El Oráculo de la Luna (48 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—¿Por qué diez fuentes?

—Hacen referencia a los diez sefirot de la Cábala. Desde los orígenes, hubo otra corriente, más intelectual, de la mística judía. Se trata de acceder a un conocimiento de lo divino a través de una lectura simbólica de las Sagradas Escrituras. Esa vía, llamada Cábala teosófica, se basa en las veintidós letras que componen el alfabeto hebraico. Cada letra tiene varios significados simbólicos, además de un valor numérico. Combinando significado simbólico y valor numérico, se llega a hacer una lectura mística de la Tora y a encontrar significados ocultos mucho más profundos que llevando a cabo una simple lectura del significado literal.

—¿No ha escondido Dios sus tesoros más preciosos?

Esther se detuvo y miró a Giovanni. Este prosiguió.

—Mi vida ha sido caótica y en ocasiones dolorosa, pero tuve la fortuna de vivir casi cuatro años junto a un gran filósofo, y más tarde otros tantos en diferentes monasterios de Grecia. Así pues, he aprendido a abrir el ojo de mi mente y he tenido algunas experiencias místicas de unión con Dios. ¡Me parece todo eso tan lejano en estos momentos!

—No sé nada de vuestra vida, Giovanni. Solo sé que acabáis de pasar una dura prueba. Estoy segura de que, si Dios os ha sometido a ella, no ha sido por capricho. Seguramente vuestra vida ha sido a veces muy dolorosa, pero desde luego no caótica. Un día comprenderéis su sentido, no me cabe la menor duda.

—Yo pensaba como tú…, como vos…

Esther lo miró con una leve sonrisa en los labios.

—Prefiero… como tú.

—Yo pensaba como tú —repitió Giovanni—, pero empecé a dudar…

Siguieron andando en silencio, a paso lento, por el jardín. Luego, Esther tomó de nuevo la palabra:

—Un sabio dijo que quien no ha conocido la noche de la duda no puede acceder realmente a la luz de la fe verdadera.

—Y tú, Esther, ¿ya has dudado de la existencia de Dios?

—Sí. Cuando mi madre murió, mi corazón se quedó vacío y mi fe murió. Era incapaz de rezar y simplemente pensar en Dios me descomponía. Pasé así varios años.

—¿Le sucedió lo mismo a tu padre?

—Mi padre sufrió una dura prueba, pero no creo que perdiera la fe. Respetó mi actitud y jamás intentó forzarme o convencerme. Lloré durante horas por mi madre y después grité contra Dios.

Giovanni se sobresaltó al recordar su ira contra Dios; en la gruta.

—Le expresé toda mi cólera. Hasta que una mañana, al levantarme, supe que Le había perdonado.

—¿A Dios?

—Sí, a Dios —contestó Esther con firmeza—. Habitualmente pensamos que hay que perdonar a los hombres. Pero, cuando la vida nos ha hecho mucho daño, es con Dios con quien estamos resentidos y es a El, puesto que El es la Vida, a quien debemos perdonar.

Giovanni se detuvo. Esas palabras encontraban un eco muy profundo en su propia experiencia. De pronto se dio cuenta de que nunca había pensado que podía perdonar a Dios. Simplemente se había vengado de la peor manera posible: desentendiéndose de Él.

—¿Y recuperaste la fe? —preguntó Giovanni, pese a su turbación.

—Sí. Pero ya no era solo mi hermosa y despreocupada fe infantil. Era la misma fe y otra. Era una fe en la que Dios se había vuelto más misterioso y más inaccesible a mi razón, pero más presente en mi corazón y más íntimo. No sé describirla bien. Vivo cada segundo en presencia de Dios, pero no sabría pronunciar una sola palabra para hablar de Él. En cierto modo, he llegado a través de mi propia experiencia al corazón de la enseñanza de la Cábala.

Esther continuaba avanzando a paso lento por el paseo central hacia la parte alta del jardín.

—La Cábala —prosiguió con voz pausada— establece una distinción entre
En Sof
, el aspecto oculto e inexpresable de Dios, y los diez sefirot, que son Sus manifestaciones en el mundo.
En Sof
, que podríamos traducir por «sin fin» o «nada», significa que Dios escapa totalmente a nuestro entendimiento. Ninguna palabra puede describirlo. Ninguna imagen puede representarlo. Ningún concepto puede abarcarlo. Como tan bien dijo vuestro gran teólogo Tomás de Aquino, al que mi padre cita con frecuencia, «lo más seguro que puedo saber de Dios es que no sé nada de Él». Eso es lo que dicen los místicos de todas las religiones: Dios está por encima de todo y es incluso peligroso nombrarlo. Esa es la razón por la que está prohibido pronunciar Su nombre en el judaísmo. Nombrar es poseer… ¡y no tardaríamos nada en apoderarnos de Dios para nuestros propios proyectos!

Giovanni pensó en los miembros de la Orden del Bien Supremo, que asesinaban sin escrúpulos en nombre de la pureza de la fe. Pensó en todos los musulmanes y los cristianos que combatían con fervor en nombre de Alá o de Jesucristo. ¡Qué sensato era no nombrar a Dios! ¡Pero qué difícil y exigente era también rezar a un Dios incognoscible al que no se podía ni nombrar ni describir!

—Los diez sefirot son las diez emanaciones de ese Dios misterioso e insondable —prosiguió Esther—. Son las cualidades divinas que se han proyectado fuera de Él y que impregnan el mundo. No son Dios, sino sus manifestaciones, sus fuerzas, y a través de ellas podemos conocer algo de Dios.

Esther había llevado a Giovanni a la parte más alta del jardín. Se volvió.

—Estamos en lo más alto del jardín. La casa está abajo de todo y podríamos llegar a ella directamente por este paseo central. El jardín es alargado como un árbol. Aquí estamos en la parte superior de lo que simboliza el árbol sefirótico. Ese paseo central es en cierto modo el tronco del árbol.

Esther volvió la espalda a la casa y dio unos pasos más hasta el final del paseo. Cogió a Giovanni con espontaneidad del brazo y lo condujo a una arboleda frondosa. Apartó las ramas y mostró al joven italiano, estupefacto, una magnífica fuente baja construida en forma de corona.

Arbol Sefirotico

Giovanni estaba cautivado. Admiraba la inteligencia apasionada de Esther, y los principios cabalísticos que la joven evocaba le hacían pensar en ciertos aspectos del misterio cristiano

Numerosas preguntas se agolpaban en su mente. Pero, sobre todo, saboreaba ese momento de felicidad y de armonía. ¿Cómo olvidar que, unos días antes, estaba pudriéndose en una sórdida mazmorra vigilada por unos patanes, mientras que ahora paseaba por ese delicioso jardín, estructurado según un simbolismo místico, en compañía de una mujer tan bella como sabia?

Esther lo miró en silencio. Su mirada era a la vez intensa y púdica, una extraña paradoja que le daba un encanto único. Giovanni era muy sensible a él y se disponía a decírselo cuando Malik salió de repente por la puerta del patio.

—¡Ah, estáis aquí! Perdonad que interrumpa vuestra conversación, pero mi señor desea ver a Giovanni en su despacho.

—Te dejo —dijo Esther, desapareciendo con una sonrisa sin dar a Giovanni tiempo de reaccionar.

Malik lo guió hasta el segundo piso.

Giovanni se preguntaba, ansioso, qué querría de él el señor de la casa. Al mismo tiempo, su corazón estaba todavía con Esther, en el jardín.

76

E
ntrad, entrad —contestó Eleazar.

La estancia medía como mínimo veinte pasos de largo, diez o doce de ancho y ocho de alto. Las paredes estaban totalmente forradas de libros. En el centro de la sala destacaba una inmensa mesa de madera, cubierta de pergaminos, de plumas, de lápices y de libros, con un candelabro de siete brazos en bronce. Eleazar estaba sentado detrás de su monumental escritorio y Giovanni solo podía ver su coronilla, tapada con una pequeña kipá blanca. Levantó la cabeza.

—¡Ah, amigo mío! ¡Cuánto me alegro de que hayas podido descansar! Pero acércate.

Giovanni no lograba apartar la mirada de los miles de volúmenes alineados en las estanterías de madera, la mayoría de los cuales parecían manuscritos antiguos. Rodeó el escritorio y comprobó que Eleazar estaba ocupado escribiendo un texto en un pergamino.

—Es hebreo, ¿verdad?

—Exacto. ¿Habías visto algún manuscrito en esta lengua?

—Manuscritos, no, pero he visto letras hebreas en algunas obras. Las encuentro extraordinarias: cada una de ellas parece una obra de arte.

—Algunos cabalistas se pasan la vida pintándolas para impregnarse de su fuerza y de sus ricos significados.

Giovanni pensó en las palabras de Esther.

—¿Pensáis, entonces, que las letras poseen una fuerza o un significado por sí mismas, fuera de una frase? —preguntó.

—Es lo propio de las veintidós letras del alfabeto hebreo. Cada una de ellas es tan rica en virtualidades que desprende un poder inimaginable. El simple hecho de pronunciar una de ellas equivale a recitar una fórmula mágica: ¡no se sale indemne!

Al lado del pergamino había un fajo de hojas garabateadas con una fina escritura en latín e ilustradas con dibujos que representaban los planetas. La mirada de Giovanni fue atraída por esos dibujos como por un imán.

—¡Ah, nuestro astrólogo está fascinado por la ronda de los astros! —dijo, divertido, Eleazar.

—Perdonad…, mi mirada se ha sentido atraída por esa ilustración en la que, curiosamente, el Sol, y no la Tierra, está situado en el centro del universo.

—En efecto.

—¿Habéis sido vos quien ha trazado esa extraña representación del cosmos?

—No. Es una carta de un amigo, un gran astrónomo polaco llamado Nicolás Copérnico, quien me ha hecho partícipe de una teoría que revoluciona nuestra representación del mundo. Nos conocimos hace unos años, cuando él estaba en Bolonia.

—¿Y qué afirma ese hombre que sea tan asombroso?

—Que la Tierra gira sobre sí misma y, además, que no está en el centro de nuestro universo, sino que es simplemente un planeta como otros que gira alrededor del Sol.

Giovanni se quedó boquiabierto. ¿Cómo se podía afirmar una cosa semejante, cuando la experiencia de la observación cotidiana nos mostraba que era el Sol el que giraba alrededor de la Tierra y no a la inversa?

—Comprendo tu sorpresa, hijo —prosiguió Eleazar con una mirada maliciosa—.Yo mismo, la primera vez que Copérnico me expuso su hipótesis, en el más absoluto secreto, me quedé muy intrigado. La teoría heliocéntrica no es nueva. Aristarco de Samos ya la formuló en la Antigüedad. Pero ahora Copérnico aporta la prueba matemática.

—Semejante teoría no solo va en contra del sentido común, sino que cuestiona las dos grandes autoridades intelectuales que son la Biblia y Aristóteles.

—Precisamente por eso nuestro amigo avanza con prudencia. Ya ha reunido suficientes pruebas científicas para demostrar su hipótesis, pero todavía no se decide a publicarlas. Se expone a ser condenado tanto por la Universidad como por la Iglesia.

—Y… ¿vos creéis que su tesis es plausible?

—¡No solo plausible, sino indudable!

Un temblor recorrió la espalda y la nuca de Giovanni.

—Pero, si esa teoría es verdadera, como parecéis creer, ¿qué ocurre con la astrología, que reposa totalmente sobre la cosmología de Aristóteles y de Tolomeo, la cual sitúa la Tierra en el centro del universo?

—No afecta en absoluto a eso.

—No lo entiendo.

—No afecta a eso porque la astrología, al contrario que la incipiente astronomía, no es un saber científico sino simbólico. Para el astrólogo es irrelevante que el Sol gire alrededor de la Tierra o a la inversa. Lo que cuenta es la situación del hombre, el cual, por el hecho de observar, se encuentra en el centro del cosmos. El astrólogo no dice cómo es el cielo «en sí mismo», sino cómo es el cielo «para determinado hombre», en un momento y en un lugar precisos. Simbólicamente se puede seguir pensando que la visión bíblica o aristotélica, que convierte al hombre en el centro del cosmos, es pertinente…, aunque sea falsa desde un punto de vista científico.

Giovanni permaneció en silencio. De pronto, se emocionó, pues aquella conversación le recordaba las que mantenía con su maestro, Lucius.

—Como seguramente sabes —prosiguió el cabalista—, los diferentes planetas representan las diversas funciones del alma humana, y las disposiciones de los planetas en relación unas con otras son reveladoras de las disposiciones interiores del carácter del individuo. Los astros son, pues, simplemente el signo y no la causa de nuestro carácter y nuestro destino. Por eso en el primer libro del Génesis se dice sobre el Sol y la Luna: «[…] que sirvan de señales tanto para las fiestas como para los días o los años».

—Lo que significa que no nacemos por casualidad, sino en un momento preciso en que el orden cósmico corresponde, en cierta manera, al semblante de nuestra alma. ¿Es eso?

—¡Exacto! Nuestra alma, que tiene determinadas disposiciones y que aspira a tal o cual destino, se encarnará, y después nacerá, en un momento en que esté en armonía con todo el cosmos.

—Pero ¿de dónde vienen esas disposiciones interiores que preceden a nuestro nacimiento? ¿Cómo puede nuestra alma «elegir» de algún modo el momento de encarnarse?

Eleazar miró jovialmente al joven italiano dando una palmada.

—¡Esa es la gran pregunta, mi querido Giovanni! Las respuestas difieren mucho de una corriente de pensamiento a otra. Para Aristóteles, retomado y desarrollado por los teólogos cristianos, la parte noble del alma, el
nous
, viene de Dios y se encarna en el cuerpo en el momento de la concepción. En lo que se refiere a ese cuerpo y esa psique, son únicamente el fruto del atavismo familiar. El carácter procede, por lo tanto, de lo que nuestros antepasados nos han transmitido.

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