¿Dónde estaban los niños? A lo mejor estaban jugando afuera. Faith cerró el armario y miró por el ventanuco. El jardín de atrás estaba vacío; ni siquiera había columpios ni una casita en el árbol. Quizá estaban durmiendo la siesta para estar frescos cuando vinieran los abuelos. Faith nunca había dejado que Jeremy se echara la siesta antes de que sus padres vinieran a visitarles. Quería que terminaran de agotarlo para que luego durmiera de un tirón hasta la mañana siguiente.
Exhaló un hondo suspiro según se sentaba en la taza, que estaba al lado del lavabo. Estaba un poco mareada, probablemente a consecuencia del calor. O a lo mejor era el azúcar. En la consulta del médico lo tenía bastante alto.
Se colocó el bolso sobre las rodillas y se puso a buscar el glucosómetro. Delia Wallace tenía una variada colección de glucosómetros en la pared de su consulta. La mayoría eran muy baratos o gratuitos, porque con lo que de verdad hacían dinero era con las tiritas reactivas. Cada fabricante tenía la suya, así que una vez que elegías un determinado glucosómetro tenías que seguir usándolo de por vida. A menos que se te cayera al suelo y se rompiera.
—Mierda —murmuró Faith, agachándose para coger el aparato, que se le había deslizado y había ido a parar al lado de la pared. Oyó un leve pero sonoro ruido proveniente del objeto.
Faith lo cogió del suelo, preguntándose si se habría roto. La pantalla seguía marcando cero, a la espera de la tirita. Agitó el glucosómetro y se lo acercó a la oreja para volver a escuchar el ruido. Se agachó y trató de volver a ponerlo en la misma posición que estaba cuando oyó el ruido. Volvió a oírlo, pero esta vez el sonido era alto y frenético.
Y no venía del glucosómetro.
¿Sería un gato? ¿Algún animal atrapado en las tuberías de la calefacción? Unas Navidades, el jerbo de Jeremy se murió en la secadora, y Faith prefirió vendérsela a un vecino para no tener que ver la carnicería. Pero fuera lo que fuese estaba vivo, y obviamente pretendía seguir con vida. Se agachó por tercera vez, acercándose a la rejilla de la calefacción que había junto a la base de la taza.
El ruido se oía ahora con más claridad, pero amortiguado. Faith se puso de rodillas, y pegó la oreja a la rejilla. Parecía que decía algo.
Socorro.
No era un animal. Era una mujer que pedía socorro.
Faith metió la mano en el bolso y sacó la funda de terciopelo en la que guardaba su Glock cuando no la llevaba a la cintura. Tenía las manos sudorosas.
De repente llamaron a la puerta con los nudillos: era Darla.
—¿Está usted bien, agente Mitchell?
—Estoy bien —mintió Faith, intentando que su voz no la delatara. Cogió el móvil, tratando de ignorar el temblor de sus manos—. ¿Ha llegado ya Tom?
—Sí —respondió la mujer, y no dijo nada más. Tan solo esa única palabra flotando en el aire.
—¿Darla? —No hubo respuesta—. Darla, mi compañero viene para acá. Llegará en cualquier momento. —El corazón le latía con tal fuerza que le dolía el pecho—. ¿Darla?
Volvieron a golpear la puerta, pero esta vez más fuerte. Faith soltó el móvil y cogió el revólver con ambas manos, dispuesta a disparar contra quien se atreviera a entrar en el baño. La Glock no tenía un seguro convencional, solo se disparaba si apretabas el gatillo hasta el fondo. Faith apuntó al centro de la puerta, preparándose para darle con todas sus fuerzas.
Nada. Nadie entró por la puerta. El pomo no se movía. Rápidamente miró hacia abajo, buscando su móvil. Estaba detrás de la taza. Continuó apuntando hacia la puerta mientras se agachaba para recoger el teléfono.
Seguía cerrada.
Las manos le sudaban de tal forma que sus dedos resbalaban sobre las teclas. Se equivocó al marcar el número y maldijo entre dientes. Estaba intentando marcarlo otra vez cuando vio que se abría la puerta del armario que tenía detrás.
Se dio la vuelta y se encontró apuntando con el revólver al pecho de Darla. Faith lo comprendió todo de repente: la puerta falsa en la pared del armario, la lavadora al otro lado, la Taser en las manos de la señora Coldfield.
Faith se inclinó hacia un lado y apretó el gatillo sin molestarse en apuntar. Los electrodos de la Taser le pasaron de largo y los cables brillaron a la potente luz de las bombillas mientras los electrodos se estrellaban contra la pared.
Darla seguía allí de pie, con la Taser en las manos. Por encima de su hombro Faith vio un desconchón en el yeso de la pared.
—No se mueva —le advirtió Faith, apuntando al pecho de Darla mientras con la otra mano buscaba el pomo de la puerta—. Hablo en serio. No se mueva.
—Lo siento —murmuró la mujer.
—¿Dónde está Tom? —Al ver que no respondía, Faith gritó—. ¿Dónde coño está Tom?
Darla se limitó a menear la cabeza. Faith abrió la puerta y salió de espaldas sin dejar de apuntarle.
—Lo siento mucho —repitió la mujer.
Dos fuertes brazos agarraron a Faith por detrás; era un hombre, pues su cuerpo era duro y tenía mucha fuerza. Tenía que ser Tom. La cogió en volandas y, sin pensarlo, Faith apretó el gatillo apuntando hacia el suelo. Darla seguía delante del armario y Faith disparó de nuevo, pero esta vez apuntando a la mujer para que encontraran el casquillo y pudieran identificar su arma. Falló el tiro, y Darla se agachó y se apartó, cerrando tras de sí la puerta del armario.
Faith disparó otra vez, y otra, mientras Tom la arrastraba por el pasillo. Apretó la muñeca de Faith con fuerza, y sintió un dolor tan fuerte que pensó que le había roto los huesos. Agarró el revólver todo lo que pudo, pero Tom tenía demasiada fuerza. Soltó el arma y empezó a darle patadas mientras intentaba agarrarse a lo que fuera: el marco de la puerta, la pared, el pomo de la puerta del sótano. Todos los músculos de su cuerpo aullaban de dolor.
—Pelea —gruñó Tom, y sus labios estaban tan cerca de la oreja de Faith que casi le parecía que estaba dentro de su cabeza. Se percató de que el cuerpo del hombre respondía a la pelea, el placer que sentía con su miedo.
Faith sintió que la rabia se apoderaba de ella y le infundía valor. Anna Lindsey, Jacquelyn Zabel, Pauline McGhee, Olivia Tanner. Ella no iba a ser otra de sus víctimas. No iba a acabar en el anatómico. No iba a abandonar a su hijo. No iba a perder a su hijo.
Se volvió y arañó la cara de Tom, clavándole las uñas en los ojos. Utilizó todo su cuerpo —las manos, los pies, los dientes— para defenderse. No iba a tirar la toalla. Le mataría con sus propias manos si era necesario.
—¡Sácame de aquí! —gritó una voz que venía del sótano. El grito le sorprendió. Por una décima de segundo dejó de luchar, y Tom también. La puerta tembló—. ¡Sácame de aquí de una puta vez!
Faith volvió en sí. Empezó a darle patadas, a pegarle con las manos y a hacer todo lo que se le ocurría para librarse de él. Tom seguía atenazándola con sus fuertes brazos. Quien fuera que estuviese en el sótano estaba aporreando la puerta, intentando echarla abajo. Faith gritó a pleno pulmón:
—¡Socorro! ¡Ayúdeme!
—¡Hazlo! —rugió Tom.
Darla estaba al final del pasillo, con la Taser recargada en la mano. Faith vio la Glock a los pies de la mujer.
—¡Hazlo! —le ordenó Tom, aunque los golpes en la puerta ahogaban su voz—. ¡Dispara ya!
Faith solo podía pensar en el hijo que llevaba dentro, en aquellos diminutos deditos, en el delicado latido de su corazón dentro de su minúsculo pecho. Se quedó completamente laxa, con los músculos relajados. Tom no esperaba esa reacción y se tambaleó al tener que sostener todo su peso de repente. Los dos cayeron al suelo. Faith se arrastró y alargó la mano para coger el arma, pero él tiró de ella como si fuera un pez atrapado en el anzuelo.
La puerta se abrió de golpe y saltó en pedazos. Una mujer salió corriendo tropezándose por el pasillo y gritando obscenidades. Tenía las manos atadas a la cintura y los pies encadenados, pero se abalanzó sobre Tom con la precisión de un láser.
Faith aprovechó la distracción para coger la Glock y se retorció para apuntar a los cuerpos que se revolcaban por el suelo.
—¡Hijo de puta! —gritó Pauline McGhee.
Estaba de rodillas sobre el pecho de Tom, inclinada sobre él. Tenía las manos esposadas a un cinturón que llevaba alrededor de la cintura, pero logró colocárselas alrededor del cuello.
—¡Muérete! —gritó con la boca deshecha y escupiendo sangre. Tenía los labios destrozados y la mirada de una maníaca. Cargaba todo su peso sobre el cuello de Tom.
—¡Alto! —logró decir Faith, con la voz ronca. Sintió un fuerte y punzante dolor en el vientre, como si algo se hubiera desgarrado en su interior, pero continuó apuntando al pecho de Pauline. Aún le quedaba medio cargador en la Glock y estaba dispuesta a usarlo si no tenía más remedio—. Apártate de él.
Tom seguía peleando, clavándole los dedos a Pauline. Esta apretó más fuerte, apoyándose en sus rodillas, cargando todo su peso sobre el cuello de Tom.
—Mátale —le suplicó Darla. Estaba acurrucada junto a la puerta del baño, con la Taser a su lado, en el suelo—. Por favor… mátale.
—Para —le advirtió Faith a Pauline, esperando que no le temblara la mano que sujetaba el revólver.
—Deja que lo haga —le suplicó Darla—. Por favor, déjala.
Faith se puso en pie aullando de dolor. Apuntó a Pauline directamente a la cabeza y habló con voz lo más serena posible.
—Apártate ahora mismo o aprieto este puto gatillo, como hay Dios.
Pauline alzó la vista. Sus miradas se encontraron y Faith deseó que la expresión de su rostro fuera implacable, aun cuando lo único que quería era caer de rodillas y rezar para no perder al bebé que llevaba dentro.
—Déjalo ya —le ordenó Faith.
Pauline se tomó su tiempo antes de obedecer, como si pensara que manteniendo la presión un segundo más se saldría con la suya. Se sentó en el suelo con las manos atadas. Tom rodó sobre su cuerpo y se puso a toser tan fuerte que se convulsionó por el esfuerzo.
—Llamen a una ambulancia —dijo Faith, pero nadie se movió. Su mente se aceleró, su visión empezaba a nublarse. Tenía que llamar a Amanda. Tenía que encontrar a Will. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había llegado?
—¿A usted qué le pasa? —le preguntó Pauline, mirando a Faith con encono.
A Faith la cabeza le daba vueltas. Se apoyó en la pared, intentando no desmayarse. Sintió algo húmedo entre las piernas. Otro retortijón, casi como una contracción.
—Llamen a una ambulancia —repitió.
—Basura… —murmuró Tom Coldfield—. No sois más que basura.
—Cállate —le espetó Pauline.
—Aparta a esta mujer de mí… —dijo Tom con voz ronca—. Y tira la llave después…
—Cállate —repitió Pauline con los dientes apretados.
Tom emitió un sonido gutural. Estaba riéndose.
—«Oh, Absalón, me he alzado».
Pauline forcejeó para ponerse de rodillas.
—Vas a ir derecho al infierno, cabrón enfermo.
—No —le advirtió Faith, alzando de nuevo su revólver—. Busca un teléfono.
Miró a Darla por encima de su hombro.
—Coge mi móvil del baño —le dijo.
Pauline se inclinó sobre Tom y Faith volvió bruscamente la cabeza.
—No —repitió.
Pauline sonrió maliciosamente, su boca parecía la de una calabaza de Halloween. En lugar de volver a colocar sus manos alrededor del cuello de Tom Coldfield, le escupió en la cara.
—En Georgia está vigente la pena de muerte, hijo de puta. ¿Por qué crees que me trasladé aquí?
—Espera —dijo Faith desconcertada—, ¿le conoces?
Los ojos de la mujer centellearon con un odio infinito.
—Pues claro que le conozco, zorra ignorante. Es mi hermano.
Will estaba tendido de lado en el suelo de la cocina de Judith Coldfield, viéndola llorar con la cara enterrada entre sus manos. Le picaba la nariz, y era curioso que eso le molestara, pues tenía un cuchillo de cocina clavado en la espalda; al menos creía que era un cuchillo de cocina. Cada vez que intentaba girar la cabeza, el dolor se volvía tan intenso que le daba la sensación de que se iba a desmayar.
No sangraba demasiado. Lo realmente peligroso era que el cuchillo se moviera, que se saliera de la vena o arteria afectada y empezara a desangrarse. Si lo pensaba en términos puramente mecánicos, la hoja de acero estaba clavada entre el músculo y el tendón, y eso hacía que la cabeza le diera vueltas. Tenía el cuerpo empapado en sudor y empezaba a sentir escalofríos. Curiosamente, mantener el cuello erguido era lo más difícil. Tenía los músculos tan tensos que su cabeza palpitaba con cada latido. Si los relajaba un segundo, el dolor que sentía en los hombros le traía a la boca el sabor del vómito.
—Es un buen chico —le dijo Judith sin levantar la cara de las manos—. Usted no sabe lo bueno que es.
—Cuéntemelo. Dígame por qué cree que es bueno.
La petición la cogió por sorpresa. Por fin se quitó las manos de la cara y le miró, y al parecer se percató de que la vida de Will estaba en peligro.
—¿Le duele?
—Pues sí, me duele mucho —admitió—. Tengo que llamar a mi compañera. Tengo que saber si está bien.
—Tom nunca le haría daño.
El hecho de que se sintiera obligada a decirlo hizo que la sangre de Will se le helara en las venas. Faith era una buena policía. Sabía cuidar de sí misma, excepto si no podía. Hacía unos días se había desmayado, se había derrumbado en el suelo del aparcamiento de los tribunales. ¿Y si volvía a desmayarse? ¿Y si se desmayaba y, al despertar, se encontraba en otra cueva, en otra cámara de tortura excavada por Tom Coldfield?
Judith se limpió los ojos con el dorso de la mano.
—No sé qué hacer…
Will no creía que fuera a aceptar sugerencias.
—Pauline Seward se fue de Ann Arbor, Michigan, hace veinte años. Tenía entonces diecisiete.
Judith apartó la vista.
—Según el expediente de su desaparición, se fue de casa porque su hermano abusaba de ella —aventuró Will.
—Eso no es cierto. Pauline era… ella se lo inventó.
—He leído el informe —mintió Will—. Vi lo que su hermano le hizo.
—Él no le hizo nada —insistió Judith—. Pauline se lo hizo ella sola.
—¿Se hacía daño a sí misma?
—Se hacía daño, sí. Se inventaba cosas. Siempre andaba causando problemas, desde el mismo momento en que nació.
Will debería haberlo imaginado.
—Pauline es su hija. —Judith asintió, evidentemente disgustada por el hecho—. ¿Qué clase de problemas causaba?