El Oráculo de la Luna (29 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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»Así fue como llegué al Athos. Los monjes que me acompañaban se dirigieron al monasterio de Simonos Petra. El hegúmeno se hizo cargo de mi situación y aceptó que me quedara en la hospedería, donde acogían a numerosos peregrinos. Al cabo de unas semanas, los tres monjes recibieron la visita de un compatriota cretense, el pintor Teófanes. Ese artista y hombre de gran fe oyó hablar de mi historia y expresó su deseo de conocerme. Le conté mi conversión ante el icono de la Virgen de la Misericordia de Andrei Rublev y le manifesté mi atracción por las imágenes pintadas. Entonces, para mi estupefacción, me propuso iniciarme en el arte de los iconos e incluso enseñarme a pintar la Virgen de la Misericordia según la técnica rusa. Con humildad y entusiasmo, acepté su propuesta.

»Durante siete meses, aprendí a dibujar y a pintar las imágenes sagradas junto a ese maestro incomparable. Después, él se marchó del monasterio de Simonos Petra para ir a Stravonikita, donde le habían pedido que pintara la iglesia y el refectorio. Yo contemplaba la posibilidad de acompañar a mi maestro, pero una llamada más imperiosa aún me retuvo en Simonos Petra. Cuanto más compartía la vida de los monjes, más deseos sentía de quedarme con ellos. Abrí mi corazón al hegúmeno, quien confirmó mi vocación y me acogió como novicio en la comunidad. Tomé el hábito el día de la fiesta de la Natividad de la Virgen María. A la vez que continuaba pintando iconos todos los días, compartía la oración y la vida común de los hermanos.

Giovanni se tomó un respiro. Cerró los ojos unos instantes y, con la voz quebrada por el cansancio y la emoción, terminó su relato:

—Durante tres años, he rezado sin cesar a Jesús, he implorado la misericordia de Dios y he pintado iconos de la Madre de Nuestro Señor. Pensaba haber pasado para siempre la página de mi pasado. Pero, cuando el hegúmeno me aseguró que mis Vírgenes eran «demasiado humanas», la idea de dejar de pintar me pareció tan penosa como la de tener que marcharme del monasterio.

El novicio hizo una pausa más.

—Ahora,
batiushka
, he venido a imploraros que iluminéis mi corazón, que vaga de nuevo en las tinieblas. ¿Creéis que el Señor me pide que deje de pintar y pronuncie los votos en el monasterio? ¿O bien debo continuar pintando y renunciar a la vida monástica?

Giovanni tenía los ojos clavados en los rasgos arrugados del anciano, suavemente iluminados por la luz de un cirio. De su boca —estaba íntimamente convencido— saldría una palabra que lo liberaría de ese dilema en el que se hallaba atrapado. Al mismo tiempo, la pregunta formulada por el stárets sobre Elena había despertado sus recuerdos enterrados y ya no tenía la mente tan clara. O más bien algo había sucedido, en su corazón y en su cuerpo, que había removido sus certezas y sus dudas. Su estado mental no era el mismo que antes de entrar en la cabaña del eremita. La simple pregunta hecha por el anciano lo había llevado a rememorar toda su vida y a comprender que Elena todavía ocupaba su corazón. Al final del relato, había formulado un poco mecánicamente la pregunta que lo había conducido ante el santo hombre. Sin embargo, en el fondo de su ser, sentía confusamente que ya no se planteaba en absoluto en los mismos términos. Así pues, estaba bastante nervioso e impaciente por oír la respuesta del stárets Symeon.

El viejo monje permaneció en silencio unos minutos. Después, levantó la mano izquierda y señaló una mesa que estaba a unos metros del novicio.

—Debes de tener sed, hijo. Ve a servirte un poco de agua.

Giovanni tenía la garganta seca, en efecto, y se levantó para ir a beber. Volvió a sentarse frente al stárets. En el rostro de este flotaba una ligera sonrisa:

—¿Cuáles fueron las razones por las que ingresaste en el monasterio y por las que querrías ahora pronunciar los votos?

Giovanni se quedó pensativo.

—Para consagrarme totalmente a Dios en oración perpetua —dijo finalmente.

—Muy bien. ¿Y por qué quieres consagrar toda tu vida a Dios en oración perpetua?

—Porque El es el Bien más amable que existe y yo no quiero dispersar mi vida buscando otros bienes que podrían conducirme a mi propia ruina o a la de los demás…

—Sí interpreto bien tus palabras, ingresaste y deseas quedarte en el monasterio a la vez por amor a Dios y por miedo de perderte en el mundo.

—En cierto modo, sí.

—Quizá esté ahí todo tu problema, Giovanni.

El joven novicio abrió los ojos con asombro.

—El miedo del mundo es, de hecho, un miedo de uno mismo. Si tienes miedo de ti mismo, tu amor por Dios siempre será limitado y jamás lograrás alcanzar el fin último de la vida espiritual.

El stárets se quedó callado. Giovanni no pudo aguantar más y le preguntó:

—Y… ¿cuál es ese fin?

—La divinización del hombre.

El novicio meditó sobre las palabras del viejo monje.

—¿Podéis decirme algo más, padrecito? —preguntó.

El anciano cerró los párpados sobre sus ojos ciegos, como para buscar mejor la respuesta en lo más profundo de su alma.

—Las Escrituras nos dicen que «Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza». Los santos teólogos de la Iglesia oriental han comprendido toda la vida espiritual cristiana a partir de esa palabra fundamental. «Dios creó al hombre a Su imagen» significa que el hombre es la única criatura terrenal que lleva el sello de Dios. Ese sello es nuestra inteligencia racional y nuestra voluntad libre. El ser humano es el único animal que posee razón y libre albedrío. Mediante esas dos facultades, puede acceder a la semejanza divina. Esa semejanza no le es dada de entrada. Está presente en potencia, como un deseo. Apoyándose en las dos facultades divinas que son su inteligencia y su voluntad, el ser humano, en plena libertad, aspirará a ser similar a Dios. Y lo conseguirá con la ayuda constante de la gracia divina.

—Pero ¿no nos dicen las Escrituras que el pecado de nuestros primeros padres fue precisamente querer «ser como dioses» cogiendo, inducidos por la serpiente, el fruto prohibido de la ciencia del bien y del mal?

—Su pecado no fue haber querido ser iguales que Dios, pues tal es la vocación de todo ser humano. Su pecado fue haber querido llegar a serlo por sí mismos, sin la ayuda divina, contando solo con sus propios esfuerzos y sin pasar por el camino que Dios había elegido para ellos. Esa es la razón por la que no debían tocar el fruto de ese árbol, que es el de la divinización. Pues, mientras ese fruto no está maduro, Dios no permite que el hombre lo ingiera. No porque tema que el hombre se convierta en un rival suyo, como da a entender la serpiente, sino simplemente porque el hombre no está preparado. Pues la divinización es un largo proceso que debe realizarse por etapas y con la ayuda constante del Espíritu Santo.

—Comprendo, padrecito. Pero ¿por qué se llamó a ese árbol «el árbol de la ciencia del bien y del mal»?

—Hiciste tus estudios teológicos leyendo la traducción latina de san Jerónimo, ¿verdad?

—En efecto.

—De hecho, ese árbol se llama, según la traducción exacta, «árbol de la ciencia de lo consumado y de lo no consumado». Desgraciadamente, los teólogos latinos, tomando como referencia a Jerónimo, tradujeron esa expresión compleja por «árbol de la ciencia del bien y del mal». Por eso la primera falta de la humanidad fue interpretada como una falta moral, cuando se trata de una quiebra ontológica, de una ruptura en el orden del ser. Porque Dios creó al ser humano en situación de inconclusión, pero con un deseo de conclusión. Ese deseo empuja al hombre a buscar a Dios y a ser semejante a Él. Ese paso progresivo «de lo no consumado a lo consumado»…, Aristóteles diría «del poder al acto»…, se opera mediante la inteligencia y la voluntad humanas en el ejercicio del libre albedrío, según ciertas leyes ontológicas. Tan solo Dios las conoce y sería temerario querer superar esas etapas sin ser movido por la gracia divina y dejándose guiar con toda confianza.

El stárets hizo una pausa y prosiguió con voz más potente:

—La tentación fundamental y permanente del hombre, muy mal comprendida bajo el desafortunado vocablo de «pecado original», es querer adquirir la omnipotencia divina sin pasar por la purificación de su corazón y de su inteligencia, purificación necesaria que permitirá que ese poder sea ejercido en el amor. Pero esa purificación exige que descendamos a lo más íntimo de nuestro ser, pues es en nuestro corazón donde se produce el encuentro con Dios, como recuerda la Escritura: «El Reino de Dios está dentro de vosotros». En vez de confiar en Dios, de abandonarnos como niños entre Sus manos y de buscarlo en nuestro interior, rechazamos su ayuda e intentamos elevarnos por nosotros mismos hasta los cielos exteriores, lo que representa la imagen de la torre de Babel. Pero esa tentación de orgullo, esa voluntad de omnipotencia que aparta al ser humano de su verdadera finalidad, no debe hacernos olvidar que la deificación es el único fin de la vida espiritual. Todos somos llamados, y esa es la grandeza de la vida humana, a llegar a ser semejantes a Dios.

—¿Significa eso que alcanzaremos la esencia divina y nos veremos confundidos en El?

—No. El cristianismo no es una filosofía panteísta, según la cual el alma individual se confunde con la Naturaleza' o el Alma del mundo. Dios, en su esencia, será siempre inaccesible para el hombre. Si podemos conocer a Dios, desearlo y unirnos a El, es a través de sus energías.

—¿Qué significa eso?

—Dios es el Otro. En la profundidad de su misterio, solo puede ser conocido por El mismo. Pero, movido por el amor, ese Dios absolutamente trascendente ha querido salir de Sí mismo, difundirse, manifestarse y darse en participación a unas criaturas a las que ha traído libremente a la existencia y que no subsisten sino en Él y por Él.

»Esa proyección de la esencia de Dios es lo que Dionisio llama las «potencias" divinas y Gregorio Palamas las "energías" divinas. Esas "energías» están al principio y al final de la creación.Todos los seres vivos creados a imagen de Dios, dotados, en consecuencia, de razón y voluntad, son llamados a participar libremente en la proyección divina y a ser divinizados. Pero esa deificación es una participación en la vida divina que mantiene la alteridad de Dios y la del hombre. No es confusión o absorción en lo divino inefable. Ahí radica toda la sutileza de la doctrina cristiana, muy mal conocida o muy mal entendida.

48

E
l stárets carraspeó. Giovanni estaba cautivado. Había estudiado teología, pero nunca le habían hablado de la vida espiritual de una manera tan incisiva y subrayando tan claramente su fin último.

—Pero, si tal es el fin de toda vida humana, ¿no tiene la vida monástica, precisamente por vocación, que reunir las mejores condiciones con objeto de que el hombre se concentre en esa esencia y se ponga por entero en manos de Dios? —preguntó de nuevo al viejo monje.

—Por supuesto, y tu deseo de consagrarte a Dios es muy loable. Pero esa intención no debe ocultar un miedo al mundo y a ti mismo, pues, en caso de hacerlo, toda tu vida espiritual se verá desvirtuada. Y me parece que todavía estás marcado por el peso de las faltas de tu pasado y por el miedo a tu deseo carnal.

—Tal vez sea cierto, padrecito. Pero, entonces, ¿qué debo hacer para liberarme de ello?

—«Sus pecados, sus numerosos pecados le son redimidos, pues ha demostrado mucho amor», dijo Nuestro Señor refiriéndose a la mujer pecadora. Tú también, hermano Ioannis, has cometido una grave falta, puesto que le quitaste la vida a un hombre, pero actuaste por amor a una mujer y te has arrepentido sinceramente de tu crimen. No desesperes, pues, de recibir el perdón del Señor. Ten siempre presente que la Misericordia de Dios es una montaña mucho más alta que el abismo del pecado del hombre.

Giovanni asintió con la cabeza. Eso lo sabía desde su conversión ante el icono de la Virgen de la Misericordia en el pequeño monasterio cretense. Sin embargo, oírlo de la boca del santo hombre lo emocionó profundamente.

—Tu corazón no está en paz —prosiguió el stárets con voz potente pese al cansancio—. Los remordimientos te corroen como un veneno mortal. No sé si es el hecho de haber matado a ese hombre o el de haber faltado a la promesa que le hiciste a tu maestro, o quizá el de desear a esa mujer, pero tu corazón no está en paz. Te sientes culpable de esos extravíos y esa culpabilidad es un obstáculo que impide a la luz del Espíritu Santo penetrar en lo más íntimo de tu alma.

—Pero,
batiushka
, ¿cómo puede uno no ser acusado por su conciencia después de haber matado a un hombre y traicionado la confianza de su maestro? Yo sentí unos profundos remordimientos hasta mi conversión. Entonces recibí el perdón de Dios y mi alma recuperó la paz.

—¿Tú crees?

—Así me lo parece —respondió Giovanni, desconcertado por las palabras del stárets—.Y lo que siento desde la conversación con el hegúmeno acerca de mis iconos es más tristeza que remordimientos.

—¿No sientes, entonces, ningún remordimiento al saber que los iconos que pintas se parecen más a la mujer que has amado, y a la que quizá todavía deseas, que a la Santa Madre de Jesucristo?

—Eso me lo habéis hecho comprender vos ahora.

—¿No crees que, en el fondo de ti mismo, ya lo sabías? ¿No crees que la verdad de ese amor que profesas todavía por esa mujer, y que te negabas a ver, era una carga demasiado pesada? ¿No he dicho simplemente lo que tu corazón ya sabía pero se negaba a reconocer?

—No… no lo sé —confesó Giovanni.

—¿Y no crees que ese sentimiento interior confuso, al no poder ser reconocido y expresarse, bien en deseo aceptado o bien en contrición consciente, quizá se haya transformado en culpabilidad enfermiza?

—¿Qué queréis decir?

—Para superar la tristeza que abruma tu alma, antes de nada debes reconocer el deseo que todavía sientes por esa mujer. Después tendrás que elegir entre ir con ella y vivir tu amor, y quedarte aquí y ofrecerlo a Dios, pidiendo al Señor que purifique ese amor para que te haga crecer en santidad sin que tu corazón se vea contrariado por ese deseo y la culpabilidad que engendra en tu alma.

—Comprendo, padrecito. Pero, si quiero quedarme aquí, ¿no es justo y necesario que mi conciencia me acuse de continuar sintiendo pasión por una mujer, cuando he hecho voto de consagrarme enteramente a Dios y la oración?

—Creo que confundes la contrición y la culpabilidad,

Giovanni miró al viejo monje con extrañeza.

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