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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (58 page)

BOOK: El número de la traición
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—Eso parece —admitió Will—. ¿Qué más cosas hace?

—Oh, esto y lo otro. —Hizo una pausa y se quedó pensándolo—. Coordina las donaciones. Se le da muy bien hacer llamadas. Si le parece que la persona con la que está hablando puede dar un poco más, se acerca con el camión a recoger lo que sea, y nueve de cada diez veces vuelve además con un cheque. Creo que le gusta salir y hablar con la gente. En el aeropuerto no hace otra cosa en todo el día más que mirar puntitos en una pantalla. ¿Quiere un poco de agua fría? ¿Limonada?

—No, gracias —contestó—. ¿Y qué me dice de Jacquelyn Zabel? ¿Le suena ese nombre de algo?

—Sí que me suena, pero no sé de qué. Es un nombre poco frecuente.

—¿Y Pauline McGhee? ¿O Pauline Seward, quizá?

Judith sonrió y se tapó la boca con la mano.

—No.

Will se obligó a ir más despacio. La primera regla en un interrogatorio era mantener la calma, porque era difícil saber cuándo alguien estaba tenso si tú lo estabas también. Judith se había quedado quieta cuando le formuló la última pregunta, así que la repitió.

—¿Pauline McGhee o Pauline Seward?

—No —respondió ella, meneando la cabeza. Impostó un tono despreocupado—. El caso es que no estoy muy segura. Debo de tener mi calendario por alguna parte. Normalmente marco las fechas. —Abrió uno de los cajones de la cocina y empezó a revolverlo. Era evidente que estaba nerviosa, y Will sabía que había abierto el cajón para no tener que mirarle a los ojos—. Tom es muy generoso con su tiempo. Está muy involucrado con el grupo de jóvenes de la parroquia. Todos participamos en el comedor de caridad una vez por semana.

El agente no permitió que escurriera el bulto.

—¿Va él solo a recoger las donaciones?

—A menos que donen un sofá o algún mueble grande. —Cerró el cajón y abrió otro—. No tengo ni idea de dónde he puesto el calendario. Todos estos años deseando tener a mi marido en casa conmigo y ahora me vuelve loca guardando las cosas donde Dios le da a entender.

Will miró por la ventana, preguntándose por qué tardaría tanto Faith.

—¿Los niños están aquí?

Judith abrió otro cajón.

—Están durmiendo la siesta.

—Tom me dijo que nos veríamos aquí. ¿Por qué no nos dijo que estuvo en el lugar del accidente con Anna Lindsey?

—¿Qué? —Por un momento dio la impresión de estar algo confusa, pero contestó—. Bueno, la verdad es que llamé a Tom para que viniera a ver a Henry. Pensé que estaba teniendo un ataque al corazón, que Tom querría estar allí, que…

—Pero su hijo no nos contó que había estado allí —repitió Will—. Ni ustedes tampoco.

—Yo no… —Hizo un gesto de rechazo con la mano—. Quería estar con su padre.

—Las mujeres que han secuestrado eran muy cautelosas. No le habrían abierto la puerta a cualquiera. Tenía que ser alguien en quien ellas confiaran. Alguien a quien esperaban.

Judith dejó de buscar el calendario. En su rostro se leía perfectamente lo que estaba pensando: sabía que algo iba muy mal.

—¿Dónde está su hijo, señora Coldfield? —le preguntó.

A Judith se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Por qué me hace todas estas preguntas sobre Tom?

—Se suponía que había quedado conmigo aquí.

—Dijo que tenía que irse a casa. —Su voz era apenas un susurro—. No entiendo…

En ese momento Will cayó en la cuenta de algo, de algo que Faith le había dicho por teléfono. Había hablado ya con Tom Coldfield. La razón de que no hubiera llegado todavía era que Tom le había dado la dirección de otra casa.

—Señora Coldfield —dijo Will en tono muy serio—, necesito saber dónde está Tom en este momento.

Judith se tapó la boca con la mano y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Había un teléfono en la pared. Will arrancó el auricular. Marcó el número del móvil de Faith, pero no llegó a pulsar el último botón. Sintió un dolor ardiente en la espalda y el peor espasmo muscular que había sentido en su vida. Se llevó la mano al hombro, buscando a tientas un nudo, pero no sentía más que un metal frío y afilado. Miró hacia abajo y vio la punta ensangrentada de lo que debía de ser un cuchillo muy grande sobresaliendo de su pecho.

Capítulo veintitrés

Faith estaba en el exterior de la casa de Tom Coldfield con el auricular pegado a la oreja mientras oía sonar el móvil de Will. Le había dicho que estaba a dos minutos, pero hacía ya más de diez. Saltó el buzón de voz. Seguramente se había perdido y estaba conduciendo en círculos, buscando su Mini porque era demasiado cabezón para pedir ayuda. Si estuviera de mejor humor saldría a buscarle, pero le daba miedo lo que pudiera llegar a decirle a su compañero si se quedaba a solas con él.

Cada vez que pensaba que Will le había mentido y había ido a hablar con Jake Berman a sus espaldas tenía que agarrarse con fuerza al volante para no estrellar el puño contra el salpicadero. No podían seguir así, como si ella fuera un lastre. Si pensaba que podía arreglárselas solo ahí fuera no había razón para que continuaran trabajando juntos. Podía aguantar muchas cosas de Will, pero si no confiaba en ella la cosa no podía funcionar. Y él también tenía sus propios lastres; por ejemplo no poder distinguir entre algo tan simple como la derecha y la izquierda.

Faith miró la hora otra vez. Le daría otros cinco minutos antes de entrar en la casa.

La médica no le había dado buenas noticias, que era lo que esperaba absurdamente Faith. Desde el momento en que pidió la cita para ir a ver a Delia Wallace su salud había mejorado de forma apreciable. Esa mañana no se había levantado bañada en sudor frío. Tenía el azúcar alto, pero no por las nubes. Tenía la mente despejada, centrada. Y entonces Delia Wallace se lo había echado todo por tierra.

Sara le había hecho una prueba en el hospital que mostraba la pauta de sus niveles de azúcar a lo largo de las últimas semanas. Tendría que ir a ver a un dietista. La doctora Wallace le había dicho que iba a tener que planificar cuidadosamente sus comidas, lo que comía entre horas y en cada momento de su vida hasta que se muriera; algo que podía suceder de forma prematura porque sus niveles de azúcar fluctuaban de tal modo que lo mejor que podía hacer era tomarse un par de semanas libres y concentrarse en aprender a tratar su diabetes.

Le encantaba que los médicos dijeran cosas así, como si cogerse dos semanas libres fuera algo que uno pudiera conseguir simplemente chasqueando los dedos. A lo mejor podía irse a Hawái o a Fiji. O podía llamar a Oprah Winfrey para preguntarle el nombre de su cocinero personal.

Afortunadamente también le había dado buenas noticias. Faith había visto a su bebé. Bueno, en realidad no lo había visto exactamente —el niño era poco más que una manchita todavía—, pero había podido escuchar los latidos de su corazón y ver la imagen por ultrasonidos y el delicado sube y baja de la diminuta mancha que crecía en su interior, y aunque Delia Wallace le había insistido mucho en que era pronto para eso, Faith habría jurado que había visto una manita diminuta.

Marcó de nuevo el número de Will. El buzón de voz saltó casi de inmediato. Se preguntó si su móvil habría entregado el alma por fin. No podía entender por qué no se compraba uno nuevo. A lo mejor es que tenía algún extraño vínculo emocional con ese aparato.

En cualquier caso le estaba haciendo perder mucho tiempo. Abrió la puerta y se bajó del coche. Tom Coldfield vivía a diez minutos del lugar donde sus padres habían tenido el desafortunado accidente. Su casa estaba en mitad de la nada: para visitar al vecino más próximo se necesitaba el coche. Tenía ese aspecto de caja típico de la moderna arquitectura de los suburbios. Faith prefería su casa, con su tarima desigual y sus espantosas paredes de falsa madera en el cuarto de estar.

Todos los años, cuando le llegaba la devolución de Hacienda, se prometía que iba a hacer algo con esas paredes, pero cada vez, como por arte de magia, Jeremy necesitaba algo importante por las mismas fechas en las que le llegaba el cheque. Una vez estuvo a punto de librarse, pero el muy canalla se rompió un brazo intentando demostrarles a sus amigos que podía saltar con el patinete desde el tejado hasta un colchón que habían encontrado en el bosque.

Se llevó la mano a la barriga. No se iba a librar en su vida de esos paneles de falsa madera.

Faith buscó su identificación en el bolso mientras se dirigía hacia la puerta principal. Llevaba tacones y uno de sus mejores vestidos, porque por alguna razón esa mañana le había parecido importante estar presentable para su cita con Delia Wallace; un esfuerzo inútil, pues se había pasado la mayor parte del tiempo con un camisón de papel.

Se dio la vuelta y miró la calle vacía. No se veía a su compañero por ninguna parte. No entendía por qué tardaba tanto. Tom le había dicho a Faith por teléfono que ya le había dado a Will las indicaciones necesarias para llegar hasta la casa. Pese a su problema para distinguir la derecha y la izquierda, Will se las arreglaba muy bien para encontrar el camino. Ya debería haber llegado. En cualquier caso, debería coger el teléfono. A lo mejor le había vuelto a llamar Angie. Teniendo en cuenta lo que sentía en ese momento Faith por Will esperaba que su mujer estuviera mostrándole su lado más dulce y amoroso.

Faith llamó al timbre y tuvo que esperar un buen rato a que le abrieran la puerta. Demasiado tiempo considerando que llevaba un cuarto de hora aparcada justo delante.

—Hola. —La mujer que salió a abrirle la puerta era delgada y angulosa, pero no podía considerarse en absoluto guapa. El cabello rubio le caía lacio sobre la frente y tenía las raíces oscuras. Tenía ese aspecto descuidado que se te queda cuando tienes niños pequeños.

—Soy la agente especial Faith Mitchell —se presentó, enseñándole su placa.

—Darla Coldfield. —Tenía una voz susurrante de esas que denotan delicadeza. Se pellizcó el cuello de la blusa morada que llevaba puesta. Faith se percató de que el borde estaba desgastado y deshilachado por las costuras.

—He quedado aquí con Tom.

—Está a punto de llegar. —La mujer reparó en que estaba bloqueando la puerta y se echó a un lado—. ¿Quiere pasar?

Faith entró en el recibidor, cuyo suelo estaba embaldosado en blanco y negro. Vio que era igual en el resto de la casa, desde la cocina hasta la sala de estar. Incluso el comedor y el estudio que se veían a ambos lados del recibidor tenían el suelo de baldosas.

De todos modos Faith cumplió con el protocolo de decirle a la mujer que tenía una casa muy bonita, mientras el eco de sus propias pisadas resonaba en sus oídos según se dirigían a la sala de estar. El mobiliario tenía un toque más masculino de lo que Faith hubiera imaginado. Había un sofá de cuero marrón y un sillón reclinable a juego. La alfombra era negra y no tenía una sola mota de polvo. No había juguetes, algo bastante raro teniendo en cuenta que los Coldfield tenían dos niños. A lo mejor no les dejaban jugar en aquella habitación. Se preguntó qué utilizarían como sala de estar. En la parte de la casa que había visto hacía calor, aunque afuera hiciera fresco, y era muy poco acogedora. Faith estaba a punto de romper a sudar. El sol entraba a raudales por las ventanas, pero tenían todas las luces encendidas.

—¿Le apetece un té? —preguntó Darla.

Faith estaba mirando su reloj, extrañada de que Will tardara tanto.

—Claro.

—¿Con o sin azúcar?

La respuesta de Faith no fue todo lo automática que debería haber sido.

—Sin azúcar. ¿Llevan mucho tiempo viviendo aquí?

—Ocho años.

La casa parecía más deshabitada que un almacén vacío.

—Tienen ustedes dos hijos, ¿no?

—Un niño y una niña. —Sonrió con aire inseguro—. ¿No tiene usted un compañero?

La pregunta parecía algo extraña, teniendo en cuenta por dónde estaba llevando Faith la conversación.

—Tengo un hijo.

La mujer sonrió y se tapó la boca, un gesto que probablemente le había pegado su suegra.

—No, me refería a un compañero de trabajo.

—Sí. —Faith miró las fotos familiares que había sobre la repisa de la chimenea. Pertenecían a la misma serie que las que Judith les había enseñado cuando estuvieron en el refugio—. ¿No le importaría llamar a Tom a ver si va a tardar mucho?

Su sonrisa vaciló.

—Oh, no. No quiero molestarle.

—Es un asunto policial, la verdad es que necesito que le moleste.

Darla apretó los labios. Faith no pudo descifrar su expresión. Era prácticamente neutra.

—A mi marido no le gusta que le metan prisa.

—Y a mí no me gusta que me hagan esperar.

Darla sonrió con la misma timidez de antes.

—Iré a buscar ese té.

Hizo ademán de marcharse, pero Faith le preguntó:

—¿Le importa si paso un momento al baño?

Darla se volvió, con las manos entrelazadas delante de su pecho. Su expresión seguía siendo neutra.

—Al final del pasillo, a la derecha.

—Gracias.

Faith siguió sus indicaciones; sus tacones resonaban como un tambor según pasaba por delante de la despensa y de lo que debía de ser la puerta del sótano. Darla Coldfield le daba mala espina, pero no sabía muy bien por qué. Quizá era simplemente que Faith odiaba de manera instintiva a las mujeres que se sometían de esa manera a sus maridos.

Una vez dentro del baño fue derecha al lavabo, donde se refrescó la cara con agua fría. Las luces del tocador también estaban encendidas y Faith pulsó los interruptores, pero siguieron así. Volvió a intentarlo un par de veces más y las luces no se apagaron. Miró hacia arriba. Las bombillas debían de ser de cien vatios.

Parpadeó varias veces, pensando que mirar directamente una bombilla encendida no debía de ser la cosa más inteligente que había hecho en su vida. Se agarró al pomo del armario de las toallas para no perder el equilibrio, mientras esperaba a que se le pasara el mareo. A lo mejor podía esperar ahí dentro a que llegara Will, en lugar de sentarse en el sofá con Darla Coldfield a tomar el té estrujándose el cerebro para darle conversación. El baño era bonito, aunque algo austero. Tenía forma de L, con un armario para las toallas entre ambos lados. Faith imaginó que al otro lado estaría el cuarto de la colada. Se oía el rumor de la secadora a través del tabique.

Como Faith era una persona bastante indiscreta abrió el armario de las toallas. Las bisagras chirriaron, y Faith se quedó esperando a que entrara Darla Coldfield y le echase en cara su mala educación. Pero al ver que no pasaba nada miró dentro del armario. Era más profundo de lo que había imaginado, pero las baldas eran estrechas; había varios juegos de toallas dobladas con mimo y un juego de sábanas con dibujos de coches que debían de ser de los niños.

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