El Oráculo de la Luna (31 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Tal como Teófanes le había explicado, a las construcciones monacales solo se podía acceder mediante un sistema accionado con un torno. El novicio atravesó un pueblo situado al pie de los peñascos y preguntó en qué dirección se encontraba el monasterio de San Nicolás. Luego se adentró en un sendero que subía entre una vegetación cada vez más agreste. Tras una hora escasa de marcha, llegó al pie del cenobio. El peñasco sobre el que estaba edificado era relativamente poco elevado, comparado con otros, pero, debido a su escasa superficie, el monasterio había sido construido dándole una altura considerable y totalmente pegado a las curvas de la roca, lo que confería al conjunto una armonía excepcional.

Giovanni alzó los ojos y vio, a unos cincuenta metros del suelo, una red que empezaba a bajar colgada de una cuerda. No tardó en darse cuenta de que un monje iba en el interior de la red, como un pez cautivo. En cuanto hubo tocado el suelo, el monje retiró el gran gancho que mantenía la red de cuerdas cerrada alrededor de una anilla unida a la soga. Intercambiaron la frase de saludo ritual:


Evlogite
—dijo el monje.


O'Kyrios
—contestó Giovanni.

—¿De qué monasterio vienes?

—Vengo del Athos.

—¿Vienes de la Montaña Santa? ¡Dios te bendiga! ¿Y cómo te llamas?

—Fray Ioannis.

—Bienvenido. ¿Deseas venir a nuestro monasterio?

—Sí. Tengo una carta de recomendación para el hegúmeno de parte de Teófanes Strelitzas.

—¡Dios lo bendiga! ¿Cómo está?

—Bien. Está pintando el refectorio del monasterio de Stravonikita.

—Ahora podrás contemplar los sublimes frescos que pintó en nuestra pequeña iglesia. Es un gran regalo de Dios para nuestra comunidad.

—¿Cuántos monjes sois?

—Dieciocho. Pero nuestro monasterio es uno de los más pequeños. El Gran Meteoro, que está detrás, cuenta con más de doscientos. Y en total, en una veintena de monasterios y numerosos retiros, hay más de dos mil monjes rezando en estos peñascos.

—¡Es extraordinario!

—¿Habías venido ya a rezar aquí?

—No, nunca.

—Entonces tienes suerte de que haya bajado para ir al pueblo. Te explicaré lo que hay que hacer para ir al monasterio.

El monje llevó a Giovanni un poco más lejos.

—Aquí está la simandra. Hay que dar veinte golpes y esperar la respuesta del hermano portero. Si la red no está abajo, la enviará de inmediato. Vamos a llamar y te ayudaré a instalarte dentro.

El monje dio unos golpes sobre la madera ajustándose a una cadencia regular. La respuesta llegó enseguida: unos golpecitos secos sonaron en lo alto del peñasco. No muy tranquilo, Giovanni se metió en la red desplegada sobre el suelo. El monje le enseñó cómo levantar las mallas de la red y el gancho que las recogía en la gran anilla que colgaba en el extremo de la soga. Una vez finalizada la operación, el monje dio cinco tirones de la cuerda que unía la soga al torno. Unos instantes después, la soga empezó a elevarse y Giovanni se separó del suelo. Estaba en posición sentada, con los brazos alrededor de las rodillas.

—¡No tengas miedo! —le dijo el monje, saludándolo—. ¡Es muy poco frecuente que la cuerda se rompa!

El «muy poco frecuente» sumió a Giovanni en una profunda angustia. Cerró los ojos para no mirar al vacío. Le pareció que el ascenso duraba una eternidad. Invocó sin cesar el nombre de Jesús.

Finalmente, llegó ante una plataforma y dos monjes asieron aquel insólito paquete para depositarlo en tierra firme. Cuando fue liberado, Giovanni vio acercarse a otros dos monjes, los encargados de hacer girar la rueda. Exhaló un suspiro de alivio y se dijo que no tenía ninguna prisa en bajar.

50

C
uatro meses habían transcurrido desde la llegada de Giovanni al monasterio de San Nicolás, a lo largo de los cuales no había salido ni una sola vez de ese nido de águilas. Compartía la vida ascética de los monjes, la mayoría de ellos bastante mayores. Sin embargo, detrás de esa vida de oración aparentemente sin historia, un profundo drama corroía el alma del novicio. No dejaba de pensar en Elena. No solo su mente rememoraba los momentos de dicha y se preguntaba qué había sido de ella, sino que su cuerpo también estaba agitado y se despertaba a menudo lleno de deseo de ella. Por más que dirigiera sus pensamientos a Dios, se confiara a la Virgen y meditara sobre la Misericordia divina, era inútil: la joven lo atormentaba día y noche. Se confió al hegúmeno del monasterio, el padre Basilio, un viejo austero e intransigente. ¿Indicaba el deseo incesante que sentía de la joven que jamás podría llevar vida monástica? ¿Debía marcharse del monasterio, como le había sugerido el stárets Symeon? El hegúmeno no compartía esa opinión. Al contrario, estaba convencido de que el joven fray Ioannis tenía verdadera vocación, pero que debía erradicar mediante la oración, el ayuno y la privación de sueño todo deseo y todo pensamiento carnal. Así pues, empujó a Giovanni a llevar una existencia cada vez más austera y a confesar diariamente los pensamientos carnales que le obsesionaban. Giovanni había vuelto a pintar iconos. Estaba especialmente atento a no volver a pintar las facciones de la joven que seguía encendiendo su corazón. Consiguió dibujar bastante bien un rostro de la Virgen según los cánones más tradicionales, pero la mirada continuaba siendo extraña. Giovanni tomó entonces conciencia de que, pese a todos sus esfuerzos, le era imposible no pintar la mirada de Elena. Tras haber empezado una y otra vez los ojos de su Virgen de la Misericordia, se le ocurrió una idea. Puesto que no lograba olvidar la mirada de Elena, ¿por qué no eludir la dificultad pintando una Virgen con los ojos cerrados? En un estado de gran excitación, logró por fin terminar su icono. El resultado era bastante extraordinario. Lo miró largo rato y unas lágrimas de emoción corrieron por sus mejillas. Podría, pues, continuar pintando. Se disponía a mostrar su obra al hegúmeno cuando un sombrío pensamiento cruzó por su mente durante el oficio de la noche. Le contrarió tanto que salió de la capilla y subió al cuartucho que le servía de taller. Iluminó el icono con la luz de una vela. Su mirada se quedó clavada. Lo que había presentido en la iglesia era ahora una evidencia. Esos ojos cerrados, esa expresión de dulzura y de serenidad, estaban grabados en el fondo de su memoria desde hacía muchos años. Era exactamente la expresión del rostro de Elena cuando la había visto por primera vez, desde el pajar, mientras estaba tumbada en la cania.

Una oleada de desesperación invadió el corazón de Giovanni. Entonces tuvo la certeza de que no podría olvidar a Elena. Su rostro permanecería siempre grabado en su memoria.

Por la noche se lo contó todo al hegúmeno, que se encargó de destruir personalmente mediante el fuego el icono maldito. Le prohibió pintar, pero lo animó, pese a todo, a perseverar en su vocación.

Giovanni pasó varias semanas en un estado de gran abatimiento. Por primera vez, pensó seriamente en irse del monasterio en contra de la opinión del hegúmeno. Pero ¿para ir adonde? El corazón le decía que volviera a Venecia junto a Elena. Era una locura, pero, si no podía vivir sin ella… Quizá lo había esperado.

Quizá había cambiado de opinión y estaría dispuesta ahora a abandonar a su familia y su ciudad por amor a él. Además, así podría saber si había llevado la carta de Lucius al Papa. Pese a los enormes riesgos, empezaba a pensar en su vuelta a Venecia con un nombre falso y un aspecto que lo hiciera irreconocible.

Una noche que no podía conciliar el sueño y hacía planes, una frase de Luna le vino a la memoria: «Matarás por celos, por miedo y por cólera». Desde que estaba en el monasterio, había olvidado por completo el oráculo de la bruja. Y hete aquí que esas extrañas palabras resurgían en su mente. Giovanni se sintió profundamente turbado. ¿Acaso no había visto la bruja el primer crimen? Si regresaba a Venecia, ¿la fuerza de la pasión que lo habitaba no lo llevaría a verse encadenado de nuevo por los poderosos lazos del destino y a cometer otros crímenes?

Durante los días siguientes, meditó sobre ello y decidió abrirse al padre Basilio. Este último acogió con escepticismo las palabras de Luna. Sostuvo con fuerza, sin embargo, que su regreso al mundo significaba las cadenas de la esclavitud de la pasión y el pecado. Para el anciano, Giovanni se hallaba enfrentado a una elección de vida crucial: la libertad espiritual y una existencia virtuosa en el marco de una vida totalmente consagrada a Dios, o la sumisión al poder del deseo y una existencia atormentada, seguramente dramática, en el mundo.

Las palabras del hegúmeno impresionaron a Giovanni. Una semana más tarde, decidió pronunciar los votos perpetuos de castidad, pobreza y obediencia en ese monasterio. El padre Basilio se sintió muy satisfecho y le propuso prepararse para el comienzo de la cuaresma. Giovanni rezó día y noche y continuó mortificándose. Ahora que había tomado una decisión, encontraba cierta paz interior. Una sola cosa lo atormentaba todavía: no tener fuerzas para mantener, a lo largo de toda su vida de monje, su compromiso ante Dios.Unos días antes de que pronunciara los votos, mientras meditaba en la pequeña terraza encaramada en la cima del peñasco y miraba el acantilado que se alzaba a unos cientos de metros del monasterio, una idea descabellada cruzó por su mente. Al principió la contempló con escepticismo; luego se dejó lentamente ganar por ella. Finalmente, con una extraña mezcla de exaltación y de ansiedad, bajó la pequeña escalera de madera y fue a llamar a la puerta del superior del monasterio.

51

E
vlogite
.


O'Kyrios
—contestó el hegúmeno en un tono un poco fatigado.

Después de haber besado la mano del anciano, Giovanni se sentó en el suelo.

—¿Qué ocurre? —preguntó el viejo monje, sorprendido por la expresión exaltada del novicio.

—¡Creo que el Señor me ha dado la solución!

—¿La solución a qué?

—A la crisis espiritual que atravieso desde hace varias semanas. Desde que tomé la decisión de pronunciar los votos. Tal como le confesé, me atormenta la idea de ser infiel a mis votos y de volver un día al mundo en busca de esa mujer que se ha adueñado de mi corazón y cometer no sé qué otro crimen abominable.

El anciano asintió con un ligero movimiento de la cabeza.

—Mirando hace un momento el acantilado que está frente a nuestro edificio, y muy especialmente la gruta donde vivió san Efrén, el Señor me ha inspirado la solución a esta angustia.

El hegúmeno empezaba a comprender adonde quería ir a parar el joven monje, pero le parecía tan sorprendente que fingió no entender nada a fin de concederse un tiempo de reflexión.

—¿Y bien?

—Fray Antonio me ha contado con detalle la vida de Efrén el eremita. Que, hace ya casi dos siglos, ese monje atormentado por la carne y por el recuerdo de una mujer decidió hacer que lo encerraran vivo en la gruta situada en medio de ese alto acantilado. Como sabéis, vivió así más de cuarenta años, sin hablar jamás con nadie, en la soledad y la oración, con tan solo los ángeles por confidentes.

»Antonio me ha contado que, como en el caso de todos los santos eremitas que han hecho esa elección radical, le bajaban pan y agua en un cesto una vez por semana, y que pasaron cuarenta años antes de que un día dejara de tocar esas provisiones.

«Convencido de que había muerto, un monje bajó entonces con una cuerda para inspeccionar los lugares y retirar el cadáver. Cuál no sería su estupefacción al comprobar que la gruta estaba vacía, totalmente vacía. El cuerpo de Efrén había desaparecido y la búsqueda llevada a cabo al pie del acantilado, a más de veinte metros de distancia de la gruta, no dio ningún resultado. Unas semanas más tarde, un santo monje tuvo la visión de que el cuerpo de Efrén se había vuelto tan puro que había sido transportado directamente al cielo por los ángeles de Dios. Desde entonces, Efrén el eremita es venerado en nuestros monasterios como un gran santo.

—Todo eso lo sé. ¿Adónde quieres ir a parar?

—¿Por qué otros monjes, igualmente atormentados por el deseo de una mujer, no podrían imitarlo en su fe y en su confianza absoluta en Dios? ¿Por qué no podría yo retirarme a la gruta de san Efrén y hacer voto de quedarme allí hasta la muerte?

El hegúmeno permaneció un largo rato en silencio antes de decir, acariciando su barba canosa:

—Los santos son modelos, es verdad, pero ¿te sientes realmente llamado a asumir una renuncia como esa? ¿Imaginas los combates que tendrás que librar contra Satán y contra ti mismo para no volverte loco?

—Esos combates los libro desde que estoy aquí. Creo que Dios me pide hoy ese acto de abandono absoluto para liberarme por fin de las cadenas que me atan a esa mujer. ¿No es así como Efrén fue liberado de ese yugo? ¿Por qué me ha hecho venir Dios a este monasterio, justo enfrente de esa gruta, si no es para invitarme a seguir los pasos de ese santo?

El hegúmeno cerró los ojos sin dejar de acariciarse la barba.

—Esto requiere reflexión.

—En el plano práctico, es sencillísimo —prosiguió Giovanni con la mirada iluminada—. En la cima del peñasco viven dos monjes que han instalado allí un torno. Bastaría que me bajaran una vez hasta llegar a media altura del acantilado, donde está la gruta, y se encargaran de hacerme llegar después, una vez por semana, pan y agua en un cesto. Cuando el cesto subiera lleno, significaría que he accedido por fin al Reino de nuestro Padre celestial.

—Sí, sí, ya sé que es realizable —repuso el superior mascullando—. Pero ¿estás realmente llamado a esa vocación excepcional? De eso es de lo que tengo que asegurarme mediante la oración.

Giovanni inclinó la cabeza con la mano sobre el corazón.

—Por supuesto, padre, pero sabed que desde que esa idea ha acudido a mi mente, cuando pedía a Dios que me iluminara, mi alma ha encontrado por fin la paz.

—Volveremos a hablar de esto el sábado después de la liturgia. Hasta entonces, pide a la Madre de Dios que me ilumine.

El sábado siguiente, día de Saturno, Giovanni regresó a la pequeña celda del hegúmeno. El padre Basilio tenía el semblante grave.

—¿Sigues firme en tu deseo de permanecer hasta la muerte en la gruta de san Efrén?

—He rezado a Nuestro Señor y a Su Madre día y noche, y ese deseo no ha hecho sino crecer en mí —respondió Giovanni con seguridad.

—Hummm… —murmuró el anciano—.Yo también he rezado mucho para ser iluminado sobre tu situación. Es una decisión grave que no solo compromete toda tu existencia, como la de hacer votos, sino que es irreversible. De la misma forma que un monje frágil puede romper sus votos y ser salvado por la Misericordia divina después de errar algún tiempo, uno recluido de por vida no tiene otra salida que ir hasta el final exponiéndose a perder la cabeza o incluso a suicidarse. No ignoras que se ha encontracta el cuerpo de algunos eremitas al pie de los precipicios en los que vivían recluidos. Nunca se ha sabido qué había pasado, pero no se puede descartar la hipótesis de la muerte voluntaria.

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