos legales. Ahí es donde Tom debió de conocerlas.
—¿Y cómo lo sabe?
—Dígame qué otra cosa pueden tener en común.
Judith le miró fijamente a los ojos y Will pudo leer la desesperación en su rostro.
—Pauline —dijo—, ella podría…
—Pauline ha desaparecido, señora Coldfield. La secuestraron en un aparcamiento hace dos días. Delante de su hijo de seis años.
—¿Tiene un hijo? —preguntó Judith boquiabierta—. ¿Pauline tiene un niño?
—Felix, su nieto.
Judith se llevó la mano al pecho.
—Los médicos nos dijeron que nunca podría… No lo entiendo. ¿Cómo ha podido tener un hijo? Dijeron que nunca podría quedarse…
Meneaba la cabeza con aire incrédulo.
—¿Su hija padecía un trastorno de la alimentación?
—Buscamos ayuda, pero al final… —Movió la cabeza, como si todo fuera inútil—. Tom la chinchaba con su peso, pero todos los hermanos pequeños hacen rabiar a sus hermanas mayores. Él nunca quiso hacerle daño. Nunca fue su intención…
La mujer hizo una pausa para sobreponerse. Se abrió una grieta en su fachada cuando se permitió considerar la posibilidad de que su hijo fuera realmente el monstruo que le estaba describiendo Will. Pero se recuperó de inmediato y meneó la cabeza enérgicamente.
—No, no le creo. Tom jamás le haría daño a nadie.
El cuerpo de Will comenzó a temblar. Seguía sin perder mucha sangre, pero solo conseguía apartar el dolor de su mente durante un minuto. No podía sujetar la cabeza, o tenía que parpadear para que el sudor no le entrara en los ojos, y entonces el dolor era insoportable. La oscuridad seguía llamándole, seguía teniendo la tentación de dejarse llevar. Cerró los ojos por unos segundos, luego unos segundos más. Se obligó a despertar alzando bruscamente la cabeza y aullando de dolor.
—Necesita ayuda —dijo Judith—. Debería ir a buscar ayuda.
Pero la mujer no se movió. El teléfono volvió a sonar y ella se limitó a mirarlo.
—Hábleme de la cueva.
—Yo no sé nada de eso.
—¿A su hijo le gustaba excavar hoyos?
—A mi hijo le gusta ir a la iglesia. Adora a su familia. Le gusta ayudar a la gente.
—Hábleme del número once.
—¿Y qué quiere que le diga?
—Tom parece sentir preferencia por ese número. ¿Tiene algo que ver con su nombre?
—Le gusta, eso es todo.
—Judas traicionó a Jesús. Había once apóstoles hasta que llegó Matías.
—Conozco perfectamente la Biblia.
—¿Pauline la traicionó? ¿Se sentía usted incompleta hasta que llegó su hijo?
—Eso que dice no tiene sentido para mí.
—Tom está obsesionado con el número once —le explicó Will—. Le arrancó la undécima costilla a Anna Lindsey. Le metió once bolsas de basura en la vagina.
—¡Basta! —gritó—. No quiero oír nada más.
—Las electrocutó. Las torturó y las violó.
—¡Solo intentaba salvarlas! —chilló Judith.
Sus palabras resonaron por la diminuta habitación como una bola de
pinball
al chocar contra los topes metálicos.
Judith se cubrió la boca con la mano, horrorizada.
—Usted lo sabía —dijo Will.
—Yo no sabía nada.
—Tiene que haberlo visto en las noticias. Los nombres de algunas de las mujeres se han hecho públicos. Tuvo que reconocerlos por su trabajo en el refugio. Vio a Anna Lindsey en la carretera después de que Henry la atropellara. Llamó a Tom para que se ocupara de ella, pero había demasiada gente alrededor.
—No.
—Judith, usted conoce…
—Conozco a mi hijo —insistió—. Si estuvo con esas mujeres sería porque intentaba ayudarlas, nada más.
—Judith…
La mujer se puso de pie y Will se percató de que estaba furiosa.
—No voy a seguir escuchando sus mentiras sobre mi hijo. Lo he criado desde que era un bebé. Lo he tenido entre… —juntó los brazos como si estuviera acunando a un recién nacido—. Lo apreté contra mi pecho y juré que lo protegería.
—¿Y no hizo eso con Pauline, también?
Su rostro carecía ahora de toda expresión.
—Si Tom no viene tendré que ocuparme de usted yo misma. —Cogió un cuchillo de un taco de madera—. No me importa pasar el resto de mi vida en la cárcel. No voy a permitir que destruya a mi hijo.
—¿Está segura de poder hacerlo? Apuñalar a alguien por la espalda no es lo mismo que hacerlo de frente.
—No voy a permitir que le haga daño. —Sujetaba el cuchillo con ambas manos—. No lo voy a permitir.
—Suelte el cuchillo.
—¿Qué le hace pensar que puede decirme lo que tengo que hacer?
—Mi jefa está detrás de usted, apuntándole a la cabeza con un revólver.
La mujer se sobresaltó, emitiendo un gemido al volver la cabeza y ver a Amanda al otro lado de la ventana. Sin previo aviso, Judith alzó el cuchillo y se dispuso a clavarlo en el pecho de Will. La ventana explotó y la anciana cayó al suelo justo delante de él, con el cuchillo todavía en la mano. La sangre formó un círculo perfecto en la parte de atrás de su blusa.
Will oyó el golpe al abrirse la puerta. Un montón de gente irrumpió en la casa, se oyeron fuertes pisadas, una voz dando órdenes enérgicamente, y ya no pudo percibir nada más. Dejó caer la cabeza y el dolor le perforó hasta el alma. Medio inconsciente, vio los tacones de Amanda. Se arrodilló junto a él. Su boca se movía, pero no podía oír lo que estaba diciendo. Quería preguntarle por Faith, por su bebé, pero resultaba demasiado fácil dejarse arrastrar por la oscuridad.
Resultaba difícil mirar a Pauline McGhee, incluso con su hijo sentado en el regazo. Tenía la boca destrozada después de romper a mordiscos la malla de alambre, así que no se le entendía muy bien cuando hablaba, pues le habían cosido los labios. Los diminutos puntos que sujetaban la piel le daban un aspecto como de Frankenstein. Y sin embargo resultaba difícil sentir simpatía por ella, quizás porque seguía refiriéndose a Faith como «esa zorra».
—Pues no sé qué puedo decirte, zorra —le dijo—. Llevo veinte años sin ver a mi familia.
Will se revolvía en su asiento, al lado de Faith. Tenía el brazo en cabestrillo y en la expresión de su cara se podía leer el dolor, pero había insistido en estar presente durante la entrevista. Faith no podía culparle por querer respuestas. Por desgracia, empezaba a quedar claro que no las iban a obtener de Pauline.
—Tom ha vivido en dieciséis ciudades diferentes en los últimos treinta años —le explicó Will—. Hemos encontrado casos similares en doce de ellas: mujeres que fueron secuestradas y de las que nadie volvió a saber. Siempre desaparecían por parejas. Dos mujeres al mismo tiempo.
—Sé lo que es una puta pareja.
Will abrió la boca para hablar, pero Faith alargó el brazo por debajo de la mesa y le apretó la rodilla. Sus tácticas habituales no estaban funcionando. Pauline McGhee era una superviviente, dispuesta a pasar por encima de quien hiciera falta con tal de salvar el pellejo. Había dejado inconsciente a patadas a Olivia Tanner para asegurarse de que sería la primera en abandonar el sótano. Habría estrangulado a su hermano con sus propias manos si Faith no la hubiera detenido. No era alguien a quien se pudiera llegar a través de la empatía.
Faith se arriesgó.
—Pauline, déjate de gilipolleces. Sabes que puedes marcharte cuando quieras. Si aún estás aquí será por algo.
La mujer miró a Felix y le acarició el pelo. Por un instante, Pauline McGhee casi pareció un ser humano. El niño tenía algo capaz de transformarla, y Faith entendió de repente que esa aparente dureza era un escudo protector que tan solo Felix podía traspasar. El niño se había quedado dormido en sus brazos en cuanto su madre se sentó a la mesa de juntas. Se metía el dedo en la boca, y Pauline se lo sacó varias veces antes de rendirse. Faith entendía perfectamente que no quisiera perder de vista a su hijo, pero aquella conversación no era la más apropiada para los oídos de un niño.
—¿De verdad pensabas dispararme? —preguntó Pauline.
—¿Qué? —dijo Faith, aunque sabía perfectamente a qué se refería Pauline.
—En el pasillo. Le habría matado. Quería matarle.
—Soy oficial de policía —respondió Faith—. Mi trabajo es salvar y proteger vidas humanas.
—¿Proteger esa vida? —le preguntó Pauline con incredulidad—. Sabes perfectamente lo que ha hecho ese hijo de puta.
Señaló a Will con la barbilla.
—Escucha a tu compañero. Mi hermano ha matado como mínimo a dos docenas de mujeres. ¿De verdad crees que merece un juicio? —Besó la cabeza de Felix—. Deberías haberme dejado matarlo. Estrangularlo como a un chucho de mierda.
Faith no respondió, más que nada porque no había nada que decir. Tom Coldfield no había hablado. No se jactaba de sus crímenes ni se había ofrecido a decirles dónde tenía enterrados los cadáveres a cambio de que le perdonaran la vida. Estaba firmemente decidido a ir a la cárcel, probablemente al corredor de la muerte. No había pedido nada más que pan y agua y su Biblia, que tenía tantas anotaciones en los márgenes que apenas se podía leer.
Sin embargo, Faith se había pasado las últimas noches dando vueltas en la cama, reviviendo aquellos segundos en el pasillo. A veces dejaba que Pauline matara a su hermano, y otras veces tenía que acabar disparándole a la mujer. Ninguna de las dos opciones le convencía, así que había terminado por resignarse y asumir que esa clase de emociones solo se curan con el tiempo. El proceso de pasar página resultaba más fácil ahora que el caso ya no era asunto suyo ni de Will. Como Matthias Thomas Cold-field había cometido sus crímenes en diversos estados, ahora era problema del FBI. Solo le habían permitido entrevistarse con Pauline porque suponían que existía un vínculo entre ambas. Nada más lejos de la realidad.
O a lo mejor no.
—¿De cuánto estás? —le preguntó Pauline.
—De diez semanas —respondió Faith.
Cuando los de la ambulancia llegaron a casa de Tom Cold-field estaba al borde de la locura. No podía dejar de pensar en su bebé, en si estaría a salvo o no. Incluso después de ver latir su corazón en el monitor fetal Faith siguió llorando, suplicándole a los TES que la llevaran al hospital. En aquel momento estaba segura de que se equivocaban, de que algo terrible había sucedido. Curiosamente, la única persona que fue capaz de convencerla de lo contrario fue Sara Linton.
Mirándolo por el lado bueno, toda su familia sabía ya que estaba embarazada gracias a las enfermeras del Grady, que se habían referido a ella como «esa policía embarazada tan histérica» todo el tiempo que había permanecido en urgencias.
Pauline acarició de nuevo el pelo de Felix.
—Me puse muy gorda cuando estaba embarazada de él. Fue muy desagradable.
—Es difícil —admitió Faith—. Pero merece la pena.
—Supongo. —Rozó la cabeza de su hijo con sus maltrechos labios—. Es lo único bueno que tengo.
Faith solía decir lo mismo de Jeremy, pero ahora, viendo a Pauline McGhee, se daba cuenta de la suerte que tenía. Faith tenía a su madre, que la quería pese a todos sus defectos. Tenía a Zeke, aunque se hubiera trasladado a Alemania para huir de ella. Tenía a Will, y para bien o para mal, tenía a Amanda. Pauline no tenía a nadie; solo a un niño pequeño que la necesitaba desesperadamente.
—Cuando tuve a Felix me dio por pensar en ella, en Judith —dijo Pauline—. ¿Por qué me odiaba tanto?
Miró a Faith como si esperara una respuesta.
—No lo sé —respondió—. No entiendo cómo alguien puede odiar a su propia hija. A cualquier niño, en realidad.
—Bueno, hay niños que dan asco, pero tu propia hija…
Pauline se quedó callada durante un buen rato, y Faith se preguntó si habrían vuelto a la casilla de salida.
—Necesitamos saber por qué ha sucedido todo esto, Pauline —dijo Will—. Yo necesito saberlo.
Pauline miraba por la ventana con aire distraído, con su hijo cerca del corazón. Cuando empezó a hablar lo hizo en voz tan baja que Faith tuvo que aguzar el oído para entenderla.
—Mi tío me violaba.
Faith y Will se quedaron callados, dejándole espacio para que se sintiera cómoda.
—Yo tenía tres años —les confesó Pauline—, luego cumplí cuatro, y después cinco. Un día, por fin, me decidí a contárselo a mi abuela. Pensé que la muy bruja me salvaría, pero le dio la vuelta y empezó a decir que yo era una niña diabólica. —Torció el gesto con rencor—. Mi madre les creyó a ellos, en lugar de a mí. Se puso de su lado, como siempre.
—¿Y qué sucedió entonces?
—Nos mudamos. Siempre nos mudábamos cuando las cosas se ponían feas. Papá pedía el traslado en el trabajo, vendíamos la casa y volvíamos a empezar. Otra ciudad, otro colegio, pero la misma situación de mierda.