El Oráculo de la Luna (23 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Giovanni se quedó muy pálido y soltó la mano de Elena.

—¿Vas a hacerlo?

—Tengo algunos pretendientes que le gustan mucho a mi madre, pero te corresponderá a ti decirme si valen la pena… o si debo esperar un poco más —contestó ella con un aire divertido—. Pregúntale a Sofía Priuli si puedo cenar en su casa después de la consulta. Así, las reglas del decoro quedarán preservadas —añadió Elena levantándose.

El joven se levantó también.

—¿Mañana por la noche?

—¡Es demasiado pronto para que mi madre no vea malicia en esa cita! Pongamos dentro de tres o cuatro días, si los Priuli están disponibles.

—Comprendo —dijo Giovanni, dominándose.

—¡Cariño! —dijo en el mismo instante la voz de Vienna Contarini desde el pie de la escalera—. Recuerda que tenemos que salir a comprar un sombrero para tu velada en casa de los Grimani.

—¡Voy, mamá, ya estábamos despidiéndonos! —contestó Elena a través de la puerta.

Después se volvió hacia Giovanni y le dio un beso en la mejilla antes de escabullirse.

—Voy a cambiarme. Pregúntale a mi madre la fecha y la hora de mi nacimiento. ¡Hasta pronto!

Giovanni no tuvo tiempo de responder a su gesto fugaz.

La saludó con la mirada mientras desaparecía por el pasillo que llevaba a su habitación. Bajó y se dio de bruces con la madre de Elena. Le explicó que había invitado a su hija a casa de los Priuli para una consulta astrológica sobre su futuro sentimental. A Vienna le pareció que era una excelente idea y aprovechó para dejarle caer a Giovanni que ella tenía debilidad por el hijo de los Grimani, a cuya casa iban a cenar esa misma noche.

—Es un excelente partido para Elena —le confió—. Desgraciadamente, ella todavía está indecisa.

—La aconsejaré muy gustoso en ese sentido…, si los astros no me indican otro camino —contestó Giovanni con una pizca de ironía.

—Por supuesto —dijo Vienna, un poco incómoda.

—Pero necesitaría la fecha y la hora exactas del nacimiento de vuestra hija, si las recuerda.

—Naturalmente.

Vienna las escribió en un papel y se lo tendió a Giovanni. Este se lo guardó en el bolsillo.

—Perfecto. Permitidme que me despida, señora, y espero que volvamos a vernos próximamente.

—Venid a contarme lo que dicen los planetas sobre mi hija. La conozco: se negará a decirme la verdad.

—Vendré con sumo placer a este lugar magnífico —contestó Giovanni, despidiéndose de su anfitriona.

Ya se marchaba, cuando de repente Vienna lo llamó:

—¡Señor Da Scola!

Giovanni se volvió, sorprendido.

—¿Cómo habéis encontrado el chocolate?

—¡Divino!

—Me alegro mucho. Volved cuando queráis.

Giovanni le dio las gracias y bajó la escalera, cogió su capa y avanzó hacia la gran puerta que daba al canal, donde una góndola esperaba. De pronto cambió de opinión y se volvió hacia el sirviente que lo acompañaba.

—¿No hay otra salida que dé a la calle? Tengo ganas de desentumecer las piernas.

—Por supuesto, señor.

El lacayo precedió a Giovanni y lo condujo hacia una pequeña puerta de madera que daba a un minúsculo pasaje.

Cuando el lacayo hubo cerrado la puerta y se fue a avisar al gondolero de que no siguiera esperando, Giovanni miró a su alrededor. Vio que la callejuela, cuya estrechez no debía permitir que dos hombres se cruzaran, desembocaba en el Gran Canal y bordeaba un lado entero del palacio. Levantó la cabeza y vio que en todos los pisos había varias ventanas que daban a la calle. En el tercero y último resplandecía una pequeña ventana que, por la idea que se había hecho de la distribución del palacio, debía de servir de ventilación para el dormitorio o el cuarto de baño de Elena. Turbado por ese descubrimiento, recorrió unos doscientos metros de calle hasta desembocar en una ancha arteria. Giró a la izquierda en la calle San Samuele y, con el corazón rebosante de alegría, se perdió en las callejuelas del barrio de San Marco.

Cuando llegó al palacio Priuli, el día empezaba a declinar. Subió rápidamente a su habitación, se quitó con presteza la capa y las calzas y abrió el armario. Sacó sus tablas astronómicas y se puso de inmediato a trabajar. Cuando hubo terminado de trazar la carta astral de Elena, permaneció un largo momento en silencio, totalmente absorto en sus reflexiones.

—¡Es increíble! —acabó por murmurar.

En ese instante, Marinella, la sirvienta, llamó a su puerta para invitarlo a ir a la mesa.

39

E
lena apareció, radiante, en la entrada del palacio. Se había puesto una gran capa de terciopelo rojo. Llevaba los cabellos recogidos y un sombrero a juego con la capa.

—¡Hija! ¡Qué alegría volver a verte después de tantos meses! Estás cada vez más guapa.

—Gracias, Sofía. Es un gran placer venir a visitaros a vuestro palacio. ¡Es tan poético!

—Y además tengo la suerte de albergar a un joven tan encantador como inteligente.

Elena se puso casi tan roja como su capa.

—¡Perdona, hija, te estoy incomodando! —prosiguió Sofía besando a la joven—. Conozco la razón por la que estás aquí y le he dicho a tu madre que era una excelente idea.

La señora de la casa cogió la pesada capa y el sombrero de Elena y la introdujo en la sala de recepción, en el piso superior.

Al entrar en la habitación, no pudo evitar añadir:

—En cualquier caso, no sé qué efecto le has causado, porque desde vuestro encuentro del otro día ha perdido por completo el apetito, no sale y parece ausente.

—No creo que yo tenga nada que ver con ese extraño comportamiento —repuso Elena con un aire de falsa sorpresa.

En realidad, ella manifestaba unos síntomas idénticos. Desde hacía cuatro días, había pensado día y noche en Giovanni, lo que la ponía en un estado de excitación extremo.

Sofía Priuli respondió con una sonrisa.

—Como tendremos tiempo de vernos durante la cena, voy a hacer que te acompañen sin dilación a su apartamento.

Con el corazón desbocado, Elena siguió a la sirvienta y subió los peldaños que conducían al último piso del
palazzo
.

En el rellano, Marinella señaló con un ademán la puerta de Giovanni y se marchó discretamente. Elena se encontró sola y esperó unos segundos para recuperar el aliento. Con un gesto mecánico, se retocó el peinado y dio dos suaves golpecitos en la puerta.

Oyó chirriar el entarimado. Su corazón estuvo a punto de dejar de latir cuando la silueta de Giovanni apareció en el hueco de la puerta.

—¡Elena!

Súbitamente muy intimidada, la joven entró en el salón fingiendo interesarse por la decoración.

—No habéis perdido el tiempo: se diría que vivís aquí desde hace lustros.

Entristecido en un primer momento por el tratamiento de vos, Giovanni percibió enseguida el desasosiego de la joven e intentó hacer que se sintiera cómoda optando por darle el mismo tratamiento.

—Sí, como veis, me he adaptado enseguida. Pero todavía no me he entretenido en arreglar bien del todo este pequeño apartamento.

—Al contrario, está estupendamente así. No hay que recargar demasiado las habitaciones pequeñas.

Elena miró una pintura colgada entre dos ventanas, que representaba una vista invernal del Gran Canal.

—Todavía no habéis tenido ocasión de ver Venecia en invierno. ¡Ya veréis lo embrujadora que es!

No conseguía pasar al tuteo. Aquello con lo que había soñado los días precedentes le parecía en ese instante inconcebible.

—Parece ser que a veces hay que cruzar la plaza de San Marcos con los pies sumergidos en el agua.

Elena se echó a reír. Ese comentario la relajó.

—Es verdad. Y algunos inviernos solo se puede circular en barca. Pero eso es lo que constituye el encanto de nuestra ciudad, ¿no?

—Sin duda. Y me maravillo cuando pienso en los hombres que habilitaron esta laguna, en esos inmensos palacios que descansan sobre miles de postes hundidos en el fango… ¡Es un milagro de la voluntad y del genio humanos!

—Sí, reconozco que me siento orgullosa de mi ciudad y de sus fundadores. Cada vez que vuelvo de Chipre, se me hace un nudo en la garganta cuando vislumbro a lo lejos esas decenas de campanarios que emergen.

Elena se iba relajando poco a poco y se daba cuenta de que su propio deseo le había hecho adoptar una actitud distante con Giovanni. Se volvió hacia él con una sonrisa afable.

—He estado pensando en lo que me dijisteis sobre el amor platónico.

Giovanni acogió con alivio ese cambio de tono y esa proximidad recuperada.

—Ah… —dijo, señalándole con un gesto un sillón a la joven.

—Sí —continuó Elena, sentándose—. Me pregunto cómo puede el amor que nos inspira un rostro bello conducirnos infaliblemente al amor verdadero de la persona y, más aún, al amor de Dios.

—Yo no he dicho en ningún momento que esa primera atracción sensible conduzca necesariamente a los grados más elevados del amor. Es una posibilidad que se nos ofrece, pero está claro que algunos se quedan en la seducción de los sentidos y, desgraciadamente, no llegan a elevarse hacia el amor más perfecto.

. —¿En qué consiste el amor más perfecto?

—Sin duda es el que une al amante a la amada de la manera más desinteresada posible. El que hace que se ame a una persona por ella misma y no únicamente por sus cualidades, sobre todo la belleza, o por lo que puede darnos.

—Pero, cuando afirmamos amar a una persona desde el primer instante en que vemos su rostro, ¿cómo podemos estar seguros de que la amamos realmente por ella misma, de que nos sentimos unidos a su alma y no solo a su cuerpo y a su aspecto exterior?

Era tan evidente que la pregunta hacía referencia a la declaración de Giovanni que el joven, un poco azorado, se tomó unos momentos para reflexionar.

¿Debía mantener la conversación en ese plano teórico, fingiendo no comprender a qué aludía, o bien responderle directamente sobre sus propios sentimientos?

Se decidió por la segunda opción.

—Elena, no puedo presentaros ninguna prueba de que mi amor por vos es verdadero. Lo único que sé es que pienso en vos día y noche desde el instante en que os vi y que ese pensamiento da todo su sentido a mi existencia.

—¡Hace apenas una semana! No puedo creer que vuestra vida haya dado un vuelco desde ese instante.

Giovanni había ido demasiado lejos para retroceder. Entonces, negándose a calibrar los riesgos que implicaba semejante confesión, dijo:

—Elena, pienso en vos todos los días desde hace cuatro largos años.

—¿Qué… qué queréis decir?

—Os vi por primera vez una tarde de verano…, hace cuatro años.

—No… no recuerdo que hayamos sido presentados en una ocasión anterior. ¿Fue en Venecia? ¿O en Chipre?

—Ni en Venecia ni en Chipre.

—Nunca he ido a otro sitio. Ni a Roma, ni a Florencia…

—¿De verdad?

—¡Os andáis con muchos misterios!

Elena se levantó del sillón y se dirigió hacia la ventana. Ardía por dentro, pues temía que se tratara de un fútil juego de seducción por su parte.

Giovanni, por el contrario, se sentía invadido por una calma y una fuerza extrañas. No le costaba hacer esa confesión; al contrario, haciéndola se liberaba de un peso enorme.

—No me ando con ningún misterio, Elena. Intento despertar en vos, sin molestaros, el lejano recuerdo de nuestro primer encuentro.

—¿Y por qué iba a molestarme? —repuso con dureza Elena, que notaba una sensación de auténtica exasperación crecer dentro de ella—. ¿Tan penoso fue ese lejano encuentro?

Giovanni la miró a través de un velo de tristeza. No encontraba las palabras para decirle que era aquel pobre campesino que había intentado verla a través de las tablas del pajar y al que tan severamente habían castigado. Entonces se le ocurrió un gesto. Se levantó también, se acercó a ella, se levantó lentamente la camisa y le mostró su torso desnudo.

La estupefacción de Elena fue tal que se quedó petrificada. Giovanni se volvió. Dejó al descubierto las viejas cicatrices que surcaban su espalda. Ella comprendió que ese hombre había sido flagelado. Sin comprender realmente, sintió la curiosa desazón vinculada a un recuerdo doloroso. De pronto recordó el cuerpo ensangrentado y casi inanimado del joven campesino calabrés al que habían arrastrado ante ella. Un temblor sacudió su alma. Se acercó a Giovanni, tendió sus trémulas manos hacia la espalda del joven y las posó sobre sus marcas. Bajo sus palmas, las cicatrices se estremecían.

Giovanni se volvió de nuevo hacia ella. Sus ojos estaban bañados por las lágrimas.

Ella lo miró fijamente y profirió un grito sofocado por la emoción.

40

D
e verdad eres tú?

Giovanni continuaba mirando a Elena sin decir nada, con el semblante descompuesto.

—¿Has venido por mí?

—Sí.

Elena se quedó parada unos instantes. Luego se echó en brazos de Giovanni, hundió la cara contra su torso y lo estrechó con todas sus fuerzas. El joven la abrazó todavía más fuerte, dejando correr en silencio las lágrimas sobre la nuca de la muchacha. Ella sollozaba sin aflojar su abrazo.

—Giovanni, ni siquiera sabía tu nombre. Yo también he pensado en ti muy a menudo. Sentí tanta pena por ti…

Levantó la cabeza y buscó sus ojos.

—Ahora comprendo por qué me emocioné tanto cuando te vi en la fiesta. Tenía la impresión de que conocía tu alma. ¡Y era verdad!

—¡Elena, llevo tantos años esperando este momento!

Se miraron en silencio, con las caras tan cerca la una de la otra que Elena cerró los ojos. La joven se puso de puntillas y tocó suavemente con sus labios los de Giovanni. Sus bocas temblaron al encontrarse.

Giovanni fue el primero en aflojar la presión del abrazo, por miedo de asfixiar a la joven. La miró de nuevo. Esta vez, un brillo de alegría inundaba sus ojos negros.

—Elena, soy tan feliz, tan feliz…

—Así que, señor Da Scola, ¿vivíais en la ciudad y vuestro padre era tratante en caballos?

Elena desplegaba una amplia sonrisa. Giovanni la miró con una pizca de inquietud.

—Mi verdadero nombre es Giovanni Tratore. ¿Me guardas rencor por haber mentido sobre mis orígenes para preservar nuestro secreto?

—¡En absoluto! Vale más que nadie sepa aquí quién eres realmente.

—¡No te puedes imaginar cómo me ha reconfortado durante todos estos años la carta que le dejaste a mi padre! Pese a sabérmela de memoria, la he leído todos los días.

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