El Oráculo de la Luna (24 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Ella lo miraba en silencio. Aquella situación le parecía irreal, directamente salida de un cuento de hadas.

—Me cuesta creer que, simplemente por amor a mí, hayas dejado a tu familia y recorrido toda Italia a pie.

—Pues es la pura verdad.

—¡Pero has tardado mucho tiempo en encontrarme!

Giovanni rió de buena gana.

—¡No ha sido por no pensar en ti! Cuando conocí a mi maestro, exigió que me quedara como mínimo tres años con él. Si supieras cuántas dudas tuve… ¡Estaba tan impaciente por verte!

A Elena le costaba imaginar que lo había hecho todo por amor a ella, incluso aprender filosofía y astrología. Aquello la halagaba y la incomodaba a un tiempo.

—Estoy segura de que no merezco tanta fe, amor y esperanza. No tardarás en descubrir que soy una muchacha normal y corriente…

—Te conozco poco, Elena, pero, sin tú saberlo, me has conducido por un camino de encuentros extraordinarios, de preciosas amistades y de grandes alegrías. Así que creo que no te conoces a ti misma, que no conoces la belleza que hay en ti…, belleza de la que tu cuerpo no es sino un reflejo.

—Sí, señor sabelotodo.

—No olvides que soy astrólogo y que he hecho tu horóscopo. Ahora mismo sé mucho sobre ti.

—No me acordaba de que se supone que habíamos quedado para hablar de eso. Pero, sin ánimo de decepcionarte, me tienen totalmente sin cuidado mi horóscopo y mis pretendientes. Era un simple pretexto para verte aquí.

—Haces mal —repuso Giovanni—, porque haciendo tu horóscopo he descubierto una cosa extraordinaria.

Elena hizo un mohín de curiosidad.

—Resulta que la posición del planeta Venus, que significa el amor, es exactamente la misma en tu tema y en el mío.

—¿Debo deducir de ello que estamos hechos para amarnos?

Giovanni respondió a la sonrisa de Elena y acercó los labios a los suyos. Se besaron con pasión durante largos minutos, pero fueron interrumpidos por un crujido de pasos ante la puerta. Los dos jóvenes contuvieron la respiración. Se oyeron tres golpes y, a continuación, la voz de Marinella decir:

—Perdonad que os moleste, pero la cena está a punto. Os esperan en el gran salón.

—Iremos dentro de unos minutos —contestó Giovanni, aclarándose la garganta.

Se agachó para recoger su camisa mientras Elena le arreglaba un poco el peinado.

—¿Qué vamos a decir si nos preguntan sobre esta apasionante consulta astrológica? —dijo la joven con aire jovial.

—Tú te limitarás a decir que ha sido muy instructiva, pero demasiado personal para ser comentada en público. Deja que me encargue yo de lo demás. Contaré unas cuantas banalidades sobre tu carácter…

—¿Ves cómo, después de todo, soy muy banal?

Se abrazaron riendo. Luego, Giovanni condujo a Elena al cuarto de aseo, donde ella estuvo un momento mientras el muchacho ponía orden en el salón. La joven regresó cuando él estaba guardando sus libros en el armario. A Elena le intrigó el gran sobre depositado al fondo del pequeño mueble. Giovanni cerró el armario con llave y se colgó la llave del cuello.

—Bien, vayamos a reunimos con nuestros anfitriones. Y quizá sería prudente recuperar el tratamiento de vos delante de ellos, ¿no crees?

—Con gran placer,
signor astrologo
.

Los Priuli estaban impacientes.

—¡Ah, por fin! —exclamó el señor de la casa al ver a los jóvenes bajar la escalera—. Pasemos a la mesa, mi estómago no puede esperar.

—Disculpadnos —contestó Giovanni—, había tantas cosas que decir sobre esta deliciosa persona…

—No lo dudamos —dijo Sofía, acomodando a sus invitados—. Y bien, Elena, ¿de qué cosas apasionantes te has enterado?

—¡De muchísimas! Pero son demasiado recientes, todavía, y están demasiado confusas para que pueda hablar de ellas con serenidad.

—Además, son cuestiones muy íntimas —añadió Giovanni, sonriendo a su anfitriona.

—Claro, claro. Pero decidnos solo una cosa que estoy impaciente por saber.

Elena miró a la señora de la casa con expresión interrogativa. Sofía esperó unos instantes a que la sirvienta hubiera distribuido los platos calientes, tomó una cucharada de sopa, cosa en la que fue imitada por su marido y sus dos invitados, y formuló por fin la pregunta que le quemaba los labios:

—¿Va a casarse Elena con don Gregorio Badia o con el joven Tommaso Grimani?

Giovanni estuvo a punto de atragantarse. Elena parecía incómoda, pero menos sorprendida por la pregunta.

—No he tomado ninguna decisión al respecto —respondió con calma—, y el señor Da Scola no ha abordado esa cuestión.

Sofía miró a Giovanni, desconcertada.

—Creía que ibais a hacer su horóscopo para hablar precisamente del porvenir sentimental de Elena.

—Así es, pero, más que hablar de personas en particular, hemos abordado cuestiones de orden general, sobre lo que le conviene y no le conviene a la señora Contarini.

—Lo que le conviene es casarse con un hombre maduro e instruido como don Gregorio —intervino el viejo Priuli.

—¡Pero, querido, tiene casi cuarenta años y podría ser su padre! —repuso Sofía.

—Eso no tiene importancia. Es un hombre de temperamento, en la plenitud de sus facultades físicas, rico y poderoso. Las jóvenes solo tienen cosas que ganar casándose con un hombre de experiencia en vez de con un chiquillo que aún no ha aprendido nada de la vida, como el joven Grimani.

—¡Tommaso ya no es un niño! Seguramente incluso es mayor que nuestro amigo Giovanni. Es muy apuesto, bien educado y uno de los mejores partidos de la ciudad. ¿Y debo recordarte que es un excelente espadachín de temible reputación? Aunque no es ese el rasgo de su personalidad que prefiero. Si yo estuviera en el lugar de Elena, no lo dudaría.

Elena se sentía cada vez más incómoda.

—Todo eso es prematuro. No tengo intención de casarme en los próximos meses. En cambio, el señor Da Scola me ha dicho que tengo buenas aptitudes para la filosofía y me ha propuesto darme clases particulares.

Giovanni abrió los ojos con expresión de sorpresa, pero enseguida reaccionó y le siguió la corriente.

—La señora Contarini posee una gran inteligencia y le apasionan las cuestiones filosóficas. Sería un honor para mí responder a sus preguntas.

—¡Excelente idea! —dijo Sofia Priuli—. Es lamentable que nuestras hijas no tengan una instrucción tan completa como nuestros hijos y no puedan ir a la universidad.

—Quizá yo sea de la vieja escuela, pero me parece que las mujeres tienen otras cosas que hacer para llevar un hogar que disertar sobre ideas abstractas —repuso su marido.

—Lo uno no quita lo otro —dijo Elena—. Como me ha dicho el señor Da Scola, estoy hecha tanto para criar hijos como para cultivar mi inteligencia.

—¡Ah!, si lo dicen los astros… —dijo Priuli, encogiéndose de hombros.

Giovanni consiguió desviar la conversación hacia temas más generales. Al terminar la cena, acompañó a Elena hasta la puerta del palacio. Antes de que la joven se metiera en la góndola, le susurró al oído:

—¿Puedo ir mañana a dar mi primera clase?

—Déjame primero convencer a mi madre. Te diré algo muy pronto.

Los dos jóvenes se dieron un beso furtivo y Elena entró en la pequeña cabina de madera situada en el centro de la góndola.

Giovanni miró cómo la barca se deslizaba sobre el agua hasta que desapareció. Después subió para dar las buenas noches a sus anfitriones y volvió a sus aposentos. Se sentó en el sillón y percibió con emoción unos efluvios del perfume de Elena. Pasado un largo rato, se levantó y abrió el armario. Sacó el sobre destinado al Papa, se sentó de nuevo en el sillón y lo miró con gravedad.

—¿Cuándo voy a tener el valor de dejar a Elena para ir a Roma? —murmuró—. ¡Si al menos supiera lo que dice esta carta!

El joven pensó en la conversación sobre Lutero, el Anticristo y el fin del mundo. Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que esa carta tenía algo que ver con esas cuestiones. ¿Revelaría quizá su maestro el nombre del Anticristo o la fecha del fin de los tiempos? Las manos se le escapaban. Giovanni observó el sobre: ¿cabía la posibilidad de abrirlo sin romper el sello? No. Con todo, estaba deseando hacerlo. Pasó un buen rato dudando. Finalmente, guardó el sobre en el armario.

Fue al dormitorio, se desvistió y se tumbó en la cama, con la mirada puesta en el cristal donde se extendía un cielo estrellado y misterioso. No tenía la conciencia tranquila, pero su corazón estaba rebosante de alegría. Se dijo que tendría que esperar unas semanas para asegurarse de la lealtad de Elena antes de explicarle la razón de su viaje a Roma. Sería cosa de unos quince días como máximo. Hecho eso, podría vivir sin remordimientos junto a su amada.

41

G
iovanni esperó con impaciencia unas líneas de Elena. Dos días más tarde, recibió por fin una misiva de la joven. Las noticias eran malas. Tras unas palabras afectuosas, Elena confesaba que su madre había aceptado la idea de las clases de filosofía… ¡con la condición de asistir a ellas! ¿Sospechaba algo quizá? En cualquier caso, les sería imposible verse de manera íntima. Elena, no obstante, citaba a Giovanni para el día siguiente por la tarde en su palacio. El astrólogo acudió y dio una clase de filosofía griega a la madre y a la hija, así como a otras dos mujeres cultivadas a las que había invitado Vienna. Les fue imposible a los dos jóvenes hablar en privado.

La experiencia prosiguió al ritmo de dos tardes por semana. Giovanni sentía una inmensa dicha cada vez que veía a Elena y una idéntica frustración por no poder abrazarla. Elena también se moría de ganas de echarse en sus brazos y no soportaba tener que seguir interpretando esa comedia delante de su madre y sus amigas.

Mientras estaba sentado a una mesa ante un albergue, pensando en una manera de estar a solas con Elena, Giovanni oyó una voz amiga:

—¡Qué pensativo estás!

Giovanni levantó los ojos. Su mirada se iluminó.

—¡Agostino! Es un placer verte.

El hombre iba acompañado de un personaje de más edad, suntuosamente vestido.

—El placer es mío. Te presento a Andrea Balbi, un excelente amigo. ¿Podemos sentarnos y compartir una copa de vino contigo?

—Nada me causaría más placer.

—Se te ve cada vez menos por la ciudad. Tengo entendido que has cancelado varias invitaciones. ¡Cuántos corazones chasqueados!

—Últimamente no tengo ganas de diversiones.

Giovanni se habría confiado gustoso a Agostino, pero la presencia de aquel desconocido lo disuadió de hacerlo. Fue, sin embargo, su amigo quien orientó la conversación hacia la mujer que ocupaba su corazón.

—¿No será el encuentro con Elena Contarini lo que te ha trastornado?

—Bueno…, debo confesar que no me es indiferente.

—Te lo advertí: ¡es la mujer más guapa de Venecia! Y además es muy buen partido, cuenta con una cuantiosa dote. Qué pena para nosotros que solo pueda casarse con un noble perteneciente a las familias más antiguas de la ciudad…, como nuestro amigo Balbi.

Agostino y Andrea rompieron a reír. Giovanni se descompuso.

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero a esa ley aprobada hace justo diez años, que prohibe los matrimonios entre nobles y plebeyos.

Giovanni estaba estupefacto. Venecia le parecía una ciudad tan abierta, tan heterogénea, tan cosmopolita que jamás había imaginado que semejante obstáculo jurídico pudiera interponerse entre Elena y él. El joven intentó como pudo disimular su turbación interior.

—¡Vaya, qué ley tan curiosa! —comentó, tratando de llevar el debate a un registro político—.Yo creía que Venecia era una república.

—Has puesto el dedo en la formidable ambigüedad política de nuestra querida ciudad. Nuestro sistema político, curiosa mezcla de democracia y despotismo, reposa totalmente sobre la aristocracia, que elige a los senadores, al dux y a sus consejeros. Lo admirable es que ese sistema que consagra la desigualdad recibe la aprobación de todos, empezando por los que son excluidos de toda representación y decisión políticas, o sea, ¡el noventa y ocho por ciento de la población!

—Reconozco que no somos una democracia popular, como algunos desean —matizó Andrea Balbi, que era uno de los dos mil quinientos nobles miembros del Gran Consejo, piedra angular de todo el edificio político de Venecia—, pero nuestro sistema, contrariamente a las numerosas monarquías que nos rodean, evita toda dictadura hereditaria. Nuestro representante supremo, el dux, es elegido por los miembros del Gran Consejo en el transcurso de un proceso complejo que excluye las maniobras de un solo clan, y su poder es permanentemente controlado por otras instancias, como el Senado o el Consejo de los Diez.

—Yo no cuestiono nuestras instituciones —repuso Agostino, con ánimo de evitar un malentendido que podría serle fatal en una ciudad donde las denuncias anónimas habían conducido a más de un opositor político a la prisión o al envenenamiento—. Dan a nuestros gobiernos una notable estabilidad desde hace más de siete siglos y me alegra que así sea. Intento simplemente explicarle a nuestro joven amigo que nuestra ciudad es gobernada por una élite aristocrática, sabia, es verdad, pero que intenta legítimamente preservar sus intereses y su solidez, sobre todo frente a los ricos comerciantes que aspiran a participar en las decisiones políticas. ¿No es ese, querido amigo, el sentido de esa reciente ley que prohibe a los patricios casarse con plebeyos, por ricos que sean?

—En efecto —contestó Balbi, tranquilizado por las palabras de su amigo—. La multiplicación de los matrimonios entre nobles y no nobles amenazaba con socavar, a medio plazo, los propios cimientos de nuestra fuerza y de nuestra estabilidad política. Esa es la razón por la que yo mismo he defendido esa ley. ¡Después de todo, hay suficientes jóvenes guapas y ricas en Venecia para dejar a los pocos nobles casarse con sus iguales!

Agostino esbozó una sonrisa de complicidad y miró a Giovanni a los ojos.

—Ya lo ves, amigo, tendrás que resignarte, como yo, a cazar en unas tierras que no sean las de los Contarini. Además, varias rapaces pertenecientes a las grandes familias ya revolotean alrededor de esa bella presa. Pero, tranquilo, yo puedo indicarte excelentes terrenos de caza a tu alcance. La diabólica Angélica, por ejemplo, solo habla de ti. Aunque es hija de un rico notable, no forma parte de la antigua aristocracia. ¡Créeme, es una pista que vale la pena seguir!

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