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Authors: Frédéric Lenoir

El Oráculo de la Luna (32 page)

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—Lo sé, padre. Pero prefiero arriesgarme a perder la cabeza que a romper un día mis votos y regresar al mundo a torturar el corazón de esa mujer o a cometer otro crimen.

—Eres valiente, y aunque es una locura a los ojos de los hombres, considero que tu deseo es obra de Dios y no puedo oponerme a él.

La mirada de Giovanni se iluminó.

—¡Gracias!

—Pronunciarás los votos dentro de nueve días, el Miércoles de Ceniza, y harás también voto de vivir recluido en esa gruta. El mismo día, te bajarán a la cavidad. Te llevarás ropa de abrigo y varias mantas de lana para protegerte, del frío. Tendrás un solo libro: la sagrada Biblia.

»Ninguna de tus súplicas, ningún grito, ninguna plegaria podrá liberarte jamás de tu compromiso. Solo la muerte liberará tu alma de esa prisión voluntaria. Te lo pregunto por última vez: ¿lo deseas con toda tu alma y toda tu voluntad?

—Lo deseo con toda mi alma y toda mi voluntad. Quiero estar retirado por siempre jamás del mundo y refugiado en Dios. Lo deseo hasta la muerte, hecha realidad no por mis fuerzas humanas, sino por la esperanza del encuentro eterno con Nuestro Señor Jesucristo, que dijo: «Quien quiera salvar la vida, la perderá, pero quien pierda la vida por mi causa, la encontrará».

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S
eñor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.» Giovanni se levantó trabajosamente. Desde hacía varias horas, recitaba la oración de Jesús de manera ininterrumpida, arrodillado al fondo de la gruta húmeda. El sol acababa de salir y los primeros rayos barrían la entrada de la cavidad, situada de cara al este. Como todas las mañanas, Giovanni hizo sus necesidades en un cuenco de madera y arrojó sus deyecciones al vacío. Después se sentó al borde de la gruta y dejó que el suave sol matinal acariciara su carne consumida. Era el único placer que concedía a su cuerpo. Pasados unos veinte minutos, después de haberse calentado, abrió su salterio y empezó a recitar el oficio.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

Apenas hubo terminado de recitar los salmos, un ruido de poleas atrajo su atención hacia la entrada de la gruta. Un gran cesto colgado de una cuerda de cáñamo apareció de repente ante el orificio. Lo cogió delicadamente, por miedo de volcar el precioso contenido: un barrilito de agua y una enorme hogaza de pan, sus reservas para la semana. A veces, fray Gregorio y fray Nicodemo, los dos monjes que vivían en la pequeña
sketae
situada en la cima del precipicio y que estaban encargados de alimentarlo, añadían unos frutos frescos o secos, según lo que habían podido conseguir para ellos mismos. En esta ocasión, Giovanni vio que solo había pan y agua. Lo cogió y dio cinco tirones de la cuerda. Una veintena de metros más arriba, un torno accionado por fray Gregorio se puso en marcha.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

La plegaria del corazón acompañaba todos los gestos de su vida, ya fuera comer, recitar el oficio, leer la Biblia o contemplar el horizonte: el nombre de Jesús se enraizaba así en el corazón de Giovanni, y con frecuencia se despertaba rezando sin siquiera ser consciente de ello. El rostro de Elena había abandonado sus pensamientos y su corazón permanecía refugiado en Dios. Acabada su frugal comida, se mojó la cara y guardó el pan y el agua en un rincón de la cavidad.

La gruta se presentaba en medio del precipicio como un ojo un poco oblicuo, de siete u ocho metros de ancho y alrededor de tres de alto. Después se ensanchaba. Con una profundidad de una decena de metros, alcanzaba doce metros en la parte más ancha.

Giovanni dormía y rezaba al fondo de la cavidad. Comía, recitaba el oficio y leía la Biblia más cerca de la abertura, a fin de tener mejor iluminación. Desde que nueve meses antes había empezado a llevar esta vida de recluso, nunca había lamentado, ni por un solo instante, su decisión. De todas formas, ¿de qué habría servido lamentarlo, puesto que la elección era irrevocable?

Ni siquiera en caso de enfermedad podía recibir visitas ni ayuda exterior. Dependía de la Providencia divina, y vivía con los ojos del alma puestos en la miseria de la condición humana y la grandeza de la misericordia divina.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

Su corazón había recobrado la paz. En el transcurso de los primeros meses, incluso había vivido momentos de bendición tan intensos que había llorado durante largas horas, con el alma invadida por la fuerza del amor divino. Después, esos momentos se habían acabado poco a poco. No obstante, él continuaba rezando sin cesar y viviendo según unas reglas estrictas. El padre Basilio le había aconsejado mantenerse muy alerta y no relajar nunca la disciplina en la vida cotidiana. Rezaba también todos los días a su modelo, san Efrén, pidiéndole fuerzas para perseverar en la fe y la confianza en Dios. Cuando aparecía una sombra de desaliento, pensaba en el santo eremita que había vivido, rezado, hablado con Dios y con los ángeles en aquel lugar durante cuarenta años, y simplemente ese pensamiento le devolvía el valor.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

Sin embargo, desde hacía unas semanas, coincidiendo con que el frío otoñal hacía las noches más duras, sentía una ligera agitación interior. Sin llegar a identificar muy bien esa sensación, se dio cuenta de que necesitaba moverse más físicamente y de que sus sueños también eran más agitados. De hecho, empezaba a sentirse agobiado en aquel espacio reducido, pero se negaba a reconocerlo, semejante toma de conciencia habría podido abrir una puerta a la angustia. Imperceptiblemente, inspeccionó el fondo de la gruta, como si buscara otra abertura.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

Esa mañana, mientras salmodiaba su oración perpetua, paseaba lentamente las manos por la roca del fondo de la pared sin sospechar que iba a hacer un increíble descubrimiento.

Notó, en el rincón más bajo y oscuro de la gruta, que la roca era menos lisa. Tumbándose en el suelo y observando la pared, se percató de que se trataba en realidad de varios bloques de rocas superpuestos, cubiertos por una capa de polvo tan gruesa que le había sido imposible darse cuenta a simple vista. Dominado por una súbita excitación, Giovanni rascó la pared con ayuda de una piedra cortante. Al cabo de una hora, comprendió que se trataba de un desprendimiento muy antiguo. Originalmente, la gruta debía de ser más profunda y se podía acceder al fondo de la cavidad por un estrecho túnel. Al haberse derrumbado el techo de ese túnel, el fondo de la gruta ahora era inaccesible. Pasado el primer momento de estupor, Giovanni decidió no dejarse alterar por ese descubrimiento y recuperó su ritmo de oración y de lectura cotidiano.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

Esa noche, sin embargo, pese a su oración incesante, el monje no podía evitar pensar en el desprendimiento. Una irreprimible curiosidad agitaba su mente: ¿qué podía haber detrás de aquellos bloques de rocas amontonados? ¿Era mucho más grande la gruta?

Para liberar su mente de esas preguntas lacerantes, decidió intentar, a partir del día siguiente, apartar las rocas para saber a qué atenerse. Inmediatamente después de desayunar, Giovanni empezó con el bloque de piedra más elevado. Con ayuda de una piedra afilada, consiguió separar los contornos. Durante más de dos horas, trató de moverlo. En vano. De pronto se dio cuenta de que, por primera vez en nueve meses, se había saltado un oficio. Decidió no reanudar sus excavaciones hasta el día siguiente, y hacerlo estableciendo un horario muy preciso, por la mañana y por la tarde. Consiguió mantener esa resolución. Al menos exterio mente, pues debía luchar para que su mirada y sus pensamientos no estuvieran constantemente puestos en el desprendimiento que había descubierto. Dedicó dos horas por la mañana y dos horas por la tarde a tratar de desprender los bloques. A fuerza de paciencia y de muchos esfuerzos, llegó a mover y luego a retirar una roca. A partir de ese momento le resultó más fácil manejar las otras.

El décimo día de trabajo, el túnel estaba despejado. No sobrepasaba los dos metros de largo y desembocaba en la segunda parte de la gruta, muy débilmente iluminada. Un fuerte olor de humedad, incluso de podredumbre, agredió su olfato. Una vez acostumbrados sus ojos a la semioscuridad, comprobó que esa segunda cavidad era dos veces más pequeña que la primera y, sobre todo, más baja. Tuvo que reptar.

Fue entonces cuando, en la parte más oscura, sus manos tropezaron con algo singular. Recogió el objeto y lo sacó a la luz: ¡un hueso! Un trozo de tibia humana.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

Rezando sin parar y con el corazón palpitante, volvió al fondo de la cavidad húmeda. Un esqueleto entero reposaba bajo jirones de tela. Uno a uno, Giovanni sacó los huesos a la gruta principal. No tuvo ninguna dificultad para reconstruir el esqueleto de un hombre de estatura media. La medallita de oro colgada del cuello del difunto no dejaba ninguna duda sobre su identidad: Efrén.

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B
ajo el nombre del monje, estaba también grabada la fecha de su profesión perpetua: Pascua, 1358. Giovanni se quedó estupefacto. ¡Esa era la razón por la que no habían encontrado el cuerpo del santo eremita! Con toda probabilidad, había instalado su lecho en la segunda parte de la gruta. Una noche, un desprendimiento había obstruido el túnel que separaba las dos cavidades y el infeliz se había encontrado atrapado. Debía de haber muerto de hambre y de sed. Los hermanos que habían ido a buscar su cuerpo no conocían la gruta, ya que el viejo eremita vivía recluido allí desde hacía cuarenta años. En consecuencia, no habían podido sino constatar la misteriosa desaparición del anciano.

Giovanni pensó en el monje que había contado, unas semanas más tarde, el sueño en el que había visto a los ángeles de Dios transportando el cuerpo del eremita directamente al cielo. La explicación se había impuesto y desde hacía casi ciento cincuenta años se veneraba la memoria de ese eremita como la de un gran santo. Un estremecimiento de angustia recorrió la espalda del joven.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

Giovanni rezó y se tranquilizó pensando que el padre Efrén sin duda había alcanzado, después de tantos años de soledad, un altísimo grado de espiritualidad. Poco importaba, pues, que su muerte hubiera sido accidental y no milagrosa.

Giovanni decidió dar cristiana sepultura a su desdichado compañero. Lo ideal habría sido informar a los hermanos de ese descubrimiento a fin de que el santo hombre fuera enterrado en el monasterio. Sin embargo, renunció a ese proyecto por miedo a enturbiar la fe de algunos monjes, que profesaban una inmensa veneración por el eremita. Tomó la decisión de juntar los huesos al fondo de la gruta, cubrirlos con piedras y poner encima la cruz de madera que había llevado consigo.

Mientras terminaba el trabajo, observó algo insólito en una de las rocas que estaba desplazando: una vaga inscripción cubierta de polvo. La frotó con la manga.

Sí, unas palabras se alineaban allí, ilegibles en la semioscuridad.

Ese nuevo descubrimiento conmovió el alma de Giovanni. El santo eremita, antes de morir, había deseado dejar un mensaje. Y ese testamento, la Providencia había querido que fuera él, fray Ioannis, quien lo recibiera… un siglo y medio más tarde. El monje dio gracias a Dios por ese don inestimable.

«Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

Muy alterado, empujó la roca hacia la luz. Después de haber realizado grandes esfuerzos, logró su objetivo y contempló la piedra.

Había tres palabras escritas con mano trémula. Eran prácticamente ilegibles, y Giovanni tuvo que frotar más la piedra.

Entonces se dio cuenta de que el santo hombre había escrito sus últimas palabras con la yema del dedo… impregnada de sangre.

Con el corazón palpitante, logró por fin descifrar el mensaje que Efrén había dejado a los humanos después de cuarenta años de reclusión.

Y ese mensaje decía: «Dios no existe».

V Marte

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G
iovanni se quedó unos instantes sumido en el estupor. Después perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, creyó que salía de una espantosa pesadilla.

Pero la piedra estaba allí, delante de él. Releyó diez veces, cien, las palabras escritas en la roca. Sus ojos descifraban siempre el mismo mensaje, pero su mente no lo comprendía, su corazón no lo creía. No. Era imposible, totalmente imposible, que un hombre que había pasado tantos años rezando en la ascesis y la soledad hubiera podido, en el crepúsculo de su vida, negar la existencia misma de Dios. Pero que Dios hubiera podido abandonar así a su fiel servidor le parecía todavía más imposible. Giovanni buscó una justificación: quizá la intención del eremita había sido escribir una fiase más larga y no había tenido fuerzas para acabarla. Sí, sin duda era eso. El principio del salmo 14 acudió a su memoria: «El necio dice en su corazón: «No hay Dios». Se han corrompido, hicieron cosas abominables, no hay quien haga el bien. Se inclina Yahvé desde los cielos hacia los hijos de Adán para ver si hay algún cuerdo que busque a Dios». ¡Esa era la explicación!, se dijo Giovanni. Al igual que otros santos, Efrén vivió con el espíritu sumergido en el infierno para compadecerse de la desesperación de los que no encuentran a Dios o son apartados de Él por sus pecados. Tranquilizado, el monje recuperó un poco sus fuerzas y terminó la tumba del eremita. Pasó el resto del día rezando. «Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.»

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