El Oráculo de la Luna (43 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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N
ada más ser llevados de vuelta a la ciudad, los dos evadidos fueron encerrados en una minúscula celda donde los ataron a unas anillas sujetas a la pared. Permanecieron así, a oscuras, sin comer ni beber, durante quince horas. Luego, con los tobillos encadenados uno a otro, fueron conducidos ante el intendente del bajá. En un tono seco, Ibrahim los interrogó primero por separado y luego juntos. Los cautivos dijeron la verdad salvo, tal como habían acordado, en un punto: negaron haber recurrido a un cómplice que viviera en Argel y aseguraron haber entregado la carta a un caravanero desconocido para ellos. Ibrahim señaló a Giovanni que su intento de fuga había sido una estupidez, puesto que muy pronto iba a ser liberado gracias al pago de un rescate. El calabrés contempló la posibilidad de confesar el engaño, pero intuyó que era preferible esperar a que el intendente se hubiera calmado y explicó su acto por el miedo a que, como en el caso de Georges, el dinero no llegara nunca. Tuvieron asimismo confirmación de que sus amigos habían conseguido escapar. Ibrahim les preguntó también sobre las motivaciones que los habían llevado a querer liberar al joven Pippo pese a los riesgos que ello suponía. Tuvo a todas luces algunas dificultades para admitir que había sido por simple compasión. Una vez finalizado el interrogatorio, el intendente les anunció que sufrirían la pena prevista en caso de primer intento de evasión: trescientos latigazos en la planta de los pies.

Al día siguiente, justo después de la oración de la tarde, todos los presos fueron reunidos en la gran plaza de la ciudad. Estaban rodeados por doscientos jenízaros. Al otro lado de la plaza, cientos de curiosos se habían congregado para presenciar el castigo. Quitaron las cadenas a los dos cautivos y los llevaron al centro de la plaza.

— Pila baso carie, porta falaca.

El comandante de la guardia pronunció esa frase, que significaba: «Echaos al suelo, perros, y que traigan la
falaca
», es decir, una madera de cuatro o cinco pies, agujereada por el centro.

Los guardias indicaron a los condenados que debían tumbarse boca arriba. Dos turcos llevaron la
falaca
y pasaron los pies de Giovanni por los dos agujeros. Los ataron fuertemente a la madera y, agarrándola de ambos lados, le levantaron las piernas. Otros dos jenízaros inmovilizaron los hombros y los brazos del calabrés. Un quinto hombre, que llevaba en la mano un vergajo de tres o cuatro pies de largo, redondo por la parte del mango pero que se ensanchaba hasta alcanzar medio pie en el otro extremo, se situó frente al cautivo. Mirando fijamente sus pies levantados hacia el cielo, esperó la señal del comandante. Este bajó la mano y el turco golpeó con todas sus fuerzas la planta de los píes. Sorprendido por la violencia del golpe, Giovanni no pudo reprimir un grito de dolor. Un murmullo, de placer o de compasión, recorrió la numerosa multitud que asistía al suplicio. El turco continuó azotando a un ritmo regular, contando los golpes en voz alta. Al llegar a cien, cedió el puesto a otro soldado, quien prosiguió con renovada energía la ejecución de la pena. Después de cinco o seis golpes terriblemente dolorosos, Giovanni cayó en un estado de semiinconsciencia en el que el dolor era tal que se volvió casi soportable. Un tercer guardia sucedió al segundo. Tras el golpe doscientos veintitrés, Giovanni perdió el conocimiento. Lo reanimaron echándole cubos de agua y el joven aprovechó para beber unos tragos refrescantes.

Cuando terminó el castigo, Giovanni no sentía en absoluto sus pies, reducidos a jirones sanguinolentos y hematomas. Le quitaron la
falaca
y lo llevaron a un lado.

Comenzó entonces el suplicio de Georges. El francés temblaba y sudaba de miedo. Le inmovilizaron los pies con la madera y recibió el primer vergajazo. Georges apretó los dientes, pero no gritó. Y así siguió hasta el golpe trescientos y último. La muchedumbre admiró el coraje del francés.

Cuatro esclavos llevaron después a los dos torturados al presidio. Allí los tumbaron en sus respectivas hamacas. Mientras un esclavo les daba de beber, Alexander limpió sus heridas y les puso ungüentos.

—Durante cinco o seis semanas, os será imposible apoyar los pies en el suelo —dijo el médico inglés a los dos hombres—. Vendré todas las mañanas y todas las noches a haceros una cura. ¡Ánimo!

Ni Giovanni ni Georges tuvieron fuerzas para pronunciar una sola palabra. Permanecieron postrados durante horas y acabaron por sumirse en un sueño comatoso.

A la mañana siguiente, en cuanto se quedaron solos en el dormitorio, Giovanni susurró a Georges:

—Me has dado ejemplo con tu valor: ni un grito salió de tu boca.

El francés esbozó una sonrisa.

—He descubierto que el miedo al sufrimiento es sin duda alguna peor que el propio sufrimiento.

—Siento mucho haberte embarcado en…

—No sientas nada. Mi único pesar es haberte obligado a volver en mi busca. No deberías haber hecho ese sacrificio, Giovanni.

—No digas tonterías. Para mí es más importante saber que estás vivo que haberme salvado mientras que tú te ahogabas.

Georges hizo una mueca.

—Giovanni, tengo que confesarte algo.

Los dos hombres se miraron.

—Una cosa que pesa sobre mi conciencia.

Giovanni permaneció en silencio, preguntándose qué tendría su amigo que reprocharse.

—La noche anterior a la evasión, no pude pegar ojo —prosiguió el francés con la voz quebrada—. Me sentía tentado de traicionaros e ir a contárselo todo a Ibrahim a cambio de mi libertad.

Giovanni recibió esa confesión como un puñetazo. Sin embargo, se rehízo enseguida y se dijo que lo más importante era que Georges no hubiera cedido a esa tentación.

—¡Cuando pienso que me has salvado la vida a costa de tu propia libertad! —exclamó Georges al borde de las lágrimas—. Perdóname, Giovanni. Soy un miserable.

—Eres todo salvo un miserable —contestó el italiano con energía pese a su estado de agotamiento—.Y no tengo nada que perdonarte, puesto que tus actos han sido irreprochables.

Los dos hombres intercambiaron una larga y cálida mirada.

Paolo, un esclavo romano que servía en el presidio, entró de pronto en el dormitorio, aportando un poco de aire y de luz.

—Ah, Paolo, deja abierta la puerta, ¿quieres? —gimió Georges, que estaba harto de aquella oscuridad.

—¡Con mucho gusto, compañeros! He venido a informaros de las últimas noticias sobre vuestros cómplices.

Georges y Giovanni prestaron atención.

—El jenízaro que os acompañó ha sido retirado de su servicio y será juzgado por sus iguales por haber fallado en su misión y haber intentado romper el voto de castidad de la peor manera posible. Nadie sabe qué será de él, pero tardaremos en volver a verlo. En cuanto al propietario del
funduq
, ha sido condenado a pagar al bajá una multa igual al precio de los dos prisioneros evadidos.

—¿Y el perro de Mustafa? —preguntó Georges.

—He reservado lo mejor para el final —respondió Paolo con voz suave—. Acaba de ser condenado por el
diwan
a sufrir el suplicio del palo.

—¡Dios mío! —exclamó el francés.

—¿Qué es eso? —preguntó Giovanni.

—Será castigado por donde ha pecado —respondió Paolo con cierto placer—. Lo colgarán por debajo de los brazos en lo alto de una horca y lo harán descender lentamente sobre una estaca acerada que penetrará en el ano hasta atravesar todas sus entrañas.

—¡Eso es atroz! —exclamó Giovanni.

—No es peor que lo que le ha hecho soportar al pobre Pippo durante años —repuso Paolo escupiendo en el suelo.

—Lo terrible del suplicio del palo es que dura horas —comentó Georges—. ¿Sabes cuándo se lo aplicarán?

—Mañana por la mañana en Bab-al-Ued.

—Se oirán los gritos de ese desgraciado incluso aquí —añadió el francés.

Tras unos instantes de silencio, preguntó:

—¿Y quién se hará cargo de la taberna?

—Yo. Ibrahim me lo propuso ayer a cambio de mi conversión al islam y acepté en el acto.

—No hay mal que por bien no venga —murmuró Georges, que comprendía mejor ahora el buen humor de Paolo.

—Vamos, amigos, en parte os debo a vosotros este golpe de suerte. Sabré agradecéroslo trayéndoos todos los días unas pintas del mejor vino. Ahora tengo que encontrar un ayudante entre los jóvenes cautivos.

—No cometas los mismos pecados que el pobre Mustafa —le dijo Giovanni mientras cruzaba el hueco de la puerta.

—No hay peligro: me gustan demasiado las mujeres y ahora podré pasear libremente por la ciudad cuando termine mi servicio.

Pasaron cinco semanas. Tal como Alexander les había predicho, Georges y Giovanni no pudieron poner los pies en el suelo antes de ese plazo. Los primeros pasos les resultaron sumamente dificultosos. No a causa de las heridas, que habían cicatrizado bien, sino porque los músculos de las piernas, que habían estado mucho tiempo sin funcionar, no los sostenían. Durante una semana, tuvieron que andar por el interior del presidio apoyándose en alguno de sus compañeros, y luego utilizando bastones, antes de ser capaces de trasladarse sin ayuda.

Fue entonces cuando Giovanni fue convocado en la Jenina. El sol estaba en el cénit y el muecín acaba de llamar a la oración de mediodía. Con las piernas temblando y el corazón en un puño, se dirigió trabajosamente al palacio del bajá. No tenía ninguna duda sobre la razón por la que Ibrahim lo había mandado llamar. En cuanto entró en la sala de recepción del intendente, se encontró, efectivamente, con el rostro inexpresivo del emisario judío que había ido a Italia. Los dos hombres guardaron silencio. Ibrahim no tardó en entrar en la estancia y saludó a Giovanni de un modo extrañamente afable:

—¡Ah, señor Da Scola, es un placer veros de nuevo! Me alegro de que ya os sostengan las piernas. ¡Pero no permanezcáis de pie en vuestro estado de debilidad!

Giovanni esperó a que él estuviera sentado para tomar asiento a su vez.

—Os acordáis de Isaac, ¿verdad?

Giovanni asintió con la cabeza.

—Pues bien, nuestro amigo ha regresado esta mañana de su viaje a Italia y acaba de contarme todo lo que ha visto, oído y negociado en relación con los cautivos que tenía por misión revender.

Ibrahim se quedó callado y se acarició la barba. Después prosiguió, con una expresión de asombro fingido:

—No parecéis muy impaciente por saber lo que tiene que decir sobre vos.

Giovanni bajó los ojos. Había comprendido el juego del intendente y decidió tomarle la delantera.

—Sé que he traicionado vuestra confianza. Sé que vais a condenarme a una pena todavía peor que aquella de la que acabo de reponerme. Pero también sé que, de haber estado en mi lugar, sin duda vos habríais actuado igual para evitar las galeras. Porque ¿qué hombre no haría lo que fuese para evitar ir otra vez a ese infierno?

Ibrahim miró fijamente al joven.

—¿Por qué otra vez? —preguntó.

—Hace unos años fui condenado a las galeras por los venecianos, por haberme batido en duelo con un noble y haberlo matado, cuando, como habéis podido saber, soy un simple campesino —confesó Giovanni.

—¿Y cómo es que un campesino calabrés llegó a batirse en duelo con un noble veneciano? —preguntó Ibrahim, desconcertado.

Giovanni bajó de nuevo los ojos.

—¡Tendría que contaros toda la historia de mi desdichada existencia! Pero no tiene ningún interés.

—Al contrario. Como a la mayoría de mis compatriotas, me encantan las historias. Vamos, Isaac, déjanos. Puesto que nuestro amigo reconoce su engaño, ya no tienes nada que hacer aquí. Te mandaré llamar de nuevo, en caso necesario.

Visiblemente aliviado de poder irse por fin a descansar, el judío salió de la habitación. Ibrahim pidió a un esclavo que sirviera de beber y exhortó a Giovanni a que comenzara su relato, rogándole que no omitiera nada importante. Por segunda vez en unos meses, Giovanni resumió con emoción el curso de los acontecimientos de su breve pero intensa existencia. No omitió nada que lo hubiera marcado, ni la carta, ni su pérdida de la fe en la gruta, ni el perro que le salvó la vida. Ibrahim parecía cautivado. Lo interrumpió una sola vez en toda la tarde para ir a rezar. Regresó con una fuente de frutos secos y pidió a Giovanni que prosiguiera su relato. Cuando este terminó, acababa de caer la noche e Ibrahim se fue de nuevo a rezar. A su vuelta, invitó al joven —cosa rarísima— a cenar con él.

Durante la cena, le hizo miles de preguntas relativas a la filosofía, la teología y la astrología. Cuando el muecín llamó a la oración de la noche, se despidió de su invitado después de pedirle que volviera al día siguiente para cenar de nuevo con él y continuar aquella conversación que le apasionaba.

Al despedirse, le dijo:

—¿Por qué no me contaste tu verdadera historia desde el principio? Te habría sacado del presidio y tomado como esclavo personal en la Jenina para conversar contigo sobre todas estas grandes verdades.

71

A
l día siguiente, al anochecer, un esclavo fue a buscar a Giovanni para conducirlo a los aposentos del intendente del bajá. En el transcurso de la cena, hablaron de nuevo sobre cuestiones filosóficas y religiosas que apasionaban a Ibrahim. Giovanni aprovechó la circunstancia para hacerle numerosas preguntas sobre la religión musulmana y su anfitrión disfrutó instruyéndolo sobre ese tema. Al otro día, el esclavo condujo directamente a Giovanni a un aposento bastante cercano al del intendente y le explicó que era la voluntad de su amo que en lo sucesivo viviera allí. Sus condiciones de vida iban a cambiar radicalmente, puesto que podría desarrollar un trabajo intelectual, dormir en un lujoso aposento e incluso pasearse con total libertad por el interior de la Jenina. Sin embargo, Giovanni no pudo alegrarse plenamente. Seguía estando prisionero. Tan solo su jaula había cambiado.

Intentó en vano conseguir que trasladaran a Georges al palacio. Ibrahim estaba resentido con el francés por haber ayudado a Giovanni en su tentativa de evasión, además de que deseaba tener a su nuevo interlocutor de excepción para él solo. Giovanni logró, no obstante, que Georges se beneficiara en el presidio de condiciones de vida más favorables.

El intendente vistió suntuosamente a su nuevo esclavo, le proporcionó libros, material para escribir, e incluso le ofreció a una joven y bella esclava mora para que le sirviera y satisficiera todos sus deseos. Para gran asombro de su anfitrión, Giovanni declinó este último ofrecimiento.

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