El número de la traición (44 page)

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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El número de la traición
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—Deberías despedirme.

—No te vas a librar de esto tan fácilmente.

—No estoy bromeando, Amanda. Deberías despedirme.

—Yo tampoco estoy de broma, capullo ignorante. —Puso los brazos en jarras, y ahora sí se pareció más a la Amanda borde que Faith tan bien conocía—. El bebé de Anna Lindsey está a salvo gracias a ti. Creo que eso es un triunfo para el equipo.

Will se rascó el brazo. Faith vio que sus nudillos estaban despellejados y sangraban. Recordó aquel momento en el descansillo cuando le sujetó la cara con las manos, y en cómo deseó que volviera a su ser porque no sabía como podría seguir viviendo si Will Trent dejaba de ser el hombre con el que había compartido su vida cotidiana desde hacía un año.

Amanda miró a la agente.

—Danos un minuto.

Faith abrió la puerta y salió al descansillo. Había bastante ajetreo en la UCI, pero ni remotamente parecido al que se vivía abajo, en la sala de urgencias. Los policías habían vuelto a su puesto y vigilaban la entrada de la habitación de Anna. Ambos la siguieron con la vista cuando pasó por delante de ellos.

—Están en la sala de exploración número tres —le dijo una de las enfermeras.

Faith no sabía por qué le daba esa información, pero de todos modos fue hacia allí. Sara Linton estaba en la sala, junto a un moisés de plástico. Tenía al bebé de Anna cogido en brazos.

—Se está recuperando —le dijo a Faith—. Tardará un par de días en ponerse bien del todo, pero lo conseguirá. De hecho, creo que estar otra vez con su madre les hará mucho bien a los dos.

Faith no podía comportarse como un ser humano en ese momento, así que se obligó a ser una policía.

—¿Ha dicho algo más Anna?

—No mucho. Tiene muchos dolores. Ahora que está despierta le han subido la morfina.

Faith pasó su mano por la columna vertebral del niño y percibió la elasticidad de su piel y sus diminutas vértebras.

—¿Cuánto tiempo crees que ha estado solo?

—El TES tenía razón. Yo diría que dos días, como máximo. Si no la situación sería muy diferente. —Sara se pasó el bebé al otro hombro—. Alguien le ha dado agua. Está deshidratado, pero he visto casos mucho peores.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Faith. Su pregunta era completamente inocente. Al oírla le pareció una buena cuestión, así que la repitió—. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué estabas con Anna?

Sara volvió a dejar al niño en el moisés con mucho cuidado.

—Es mi paciente. Vine a ver cómo estaba. —Tapó al bebé con una manta—. Del mismo modo que intenté llamarte a ti esta mañana para ver cómo estabas. En la consulta de Delia Wallace me dijeron que todavía no te habías puesto en contacto con ella.

—He estado algo ocupada rescatando a un bebé de un cubo de basura.

—Faith, no soy el enemigo. —Sara adoptó el irritante tono de quien intenta ser razonable—. Ya no se trata solo de ti. Llevas un niño en tu vientre, otra vida de la que también eres responsable.

—Esa es decisión mía.

—Pues se te está agotando el tiempo, más vale que decidas ya. No dejes que tu cuerpo decida por ti, porque entre la diabetes y el niño aquella tiene todas las de ganar.

Faith respiró hondo, pero no le sirvió de gran cosa. Se dejó llevar.

—Mira, puede que estés intentando meterte con calzador en mi caso, pero estás muy equivocada si crees que voy a permitir que te entrometas en mi vida privada.

—¿Perdón? —Sara tuvo el descaro de aparentar sorpresa.

—Ya no eres forense, Sara. Ya no estás casada con un jefe de policía. Está muerto: lo viste saltar en pedazos con tus propios ojos. Rondando por el anatómico y entrometiéndote en una investigación en curso no vas a conseguir que vuelva.

Sara se quedó con la boca abierta, incapaz de articular una respuesta. Increíblemente, Faith rompió a llorar.

—¡Oh, Dios mío, lo siento mucho! Eso… es horrible. —Se tapó la boca—. No puedo creer que haya dicho…

Sara meneó la cabeza y miró al suelo.

—Lo siento mucho. Dios, lo siento. Por favor, perdóname.

La doctora se tomó su tiempo antes de hablar.

—Supongo que Amanda te habrá puesto al día de los detalles.

—Lo busqué en el ordenador. No debería…

—¿El agente Trent también lo ha leído?

—No —Faith habló con voz firme—. No. Él dijo que no era asunto suyo, y tiene razón. Tampoco es cosa mía. No debería haberlo hecho. Lo siento. Soy una persona horrible, espantosa, Sara. No puedo creer que te haya dicho esas barbaridades.

Sara se inclinó y acarició la cara del bebé.

—No pasa nada.

Faith no sabía qué decir, así que se puso a recitar todas las cosas horribles que se le ocurrieron sobre sí misma.

—Verás, te mentí en cuanto al peso. He ganado siete kilos, no cinco. Como bollos de mermelada para desayunar, y a veces también para cenar, pero eso sí, con una Coca-Cola Light. Nunca hago ejercicio. Jamás. Solo corro para ir al baño antes de que se acaben los anuncios, y si te digo la verdad, desde que tengo un disco duro ni eso. —Sara seguía callada—. Lo siento muchísimo.

La doctora continuaba enredando con la manta, remetiéndola por los lados, asegurándose de que el bebé estuviera cómodo y bien abrigado.

—Lo siento —repitió Faith, que se sentía tan mal que pensaba que iba a vomitar.

Sara guardaba sus pensamientos para sí. La agente estaba intentando encontrar la manera de abandonar la habitación sin perder la dignidad cuando la médica le dijo:

—Sabía que eran siete kilos.

Faith percibió que la tensión empezaba a disiparse. Y no estaba dispuesta a arruinarlo todo otra vez abriendo la boca.

—Nadie me habla nunca de él. Quiero decir, al principio sí lo hacían, claro, pero nadie se atreve a pronunciar su nombre. Es como si no quisieran disgustarme, como si pronunciar su nombre pudiera provocar que yo volviera a… —Sara meneó la cabeza—. Jeffrey. No puedo recordar cuándo fue la última vez que lo dije en voz alta. Se llama, se llamaba Jeffrey.

—Es un nombre muy bonito.

Sara asintió y tragó saliva.

—He visto alguna foto —admitió Faith—. Era muy guapo.

La doctora esbozó una sonrisa.

—Sí, lo era.

—Y un buen policía. Lo sé por lo que decían de él los informes.

—Era un buen hombre.

Faith se quedó sin palabras y se puso a pensar qué más podía decir. Sara se le adelantó.

—¿Y qué me dices de ti? —le preguntó.

—¿De mí?

—El padre.

Para su vergüenza, Faith se había olvidado de Victor. Se llevó la mano al vientre.

—¿Te refieres al padre de mi hijo? —Sara se permitió una sonrisa—. Buscaba una madre, no una novia.

—Vaya, Jeffrey nunca tuvo ese problema. Sabía cuidar de sí mismo muy bien. —Tenía la mirada perdida—. Fue lo mejor que me ha pasado en la vida.

—Sara…

La médica se puso a mirar en los cajones del escritorio y encontró un glucosómetro.

—Vamos a ver cómo tienes el azúcar.

Esta vez Faith estaba demasiado arrepentida para protestar. Extendió la mano, dispuesta a recibir el pinchazo. La doctora siguió hablando mientras le medía el azúcar.

—No intento recuperar a mi marido. Créeme, si fuera tan sencillo como entrometerme en la investigación de un caso mañana mismo me inscribiría en la academia de policía. —Faith hizo una mueca al notar el pinchazo—. Solo quiero volver a sentirme útil. —Su voz adquirió un tono de confidencia—. Quiero sentir que estoy haciendo algo más para ayudar a la gente que prescribir pomadas para una erupción que probablemente se curará por sí sola o remendar a un puñado de matones para que puedan salir a la calle de nuevo y seguir acribillándose unos a otros.

Faith no se había planteado que las motivaciones de Sara pudieran ser tan altruistas. Imaginó que no decía mucho en su favor el que siempre diera por supuesto que todo el mundo se comportaba de forma egoísta en la vida.

—Por cómo hablas de él parece que tu marido era… perfecto —comentó Faith.

Sara se echó a reír mientras manipulaba la tira reactiva.

—Dejaba la cartuchera colgando del pomo de la puerta del baño, nada más casarnos se acostaba con cualquiera (cosa que descubrí personalmente un día al llegar del trabajo) y tenía un hijo ilegítimo del que no supo nada hasta los cuarenta años. —Sara leyó el resultado y, a continuación, se lo mostró a Faith—. ¿Qué te parece? ¿Zumo o insulina?

—Insulina —confesó Faith—. Me quedé sin insulina a la hora de comer.

—Me lo imaginaba. —Cogió el teléfono y llamó a una de las enfermeras—. Tienes que mantener esto bajo control.

—Este caso es…

—Este caso es el que te ocupa ahora, pero es exactamente igual que los demás casos en los que has trabajado y trabajarás. Estoy segura de que el agente Trent podrá pasarse sin ti un par de horas mientras te ocupas de esto. —Sara volvió a centrarse en el niño—. Se llama Balthazar —le dijo.

—Y yo aquí pensando que le habíamos salvado nosotros.

Sara tuvo la delicadeza de reírse, pero habló completamente en serio.

—Soy especialista en medicina pediátrica, Faith. Me gradué entre los primeros de mi promoción en la Universidad de Emory, y he dedicado los últimos veinte años de mi vida a ayudar a la gente, ya sea en vida o después de muerta. Puedes cuestionar mis motivos todo lo que quieras, pero no cuestiones mi profesionalidad como médica.

—Tienes razón. —Faith estaba aún más arrepentida ahora—. Lo siento. Ha sido un día muy duro.

—Pues tener ese nivel de azúcar no ayuda. —Alguien llamó a la puerta y Sara fue a coger los lápices de insulina que le traía la enfermera—. Tienes que tomártelo en serio.

—Lo sé.

—Posponerlo no va a servir de nada. Cógete un par de horas y vete a ver a Delia para que te ponga en orden y puedas concentrarte en tu trabajo.

—Lo haré.

—Cambios de humor, ataques de furia… Todo eso son síntomas de la enfermedad que padeces.

Faith se sentía como si su madre le acabara de echar una regañina, pero quizá era precisamente eso lo que necesitaba ahora mismo.

—Gracias.

Sara apoyó las manos en el moisés.

—Te dejo para que te pongas la insulina.

—Espera —le dijo Faith—. Tú tratas a chicas jóvenes, ¿no?

Sara se encogió de hombros.

—Tenía más trato con ellas antes, cuando tenía mi consulta. ¿Por qué lo preguntas?

—¿Te suena de algo la palabra «thinspo»?

—No sé mucho —admitió Sara—, solo que así es como llaman a la propaganda pro-anorexia, generalmente la que se hace por Internet.

—Tres de nuestras víctimas tienen relación con ello.

—Anna sigue estando muy delgada —comentó Sara—. El hígado y los riñones le funcionan muy mal, pero yo pensé que tenía que ver con todo lo que ha sufrido, no que se lo hubiera hecho ella misma.

—¿Podría ser anoréxica?

—Es posible. No me lo planteé por la edad que tiene; la anorexia es un problema más típico de la adolescencia. Aunque Pete hizo algún comentario en ese sentido durante la autopsia de Jacquelyn Zabel. Estaba muy delgada, pero es que la tuvieron privada de agua y comida durante al menos dos semanas. Di por supuesto que sería una mujer delgada antes del secuestro. Se la veía muy menuda. —Se inclinó sobre Balthazar y le dio unos golpecitos en la mejilla—. Anna no podría haber tenido un niño si fuera anoréxica. No sin arriesgarse a sufrir complicaciones muy serias.

—Quizá logró mantenerlo bajo control el tiempo suficiente como para tener al niño —aventuró Faith—. Nunca estoy muy segura de qué es cada cosa: ¿anorexia es cuando vomitan?

—Eso es bulimia. Los anoréxicos dejan de comer. Hay anoréxicos que usan laxantes, pero no se purgan. Cada vez hay más indicios que apuntan a un condicionamiento genético: anomalías cromosómicas que predisponen a sufrir ese tipo de desórdenes. Por lo general son los factores ambientales los que funcionan como desencadenantes.

—¿Como el abuso o los malos tratos?

—Podría ser. A veces es el abuso, a veces dismorfia corporal. Algunos les echan la culpa a las revistas y a las estrellas de cine, pero es demasiado complicado como para poder achacarlo a una sola causa. Cada vez se ven más casos de anorexia masculina. Es francamente difícil de tratar, por el componente psicológico.

Faith pensó en sus víctimas.

—¿Esos desórdenes están asociados a un cierto tipo de personalidad?

Sara se quedó pensando unos segundos antes de responder.

—Lo único que te sé decir es que a los pocos pacientes a los que yo he podido tratar les producía un inmenso placer el privarse de comer. Hace falta mucha fuerza de voluntad para dominar el imperativo fisiológico. A veces sienten que su vida está completamente fuera de control, y que lo único que pueden controlar es lo que ingieren. Además, el cuerpo responde al hecho de matarse de hambre: mareos, euforia, a veces incluso alucinaciones. Puede producir un efecto similar al de los opiáceos, y llegar a ser una sensación muy adictiva.

Faith intentó recordar cuántas veces había bromeado sobre lo feliz que sería si tuviera la fuerza de voluntad necesaria para volverse anoréxica por una semana.

—El problema más grande que plantea el tratamiento de esta clase de desórdenes es que estar demasiado delgada es mejor aceptado por la sociedad que el tener sobrepeso.

—Todavía no he conocido a una sola mujer que esté satisfecha con su peso.

Sara se rio con tristeza.

—Pues yo sí: mi hermana.

—¿Qué es, una santa o algo así?

Faith lo había dicho en plan de broma pero, para su sorpresa, Sara le respondió.

—Casi. Es misionera. Se casó con un predicador hace unos años. Están en África, trabajando con bebés que nacen con SIDA.

—Vaya por Dios, ya la odio y ni siquiera la conozco.

—También tiene sus defectos, créeme —le confesó Sara—. Has dicho tres víctimas. ¿Significa eso que ha desaparecido otra mujer?

Faith se percató entonces de que el caso de Olivia Tanner todavía no había saltado a los medios.

—Sí. Pero guárdame el secreto si puedes.

—Desde luego.

—Al parecer dos de ellas tomaban muchas aspirinas. La última tenía seis frascos de tamaño familiar en su casa. Jacquelyn Zabel también tenía un frasco grande en la mesilla de noche.

Sara asintió, como si aquello tuviera sentido para ella.

—En grandes dosis es un emético. Eso explicaría por qué Zabel tenía el estómago tan ulcerado. También explicaría por qué seguía sangrando cuando Will la encontró. Deberías decírselo: estaba muy abatido por no haber llegado a tiempo.

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