El Oráculo de la Luna (30 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—La contrición es el arrepentimiento sincero que experimentamos después de haber cometido una falta. Ese arrepentimiento nos devuelve a la luz del Espíritu Santo que nos ayuda a mejorar. Entonces los ojos de nuestra alma están totalmente dirigidos hacia Dios. La culpabilidad, en cambio, es un veneno del alma. En vez de mirar a Dios, nos miramos a nosotros mismos y nos juzgamos, en ocasiones incluso sin darnos cuenta. Puesto que hemos cometido tal acto malo, o puesto que hemos tenido tal pensamiento negativo, nos consideramos malos. Desesperamos de nosotros misinos y, lo que es más grave aún, adjudicamos a Dios nuestra propia autoacusación. Dios adopta entonces la figura de un juez temible. A partir de ese momento, ya no escuchamos la voz de Dios, sino la de nuestra conciencia acusadora que se ha cubierto con la máscara idolátrica del todopoderoso y misericordioso Señor. Recuerda lo que dijo el apóstol Juan: «Si tu conciencia te condena, Dios es más grande que tu conciencia». Los frutos humanos del remordimiento y de la culpabilidad son la tristeza, la angustia e incluso la desesperación. Los frutos divinos del arrepentimiento y de la contrición son la alegría, la paz y la acción de gracias. Abriéndonos al perdón de Dios, siempre a nuestro alcance, el arrepentimiento sincero libera nuestro corazón allí donde el remordimiento enfermizo lo encierra en sí mismo y en sus demonios.

Escuchando las palabras del stárets, Giovanni se dio cuenta de que, efectivamente, debía de sentirse culpable de manera bastante soterrada, no solo por el hecho de que, a su pesar, el recuerdo de Elena todavía lo atormentara, sino también por sus extravíos pasados. A raíz de su conversión, había pedido y recibido el perdón divino y pensaba haberse liberado de ese remordimiento, cuando en realidad este seguía corroyéndole el alma sin ser él consciente.

—Padrecito, me doy cuenta de que el remordimiento por mis faltas pasadas todavía domina mi corazón. Sin embargo, me he encomendado a Dios muchas veces y creía haber obtenido Su perdón. ¿Por qué el peso de esas faltas continúa atormentándome a mi pesar y a pesar de mis plegarias?

El eremita alzó lentamente sus ojos ciegos hacia el cielo y exhaló un suspiro antes de responder:

—Lo único que debes mirar es el amor de Dios…, pues eres esclavo del miedo.

Giovanni se quedó sorprendido por esa observación.

—¿Qué queréis decir,
batiushka
?

—Todas nuestras faltas, todos nuestros pecados provienen de tres grandes males: el orgullo, la ignorancia y el miedo. Han debido de hablarte en tus estudios teológicos del orgullo. Pero hay una tendencia a olvidar con demasiada frecuencia los otros dos males. La ignorancia, tan denunciada por el gran Sócrates, es el mal de la inteligencia. El miedo es el mal que aflige a nuestro corazón. Al igual que el conocimiento es el único medio de vencer la ignorancia, el único antídoto para el miedo es… el amor. Porque el corazón del hombre no aspira sino a amar y ser amado. Todas las heridas del amor, que empiezan en nuestra infancia, engendran miedos que acaban por paralizar nuestro corazón y hacernos cometer toda clase de actos malos, a veces incluso crímenes.

—Pero yo no cometí ese crimen por miedo. Fue por pasión amorosa y por celos…

—¡No lo dudo! —exclamó el anciano—. Pero, más allá de las palabras infames pronunciadas por aquel hombre, ¿cuál fue el origen de esa pasión y de esos celos asesinos?

Giovanni reflexionó unos instantes.

—Una gran tristeza, creo. La de saber que jamás podría casarme con la mujer a la que amaba… porque no había nacido en el lugar adecuado.

—Sin duda, pues la tristeza proviene de la privación de una cosa deseada. Pero ¿no fue el miedo a perder ese amor lo que te volvió loco?

—Seguramente —respondió con timidez Giovanni.

—¿Y no es el miedo a apenar a tu antiguo maestro, o a decepcionarlo, lo que todavía corroe tu corazón?

—Sin duda alguna —confesó el novicio tras una breve reflexión.

—El único mal que es preciso vencer en tu corazón, hijo mío, es el miedo. Todos los demás males…, la cólera, los celos, la tristeza, la culpabilidad enfermiza…, provienen de ese enemigo interior. Si llegas a dominar tu miedo, no te herirá nada más, ninguna fuerza mala seguirá controlando tu corazón. Y para dominar el miedo, solo hay un remedio: el amor. La vida no es más que pasar del miedo al amor.

El anciano se quedó en silencio. Juntó las arrugadas manos delante de la boca e inclinó ligeramente la cabeza. Después las separó y las tendió hacia Giovanni.

—Sumérgete en el amor de Dios. De ese modo renacerás, liberado del miedo que hasta ahora ha impedido a la fuerza del amor tomar plenamente posesión de tu corazón.

El stárets se interrumpió y apoyó las manos sobre las rodillas. Parecía pensativo.

—¿Sabes cuántas veces aparece escrito en la Biblia «no tengáis miedo»? —preguntó.

—No.

—Trescientas sesenta y cinco veces. Cada día que sale el sol, Dios dice: «No temáis, no tengáis miedo». La Revelación bíblica, si la entendemos bien, no es otra cosa: la revelación de la victoria del amor sobre el miedo, de la vida sobre la muerte. Desde el primer crimen de Caín, la historia de la humanidad no es más que una sucesión sangrienta de crímenes motivados por el miedo, la necesidad de dominar y el espíritu de venganza. Jesucristo vino para poner fin a ese ciclo infernal. Tenía la omnipotencia de Dios a su servicio y se hizo humilde servidor. En la cruz, no maldijo a sus verdugos, sino que gritó: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Vino a enseñarnos la fuerza del perdón, la victoria del amor sobre el odio y sobre el miedo.

El stárets volvió a su posición inicial, con las manos apoyadas en los muslos, y continuó desgranando el rosario.

—No quisiera abusar de vuestro tiempo y de vuestra bondad,
batiushka
. Vuestras palabras conmueven mi corazón y meditaré sobre ellas toda mi vida. Pero ¿qué pensáis que debo hacer a corto plazo?

—Sumerge tu espíritu en el amor y en la misericordia divina.

Giovanni se quedó desconcertado, pero no se atrevió a repetir la pregunta. Enfocó el asunto de otro modo:

—¿Creéis que debo seguir pintando iconos?

—No es a mí a quien corresponde decirlo. Si no encuentras la respuesta en el fondo de tu corazón, pregunta a tu maestro de iconos qué le parecen tus últimas pinturas.

—¿Y creéis que debo hacer mis votos monásticos?

—Tampoco eso me corresponde decirlo a mí. Si no encuentras la respuesta en el fondo de ti, entonces pregúntale a tu hegúmeno qué piensa él del asunto.

Giovanni reflexionó unos instantes antes de hacer una última pregunta:

—¿Creéis que mi corazón continúa siendo prisionero del amor por esa mujer?

—Si tu corazón es prisionero del amor, que Dios te bendiga.

—Pero, si amo a esa mujer, ¿cómo podré consagrar mi vida a Dios?

—No hay ninguna contradicción entre tu entrega a Dios en la vida monástica y tu amor por esa mujer, si has decidido renunciar al deseo carnal que te empuja hacia ella. No intentes olvidar o negar tu deseo, como has hecho hasta ahora, por miedo a ceder a él. Reza por ella cada vez que su rostro resurja en ti y encomiéndala a la misericordia infinita de Dios.

—¿Y si veo que, pese a todas mis plegarias, ese deseo continúa atormentándome?

—Si tu corazón se ve incesantemente turbado, entonces no te quedes en el monasterio. Como se dice en las Escrituras: «Hay muchas moradas en la casa del Padre» y muy pocos son llamados a la castidad perpetua. Quizá tu vocación sea otra, hijo. Reza a Jesucristo y a su madre. Sumérgete en su amor y tendrás la respuesta correcta a tus preguntas.

Tras unos instantes de silencio, el stárets hizo la señal de la cruz en dirección a Giovanni para manifestar que la entrevista; había tocado a su fin. El novicio besó la mano del anciano, dándole las gracias de todo corazón. Tenía las piernas tan anquilosadas que le costó levantarse. Vio que estaba empezando a amanecer. En el momento en que abrió la puerta de la cabaña, el anciano le dio un último consejo:

—No olvides nunca estas palabras de Jesucristo, hijo mío: «No hay amor más grande que dar la vida por los que amamos». Y tampoco estas otras: «Yo he nacido y he venido al mundo únicamente para dar testimonio de la verdad». Amor y verdad son los dos faros que guiarán toda tu vida.

Giovanni se quedó atónito. Dio otra vez las gracias al stárets, salió de la cabaña.

49

S
eñor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.» Con el corazón entregado a la plegaria, Giovanni había regresado al monasterio de Simonos Petra. Su alma se había liberado de un gran peso. Al mismo tiempo, su mente seguía preocupada por la pregunta que lo atormentaba. Las palabras del stárets no le habían permitido tomar una decisión. Pero sabía que el nudo del problema era Elena. ¿Podía olvidarla, como había esperado durante tres años? Ahora tenía la certeza de que era imposible. Nada más llegar al monasterio, había mirado con ansiedad los iconos incriminados. Lo que hasta entonces se había negado a ver le saltaba ahora a la vista: detrás de los rasgos de la Virgen, era a Elena a quien pintaba. Era su boca, era su mirada. Cuanto más había intentado olvidarla, más la había pintado. Se creía liberado de su pasado, pero en ningún momento había dejado de representarlo. Pensaba haber enterrado para siempre ese rostro tan amado… y he aquí que resurgía a través de sus manos, de su corazón, incluso de sus plegarias.

Giovanni sintió un profundo malestar al tomar conciencia de todo eso. Sin reflexionar, cogió los iconos, todos los iconos que el hegúmeno había prohibido, los llevó a la cocina del monasterio y los echó al fuego. Las palabras del stárets le vinieron entonces a la memoria. Se dio cuenta de que lo que acababa de hacer lo había hecho por miedo. Mirando la pintura resquebrajarse y las imágenes borrarse detrás de las llamas, lloró amargamente. Decidió visitar a su maestro Teófanes, que estaba empezando a dibujar los frescos del monasterio de Stravonikita. Relató los acontecimientos de los últimos días al pintor, quien sentía por Giovanni el cariño de un padre por un hijo. Al cabo de unos días de reflexión, el pintor cretense le dio su opinión:

—Ahora que has tomado conciencia, gracias a las palabras del venerable padre Symeon, de la confusión en la que te hallabas, creo que puedes volver a pintar. Básate en los iconos de los antiguos y mantén el corazón puesto en la Virgen cuando pintes. Permanece atento: si reconoces de nuevo los rasgos de esa mujer, no desesperes. Empieza de nuevo tu obra.

Animado por ese consejo, Giovanni regresó al monasterio de Simonos Petra y comunicó al hegúmeno su deseo de pronunciar los votos y de seguir pintando con esa nueva disposición.

El superior le contestó con un no categórico. Debía elegir. La intransigencia del hegúmeno sumió a Giovanni en una crisis más profunda. Lo enfrentó a la pregunta formulada por el stárets: ¿deseaba aún a Elena? ¿Seguía ocupando la joven veneciana su corazón, no solo de forma espiritual sino también carnal? ¿Podía, en ese estado de duda, consagrarse a Dios en la castidad sin correr el riesgo de engañarse y de romper un día sus votos?

Giovanni siguió el consejo del eremita y meditó día y noche sobre el amor de Dios. Encontró cierta paz interior y comprendió que no estaba en condiciones de tomar una decisión. La oración asidua había abierto su corazón a la humildad.

Tras una larga entrevista con el hegúmeno, se decidió que conservaría un año más el hábito de novicio para que tuviera tiempo de aclarar sus sentimientos hacia Elena. El hegúmeno también aconsejó a Giovanni que tomara cierta distancia y viajara durante unos meses a otros monasterios o
sketae
, que hablara con otros maestros espirituales.

Así pues, una mañana, después del oficio, Giovanni salió de Simonos Petra con un hatillo al hombro. Fue otra vez a Stravonikita para hacer partícipe de su decisión al maestro Teófanes. El iconógrafo acogió favorablemente la noticia. Giovanni le dijo que había pensado quedarse uno o dos meses con él, pero Teófanes le contestó:

—Me parece que deberías dejar el Athos durante un tiempo. Vives aquí desde hace más de tres años y creo que, para reflexionar en tu vocación, deberías ir a otro sitio. Los viajes cambian la manera de mirarnos a nosotros mismos y de mirar nuestra vida.

—¿Adonde?

—¿Conoces los Meteoros?

—Ese nombre no me dice nada.

—Es una ciudad monástica situada en el centro de Grecia, a un día en barco y dos días andando de aquí. ¡Es el lugar más extraordinario que conozco!

—¿Más extraordinario que el Athos?

—En el plano espiritual, también es un lugar santo, como este. Pero el emplazamiento es más impresionante. La naturaleza es grandiosa: un caos de rocas se alza en el centro de una llanura. Desde hace varios siglos, unos eremitas se esconden en las.numerosas cavidades de esos extraños peñascos. Pero lo más asombroso son los edificios que unos santos monjes construyeron en la cima de la mayoría de esas rocas gigantes. ¡Sabe Dios qué milagro les permitió realizar semejantes hazañas! Solo se puede acceder a esos monasterios, construidos entre cielo y tierra, utilizando un ingenioso sistema de ruedas, poleas y cuerdas que permite izar hombres, alimentos y materiales en unas redes suspendidas en el vacío.

Giovanni manifestó su sorpresa.

—Es realmente impresionante —prosiguió el iconógrafo—. La primera vez que me metieron en esa red y estuve suspendido en el aire durante cinco minutos largos, creí que el corazón se me iba a parar. Después me acostumbré.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis allí?

—Mucho. Fue hace unos quince años. Pinté toda la iglesia de un pequeño monasterio: San Nicolás Apanavsas. Un lugar de una gran belleza del que tengo cierta nostalgia.

—¿Podríais darme una carta de recomendación para el hegúmeno de ese monasterio? —preguntó Giovanni, que acababa de tomar la decisión de ir a ese lugar tan intrigante.

Giovanni tardó cinco días en llegar al segundo lugar destacado de la ortodoxia griega después del Athos. Como todo el país estaba bajo el control de las autoridades otomanas, no tenía nada que temer, tanto más cuanto que su hábito de monje le hacía disfrutar de una posición privilegiada.

Cuando avistó los Meteoros, Giovanni sufrió una conmoción. Esos gigantes rocosos, absolutamente lisos, parecían surgidos de ninguna parte. Al acercarse, se quedó todavía más impresionado por la belleza de los monasterios construidos en la cima de los principales peñascos.

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