Read El Oráculo de la Luna Online
Authors: Frédéric Lenoir
D
urante las semanas que siguieron, Giovanni pensó con frecuencia en las palabras del sabio musulmán. Habían resonado profundamente en su alma, y cuestiones que pensaba enterradas para siempre afloraron a la superficie de su Conciencia. Se puso a estudiar más y pidió a Ibrahim que le conciertas obras filosóficas en latín o en griego, así como una biblia. Aunque reticente a la idea de introducir el libro de los infieles en el seno mismo del palacio del bajá, Ibrahim cedió a las demandas de su protegido, al que quería y admiraba, diciéndose que el propio Corán citaba el libro sagrado de los judíos y de los cristianos en repetidos pasajes. El intendente del bajá no sabía que, actuando así, iba a dar a sus enemigos políticos el último pretexto que esperaban para precipitar su caída. Unos días después de que Ibrahim le hubiera hecho llegar una Biblia latina, la que había abandonado unos meses antes el padre capuchino cuya traición había relatado Georges, Giovanni fue arrestado en sus aposentos por el comandante de los jenízaros.
Este último cogió la Biblia y condujo a Giovanni ante el
diwan
, el consejo del bajá. Para su gran sorpresa, Giovanni vio que Ibrahim no estaba en el consejo, cuando era uno de sus principales miembros. Hasan, el hijo de Barbarroja, estaba sentado en el centro. Un hombre espigado y bastante joven, llamado Rashid ben Hamrun, tomó la palabra para interrogar en italiano a Giovanni y traducir a continuación al árabe las respuestas del joven.
Giovanni se percató enseguida de las razones de la ausencia de Ibrahim. Su amo era acusado por ciertos miembros del
diwan
, entre ellos el tal Rashid, de tramar un oscuro complot contra el bajá. Para apoyar sus afirmaciones, los acusadores del intendente trataban de desacreditarlo por todos los medios. Dos razones motivaban la presencia de Giovanni: los conspiradores intentaban demostrar al bajá que Ibrahim era un mal musulmán, puesto que pasaba muchas veladas en compañía de ese esclavo cristiano al que incluso acababa de regalarle, oh blasfemia, el libro sagrado de los infieles. Pero sus ataques no se limitaron a la religión. También insinuaron que la presencia de Giovanni ante Ibrahim obedecía a otras consideraciones más carnales. Giovanni protestó vivamente, pero sus acusadores no dejaron de recordarle el episodio de su fuga con el joven Pippo y presentaron al bajá la declaración, escrita al dictado, de Mehmet, el jenízaro, quien afirmaba haber visto a Giovanni, justo antes de la evasión, practicar el amor abominable con el muchacho. Giovanni dijo que todo eso era mentira y recordó las verdaderas razones por las que había propuesto al chiquillo que los acompañara en su huida. Sin embargo, cuando le preguntaron por qué había rechazado ser servido por una joven, estuvo más vacilante en su respuesta. Le dijo al bajá que todavía amaba a una mujer a la que no había visto desde hacía años y que le habría sido imposible distraerse con una esclava. Afirmó también que era contrario al principio mismo de la esclavitud y no habría podido mantener relaciones carnales con una mujer que no tenía otra elección. Cuando tradujeron su respuesta, varios miembros del
diwan
desplegaron una amplia sonrisa burlona y Giovanni comprendió que su respuesta no había convencido.
Después de media hora de interrogatorio, fue conducido, no de vuelta a su aposento, sino directamente al presidio, a una pequeña celda aislada donde lo encadenaron. Pasó allí varios días sin ver la luz, comiendo galletas endurecidas y bebiendo un agua putrefacta. El quinto día fue conducido a la Jenina. Dedujo, por las pesadas cadenas que le pusieron en los pies, que Ibrahim debía de haber sido destituido. De hecho, fue recibido en el despacho del intendente por el hombre que había presentado las acusaciones contra su amo ante el
diwan
. Rashid ben Hamrun lo recibió con desprecio y habló sin rodeos:
—Tu antiguo amo partió ayer para Estambul a rendir cuentas al sultán de su doble juego, que lo hacía cómplice de los cristianos y de nuestros enemigos.
—Estoy seguro de que Ibrahim era absolutamente leal a su religión y al bajá.
—¡Cállate, perro infiel! —gritó Rashid—. Tú formas parte de los que han corrompido su alma. En espera de que sea juzgado por el
diwan
de Estambul, todos sus bienes han sido confiscados por el bajá. Su uso me ha correspondido a mí y puedo hacer que te maten en este mismo instante, si tal es mi deseo.
Los ojos negros de Rashid brillaban y Giovanni comprendió que ese hombre no amaba nada tanto como el poder y que debía de haber esperado mucho tiempo el instante propicio para apoderarse finalmente del cargo y de los bienes del brazo derecho del bajá.
—¿Qué piensas hacer conmigo, puesto que soy tu esclavo?
Rashid sonrió. Llamó a un esclavo negro para que le llevara una hoja y un estilete y los puso ante Giovanni.
—Solo te pido una cosa. Después podrás recuperar tu aposento, tus libros, excepto esa Biblia, y la libertad en el seno de la Jenina.
Giovanni miró fijamente a Rashid.
—Escribe que practicabas el amor abominable con tu antiguo amo. Y añade que te arrepientes de tus actos pasados y que lo demuestras renegando de la fe cristiana y convirtiéndote al islam, la única religión verdadera.
Giovanni bajó lentamente los ojos. Cogió la hoja y el estilete. Reflexionó unos instantes y escribió sin prisa unas líneas en italiano. Levantó los ojos y tendió la hoja a Rashid, que se la quitó de las manos con una alegría no fingida. El nuevo intendente se acercó a una ventana y leyó la confesión de Giovanni:
Yo, Giovanni Tratore, esclavo del intendente del bajá Ibrahim ben Ali al-Tayir, doy fe de la gran virtud moral y de la total lealtad de mi amo hacia el bajá, el sultán y el Profeta. También declaro mi fidelidad a la religión cristiana de mis padres y mi respeto por todas las religiones, como el islam, que preconizan la honradez de las palabras y la verdad de los actos y recuerdan que Dios es Misericordia infinita.
Rashid se puso a temblar de cólera mientras leía la declaración. Permaneció unos instantes callado antes de volverse hacia el cautivo. Cogió una vela y quemó la hoja delante de él, al tiempo que lo increpaba con voz contenida:
—¿Quién eres tú para querer darme lecciones? ¡Podría hacerte empalar ahora mismo por lo que acabas de hacer!
El semblante de Rashid se había teñido de púrpura y sus ojos parecían lanzar puñales. No obstante, consiguió dominarse y prosiguió en un tono más calmado:
—Pero no quiero ceder a la cólera. Así que me conformaré con hacer que te apliquen el castigo que mi predecesor debería haberte infligido, según nuestras costumbres, por haber mentido sobre tu condición, lo que equivale a una tentativa de fuga. Y ya intentaste fugarte una vez. Conoces, pues, la pena por el segundo intento: ¡cortar un miembro! Me complacerá que sea la mano derecha, esa con la que te gusta escribir, ¡con la que acabas de escribir esto!
Dos días más tarde, poco tiempo después de la primera llamada a la oración, Giovanni fue exhibido en la gran plaza, la misma donde lo habían fustigado unos meses antes. Habían montado una pequeña plataforma de madera para que el torturado estuviese a la vista de todos. El joven italiano estaba sobre la plataforma, encadenado y flanqueado por dos fornidos jenízaros. Un rótulo colocado más abajo precisaba el motivo de la condena —la mentira sobre su identidad descubierta tras una primera tentativa de evasión— y la hora de la ejecución de la pena: justo después de la oración de mediodía. Por tercera vez en su vida, Giovanni se veía expuesto a una pena pública. Esta le horrorizaba todavía más que las anteriores. Se había recuperado de los latigazos y de los vergajazos, pero la idea de perder para siempre una mano, aparte del sufrimiento inmediato producido por semejante amputación, lo angustiaba profundamente. Intentaba no dejar traslucir sus sentimientos ante los curiosos que se agolpaban delante de la plataforma para observar la cara del condenado, pero su alma se hallaba sumida en unas profundas tinieblas. Pensó en Elena, en Dios, en el destino, en Luna. Su vida le parecía un inmenso caos. ¿Qué sentido tenía haber accedido a tanta iluminación, amor y verdades elevadas para llegar a esto? Sabía que estaba expuesto a acabar miserablemente sus días allí como esclavo. Y un esclavo mutilado al que se le asignan las tareas más degradantes del presidio. Una vez más, se sintió solo en el mundo y desesperado.
Las palabras de un salmo que recitaba todos los días en el monasterio acudieron súbitamente a su memoria. Aunque esas palabras ya no fueran inspiradas por la fe que antes lo animaba, las dejó fluir a través de sus labios en la lengua griega en que se había acostumbrado a recitarlas:
—«¡Desde el fondo del abismo yo Te invoco, oh Eterno! ¡Señor, escucha mi voz! ¡Que tus oídos estén atentos a la voz de mis súplicas! Si Tú conservaras el recuerdo de las faltas, Eterno, ¿quién subsistiría? Pero el perdón se encuentra junto a Ti para que Te temamos. Confío en el Eterno, mi alma confía y yo espero Su promesa…»
Unas lágrimas rodaron por sus mejillas y se interrumpió. Entre la multitud, justo enfrente de la plataforma, una voz siguió recitando el salmo, también en griego:
—«… Mi alma espera al Eterno más que los vigilantes aguardan la aurora. Israel, deposita tu esperanza en el Señor, pues la misericordia está al lado del Eterno, y la Salvación, al lado de El en abundancia. El redimirá a Israel de todas sus faltas.»
Estupefacto, Giovanni buscó con los ojos entre la multitud quién había pronunciado aquellas palabras. Era una voz de mujer. Vio varias, pero todas tenían la cara cubierta con un velo, pues no podían mostrarla ante un condenado. Giovanni buscó sus ojos. Le impresionó la belleza de una mirada, a la vez púdica e intensa, oculta tras un chal azul. La joven de grandes ojos negros y almendrados sostuvo unos instantes su mirada ardiente; luego bajó la cabeza y se fue de la plaza.
Aquel suceso ofreció un poco de consuelo al corazón de Giovanni. Sin duda alguien se había compadecido de él. Pero ¿quién? Y, sobre todo, ¿qué mujer árabe podía saberse de memoria un salmo en griego? Ese enigma ocupó un rato la mente atormentada del calabrés, al que solo separaba ya una hora de la ejecución de su terrible condena.
Al poco, según la costumbre, llevaron a los cientos de cautivos del presidio del que Giovanni se había escapado. Los castigos públicos eran ejemplos que supuestamente disuadían de cualquier otra tentativa.
Giovanni buscó a Georges con los ojos. Le pareció reconocer a lo lejos la silueta del francés, pero no estaba seguro. Se dijo que al menos tendría el consuelo de volver a estar con su amigo en el presidio. El muecín llamó a los fieles a la oración y la plaza se vació durante unos instantes. Un silencio de muerte reinó durante unos diez minutos. Luego, la numerosa multitud volvió. Rashid ben Hamrun quiso asistir al castigo. Colocaron para él un sillón justo al lado de la plataforma, pero prefirió quedarse de pie.
Dos jenízaros obligaron a Giovanni a arrodillarse. Uno lo sujetó por la cintura y el otro le metió la mano en una
falaca
adaptada para este nuevo suplicio. La mano derecha de Giovanni se hundió en la madera hasta quedar inmovilizada a la altura de la muñeca. Después apoyaron la
falaca
sobre un tajador de madera. Otros dos turcos asían los extremos de esta, mientras que el jenízaro sujetaba firmemente la nuca de Giovanni para que no pudiera moverse. Rashid hizo una seña al verdugo. Un turco rechoncho, provisto de un hacha de mango corto, subió a la plataforma. Se colocó en el lado derecho del tajador y miró fijamente la mano del calabrés que sobresalía de la
falaca
. Inspiró profundamente y levantó el hacha muy despacio hacia el cielo. Giovanni cerró los ojos.
P
erdón para el cautivo! —gritó una voz masculina procedente de la muchedumbre.
Al oír estas palabras, Rashid indicó al verdugo que se detuviese.
—¿Quién ha reclamado el perdón del condenado? —gritó a su vez el intendente del bajá, escrutando a los asistentes con su mirada negra.
Un hombre avanzó entre la multitud. Todos lo conocían. Mohamed al-Latif era moro y uno de los comerciantes argelinos más ricos. Se acercó lentamente a Rashid, quien lo reconoció.
—¡Espero que tengas un buen motivo para interrumpir este acto de justicia! —le espetó el nuevo hombre fuerte de la Jenina.
—¡El mejor de todos!
Rashid, furioso, esperaba.
—Ese cautivo me interesa. Te propongo comprarlo.
—¿Conoces los usos establecidos para la compra de un condenado? —preguntó, sorprendido, Rashid.
—Diez veces su precio, ¿no?
Rashid frunció los ojos y empezó a ver venir un excelente negocio.
—Exacto.
—¿Y cuál es su precio?
Rashid reflexionó unos instantes.
—Antes de caer en desgracia, Ibrahim Ben Ali al-Tayir lo había estimado en cien ducados de oro.
Mohamed se acarició lentamente la barba y repuso, sonriendo:
—Eso lo sé. Pero también sé, igual que tú, que el esclavo mintió sobre su nombre y su fortuna, razón por la cual ha recaído sobre él esta segunda condena. Dime, pues, en cuánto estimas el precio de un esclavo cristiano sin fortuna. Aquí todos somos comerciantes —añadió, extendiendo la mano hacia los presentes— y sabremos apreciar si tu precio es justo.
Tras estas palabras, un murmullo irónico recorrió la asistencia. La negociación entre el nuevo intendente del bajá y el mercader moro prometía ser emocionante. Aquello irritó a Rashid, pero no podía eludir el mercadeo, pues formaba parte de las costumbres más enraizadas.
—¡Este hombre vale mucho más de lo que imaginas! —dijo—. Es un erudito que habla varias lenguas antiguas y, pese a su mentira, Ibrahim lo había sacado del presidio para convertirlo en su esclavo personal. De hecho, apreciaba tanto su compañía y sus cualidades intelectuales que cenaban juntos varias veces por semana.
—Tú no pareces tan sensible a sus cualidades intelectuales, puesto que lo has hecho volver al presidio —contestó en tono irónico Mohamed.
Una risa burlona se extendió entre la multitud. Rashid estaba furioso, pero no se dejó intimidar.
—¡Tengo otras cosas que hacer para servir a mi señor que interesarme en la religión de los infieles!
—No lo dudo. Bien, entonces, ¿en cuánto estimas el valor de ese infiel charlatán?
—En setenta ducados de oro como mínimo.