—¿Sabías que era él cuando te llamó?
—Joder, no. Habría cogido a Felix y habríamos huido.
—¿Para qué te llamó?
—Ya te lo he dicho. Fue una llamada de contacto. —Movió la cabeza con expresión incrédula—. Me habló del refugio, me dijo que aceptaban donaciones a cambio de recibos en blanco. Tenemos clientes muy ricos, y donan sus muebles viejos por la desgravación fiscal. Les hace sentir menos culpables por deshacerse de un salón de cincuenta mil dólares para sustituirlo por uno de ochenta mil.
Faith no podía siquiera concebir tales cifras.
—Así que decidiste recomendarles el refugio a vuestros clientes.
—Estaba cabreada con los de la ONG Goodwill. No vienen cuando les llamas, te dicen que pasarán entre las diez y las doce, por ejemplo. ¿Quién puede pasarse dos horas esperando? Mis clientes son millonarios, no pueden pasar toda la mañana esperando a que aparezca un perroflauta para llevarse los muebles. Tom dijo que con el refugio podíamos concertar una hora exacta y que serían puntuales. Y siempre lo eran. Eran amables y limpios, cosa muy rara. Se lo recomendé a todo el mundo. —Se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Se lo conté a todo el mundo.
—¿Incluidas las mujeres del chat?
Pauline se quedó callada.
Faith le contó lo que habían averiguado en los últimos días.
—El bufete de Anna Lindsey empezó a prestar asistencia jurídica al refugio hace seis meses. Olivia Tanner se convirtió en su principal benefactor el año pasado. Jackie Zabel llamó al refugio para que recogieran las cosas de casa de su madre. Alguien tuvo que hablarles del refugio.
—Yo no… No lo sabía.
Todavía no habían conseguido entrar en el chat. El sitio era demasiado sofisticado, y crackear las contraseñas ya no era una prioridad para el FBI, pues ya tenían a su hombre en la cárcel. Sin embargo, Faith necesitaba que se lo confirmara. Tenía que oírlo de labios de Pauline.
—Publicaste algún post hablando del refugio, ¿verdad?
Pauline no contestó.
—Cuéntamelo —dijo Faith, y por algún motivo, la petición funcionó.
—Sí, lo publiqué.
Faith no se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Exhaló el aire lentamente.
—¿Cómo supo Tom que todas padecían desórdenes de la alimentación?
Pauline alzó la vista. Sus mejillas empezaban a recobrar el color.
—¿Cómo os enterasteis vosotros?
Faith se quedó reflexionando unos segundos. Lo sabían porque habían investigado las vidas de las mujeres de forma tan metódica como lo había hecho Tom Coldfield. Este las seguía, las espiaba en sus momentos más íntimos. Y ninguna de ellas se había dado cuenta.
—¿La otra mujer está bien? —preguntó Pauline— La que estaba conmigo en el sótano.
—Sí. —Olivia Tanner estaba lo suficientemente recuperada como para negarse a hablar con la policía.
—Es una zorra muy dura.
—Tú también —le dijo Faith—. Hablar con ella podría ayudarte.
—No necesito ayuda.
Faith no se molestó en discutir.
—Sabía que Tom acabaría encontrándome —dijo Pauline—. Yo no dejaba de entrenar. Quería asegurarme de que podría aguantar sin comer. Quería asegurarme de que podría sobrevivir. Cuando nos cogió a Alex y a mí siempre iba a por la que gritaba más, a por la que se desmoronaba primero. Quería asegurarme de que esa no sería yo. Así fue como me ayudé yo solita.
—¿Tu padre nunca preguntó por qué tu madre quería mudarse y cambiarse de nombre? —le preguntó Will.
—Ella le dijo que era para que Tom pudiera empezar de nuevo, para que todos pudiéramos empezar de nuevo. —Se echó a reír amargamente y se dirigió a Faith—. Siempre gira todo alrededor de los chicos, ¿verdad? Las madres y sus hijos varones. A las hijas que les den por saco. A quien verdaderamente quieren es a los chicos.
Faith se llevó la mano a la barriga. Aquel gesto se había convertido en algo natural en los últimos días. Desde el principio había creído que la criatura que llevaba dentro era un chico; otro Jeremy que le haría dibujos y le cantaría canciones. Otro meoncete que presumiría delante de sus amigos de que su mamá fuera policía. Otro chaval que sería respetuoso con las mujeres. Otro adulto que sabría por su madre soltera lo duro que era pertenecer al bello sexo.
Ahora Faith rezaba para que fuera una niña. Todas las mujeres que habían conocido durante la investigación de aquel caso habían encontrado la manera de odiarse a sí mismas mucho antes de tropezarse con Tom Coldfield. Todas ellas estaban acostumbradas a privar a sus cuerpos de todo: desde el alimento hasta el calor de algo tan esencial como el amor. Faith quería mostrarle otro camino a su hija. Quería a una niña para poder criarla de modo que tuviera la oportunidad de quererse a sí misma. Quería ver a esa niña crecer para convertirse en una mujer fuerte que supiera cuál era su valor en el mundo. Y no quería que ninguno de sus hijos conociera nunca a una mujer tan amargada y lisiada como Pauline McGhee.
—Judith está en el hospital —le dijo Will—. La bala no le alcanzó el corazón.
Las aletas de la nariz de Pauline se dilataron. Los ojos se le llenaron de lágrimas y Faith se preguntó si alguna parte de ella, por pequeña que fuese, todavía quería conservar algún tipo de vínculo con su madre.
—Puedo llevarte a verla, si quieres —le ofreció Faith.
Pauline se secó las lágrimas y soltó una carcajada seca.
—Ni se te ocurra, zorra. Ella nunca ha estado ahí para cuidarme, y te juro por lo más sagrado que yo no voy a estar ahí para cuidarla a ella. —Se cambió a su hijo de brazo—. Tengo que llevarle a casa.
—Si pudieras al menos… —dijo Will.
—Si pudiera, ¿qué?
Will no sabía qué responder. Pauline se levantó y se fue hacia la puerta, intentando sujetar a Felix mientras tiraba del pomo.
—Seguramente el FBI querrá ponerse en contacto contigo —le dijo Faith.
—Pues me pueden besar el culo. —Consiguió abrir la puerta—. Y vosotros también.
Faith se quedó mirándola mientras se alejaba por el pasillo, cambiándose a Felix de brazo al doblar la esquina de camino a los ascensores.
—Dios —exclamó Faith en voz baja—. Resulta difícil sentir lástima por ella.
—Hiciste lo correcto —le dijo Will.
Faith volvió a verse en aquel pasillo con Tom, apuntando a la cabeza de Pauline, con Tom forcejeando en el suelo. No les entrenaban para herir a los sospechosos, les entrenaban para disparar una andanada de balas directas al pecho.
A menos que una fuera Amanda Wagner, en cuyo caso hacía un solo disparo que causaba el daño suficiente para reducir al sospechoso pero no para matarlo.
—Si tuvieras que volver a hacerlo, ¿dejarías que Pauline matara a Tom? —le preguntó Will.
—No lo sé —confesó Faith—. Iba con el piloto automático. Hice aquello para lo que me entrenaron.
—Teniendo en cuenta lo que ha tenido que pasar Pauline… —Will no quiso terminar la frase—. No es una mujer muy agradable.
—Es una auténtica zorra con la sangre muy fría.
—Qué raro que no me haya enamorado de ella.
Faith se echó a reír. Había visto a Angie en el hospital cuando subieron a Will del quirófano.
—¿Qué tal está la señora Trent?
—Asegurándose de que pago las primas de mi seguro de vida. —Sacó su móvil—. Le dije que volvería a las tres.
Faith no hizo ningún comentario sobre su nuevo móvil, ni sobre su expresión de recelo. Imaginó que Angie Polaski había vuelto a su vida. No le quedaba más remedio que acostumbrarse, del mismo modo que te acostumbras a una cuñada trabajosa o a la insufrible y malcriada hija del jefe.
Will echó la silla hacia atrás.
—Supongo que debería irme.
—¿Quieres que te acerque en el coche?
—Prefiero caminar.
No vivía muy lejos de allí, pero hacía apenas setenta y dos horas que había pasado por el quirófano. Faith hizo ademán de protestar, pero Will la detuvo.
—Eres una buena policía, Faith, y me alegro de que seas mi compañera.
Pocas cosas podría haber dicho que le sorprendieran más.
—¿En serio?
Will se agachó y le besó la coronilla. Antes de que ella pudiera responder, le dijo:
—Si alguna vez te encuentras con Angie subida encima de mí de esa manera, no le avises, ¿vale? Tú solo aprieta el gatillo.
Sara se apartó para que pudieran sacar al paciente de la sala de urgencias. El hombre había chocado frontalmente contra un motorista que debía de pensar que las luces rojas eran solo para los coches. El motorista había muerto, pero el conductor había salvado la vida gracias al cinturón de seguridad. A Sara no dejaba de asombrarle la cantidad de gente que veía a diario en las urgencias del Grady que pensaba que no es necesario ponerse el cinturón de seguridad. Y había visto también a otros tantos en la morgue cuando trabajaba como forense del condado de Grant.
Mary entró para limpiarlo todo y dejarlo listo para el siguiente paciente.
—Buen salvamento —le dijo.
Sara sonrió. Al Grady llegaba solo lo peor de lo peor. No era una frase que escuchara muy a menudo.
—¿Qué tal está esa policía preñada tan histérica, Mitchell?
—Faith —le dijo Sara—. Bien, supongo.
La habían trasladado en helicóptero hasta el hospital dos semanas antes, y desde entonces no había hablado con ella. Cada vez que pensaba en coger el teléfono para enterarse de cómo estaba sucedía algo que se lo impedía. Por otro lado, Faith tampoco la había llamado. Probablemente le daba cierta vergüenza que Sara la hubiera visto en un estado tan lamentable. Teniendo en cuenta que hasta hacía poco ni siquiera estaba segura de querer continuar con su embarazo, Faith Mitchell lloró como un bebé cuando creyó que lo había perdido.
—¿No se ha terminado ya tu turno? —le preguntó Mary.
Sara miró el reloj. Hacía veinte minutos que había acabado.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó, señalando los desechos que había tirado al suelo unos minutos antes mientras intentaba salvarle la vida al paciente.
—Vete —le dijo Mary—. Llevas aquí toda la noche.
—Tú también —le recordó Sara, pero no iba a esperar a que le dijeran dos veces que se marchara.
Fue por el pasillo hasta la sala de médicos, y se echó a un lado para dejar pasar a los celadores que trasladaban camillas de un lado a otro a toda velocidad. Los pacientes volvían a estar como sardinas en lata, y se agachó para pasar por debajo del mostrador de las enfermeras y evitar tropezarse con ellas. La televisión que había encima del mostrador tenía puesta la CNN, y vio que el caso de Tom Coldfield seguía siendo noticia.
El despliegue había sido espectacular, pero a Sara le sorprendía que no hubiera acudido más gente a contar su versión de los hechos. No esperaba que Anna Lindsey quisiera ganar dinero contando su historia, pero el hecho de que las otras dos víctimas tampoco hubieran querido decir una palabra resultaba más que sorprendente en una época en la que los acuerdos para sacar una película o una exclusiva en televisión se cerraban inmediatamente. Sara dedujo de lo que había oído en los informativos que el DIG no había revelado todos los detalles de la historia, pero le iba a resultar difícil encontrar a alguien que quisiera contarle la verdad.
Naturalmente, nadie podía culparla por intentarlo. Faith había sido incapaz de hablar con coherencia cuando la trasladaron a urgencias, pero Will Trent había pasado la noche en observación. El cuchillo de cocina no había afectado las principales arterias, pero sus tendones eran otra cosa. Tendría que hacer rehabilitación durante varios meses para recuperar por completo la movilidad. Pese a todo, Sara pasó por su habitación a la mañana siguiente para sonsacarle descaradamente. Su actitud hacia ella había cambiado, y estuvo todo el tiempo tirando de la sábana hasta que por fin se la sujetó pudorosamente debajo de la barbilla, como si Sara no hubiera visto nunca el pecho desnudo de un hombre.
La mujer de Will apareció unos minutos después, y Sara se dio cuenta inmediatamente de que aquel momento incómodo entre ella y Will en el sofá había sido cosa de su imaginación. Angie Trent era muy atractiva y tenía además ese aire sexy y peligroso que vuelve locos a los hombres. A su lado, Sara se sintió incluso menos interesante que el papel de la pared del hospital. Se disculpó y salió de la habitación tan deprisa como pudo sin resultar maleducada. Los hombres que se sentían atraídos por una mujer como Angie Trent no sentían el menor interés por mujeres como Sara.
Se sintió aliviada al descubrirlo, aunque un poco decepcionada también. Resultaba halagador pensar que un hombre la encontraba atractiva. Aunque tampoco pensaba hacer nada al respecto. Sara jamás podría volver a entregarle su corazón a otro ser humano como había hecho con Jeffrey. No es que fuera incapaz de amar; simplemente no podía volver a abandonarse de esa manera a un sentimiento.
Al llegar a la sala de médicos se cruzó con Krakauer.
—Hola. ¿Sales ya?
—Sí —le dijo Sara, pero el médico se marchaba ya por el pasillo, con la vista al frente, tratando de ignorar a los pacientes que le llamaban.
Fue hasta su taquilla y giró la rueda. Sacó su bolso y lo dejó en el banco que tenía detrás. La cremallera se abrió. Vio el borde de la carta entre su monedero y las llaves.
La Carta. La explicación. La excusa. Una súplica de absolución. El intercambio de culpas.
¿Qué podía tener que decirle la mujer que había terminado con una sola mano con la vida de Jeffrey?
Sacó la carta. Acarició el sobre entre sus dedos. No había nadie más en la sala. Estaba a solas con sus pensamientos. A solas con la diatriba. Con las divagaciones. Con las pueriles justificaciones.
¿Qué se podía decir? Lena Adams trabajaba para Jeffrey. Era una de las detectives que tenía bajo su mando en el departamento de policía del condado de Grant. Jeffrey le había cubierto las espaldas, la había sacado de un montón de líos y había enmendado sus errores durante diez años. A cambio, ella había puesto su vida en peligro, y era la responsable de que se hubiera mezclado con la clase de hombres que mataban por deporte. Lena no había colocado aquella bomba, ni sabía de su existencia. Ningún tribunal la habría condenado por sus acciones, pero Sara sabía —desde lo más hondo de su ser— que era responsable de la muerte de Jeffrey. Había sido la que había hecho que se cruzara en el camino de los hombres que le asesinaron. Como de costumbre, Jeffrey había intervenido para protegerla, y eso le había costado la vida.