Read El origen del mal Online

Authors: Brian Lumley

El origen del mal (24 page)

BOOK: El origen del mal
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ya estaba notando la superficie externa de la Puerta que iba atrayéndolo hacia ella.

Khuv todavía se acercó un poco más y a Jazz se le ocurrió un plan que aún le pareció mejor.

—¡Tú también, comandante! —dijo—, o disparo ahora mismo contra este hijo de puta y contra ti.

Khuv actuó con rapidez y se puso en movimiento en el mismo momento en que Jazz pronunciaba aquellas palabras, desplomándose en la pasarela cuan largo era y gritando:

—¡Fuego, fuego, fuego!

Jazz cayó pesadamente de espaldas dentro de la esfera, arrastrando en la caída al tambaleante Vyotsky tras él. Y…

… ¡y allí había más que blancura! Blanco puro, un fondo de blancura inmaculada sobre el cual Jazz y Vyotsky no constituían otra cosa que manchas de suciedad. Rodaron por un suelo aparentemente sólido que resultaba invisible debido a su misma blancura. Por encima de sus cabezas sonaron unos disparos que formaron una ensordecedora barrera de retumbantes truenos… y que cesaron al momento, cuando se oyó la voz de Khuv, transformada en una especie de zumbido irreconocible que se producía muy lentamente y que parecía llegar desde una distancia infinita:

—¡A-l-t-o e-l f-u-e-g-o! ¡A-l-t-o e-l f-u-e-g-o!

Ahora que se encontraban en el interior de la esfera y que Khuv ya estaba a salvo, no quería que les hiciesen ningún daño.

Jazz se levantó y volvió la vista atrás. A través de una fina película lechosa veía el «exterior» y tenía la impresión de que los movimientos de la gente eran tan lentos que casi eran inexistentes. Era un efecto de doble sentido. Khuv estaba levantándose del suelo y tenía el brazo en alto sobre su cabeza, dando orden de que cesase el fuego.

Jazz lo saludó con el brazo, después de lo cual se volvió hacia Vyotsky, tumbado en el suelo y con el terror pintado en el rostro, y lo apuntó con el arma.

—¡Arriba, Iván! —le dijo con una voz que sonó completamente normal—. Hay que ponerse en movimiento, ¿no te parece?

Vyotsky miró a su alrededor como para dominar la situación. Tenía los hombros caídos. Lentamente se puso de pie y dijo:

—¡Vete a la mierda, británico!

Y a continuación hizo un gesto como tratando de dirigirse hacia Khuv.

Pero no fue más que un intento, porque ahora sólo podía moverse en una dirección. Como si hubiera chocado con una invisible barrera, se desplomó de rodillas y sus uñas arañaron el aire. Y dándose cuenta de la situación en que se encontraba, hizo lo que Jazz esperaba que hiciera: ponerse a gritar solicitando ayuda.

Jazz lo contempló mientras se arrastraba por el suelo y después dijo:

—Haz lo que te venga en gana, Iván. Quédate aquí gritando y vociferando todo lo que quieras y, al final, muérete.

Vyotsky volvió la cabeza rápidamente hacia él.

—¿Morirme?

Jazz asintió con un gesto.

—Sí, de hambre o de agotamiento…

Y volvió la espalda a la imagen que se veía tras la Puerta: Khuv, un telón de fondo formado por las paredes del magma y toda la soldadesca moviéndose de forma lentísima. Y avanzó hacia lo que parecía y se mostraba como una inmensidad de tan extraordinaria blancura que casi le hacía daño.

Vyotsky, desde atrás, todavía le gritó:

—Pero ¿por qué?, ¿por qué? ¿De qué te va a servir que me quede aquí?

—De nada —le contestó Jazz—. Pero tampoco tú le serviste de nada a Tassi…

Capítulo 9

Al otro lado de la Puerta

El comandante de la KGB Chingiz Khuv estaba frente a su subordinado, Karl Vyotsky, separados por una distancia no superior a los tres metros y viéndose a través de una finísima película lechosa tan delgada que casi resultaba invisible. Aun así, se encontraban en dos mundos diferentes. Khuv habría podido dar dos o tres pasos adelante, tender la mano y estrechar la de Vyotsky. Habría podido hacerlo, pero no se atrevía, puesto que dada la situación en que se encontraban, aunque el comandante no habría podido sacar a Vyotsky tirándole de la mano, era indudable que Vyotsky sí habría podido arrastrarlo a él hacia el interior. Con todo, podían hablar, aunque con ciertas dificultades.

—¡Karl! —le llamó Khuv—. De momento no hay manera de que puedas salir de ahí, pero tampoco puedes quedarte arrodillado como un niño abandonado. Bueno, claro que puedes, pero no te va a servir de nada. Por supuesto que podemos suministrarte alimento, naturalmente que sí, te lo arrojamos a través de la Puerta y listos. En eso Simmons se ha equivocado. Seguramente no se le ha ocurrido, pero tenía razón cuando te ha dicho que morirías. ¡Al final morirás, Karl! El tiempo que puedas tardar en morir dependerá de lo que tarde en producirse el Encuentro Seis. ¿Me sigues?

Khuv se quedó esperando la respuesta de Vyotsky. La comunicación por la Puerta era desalentadora, pero finalmente Vyotsky asintió y se puso de pie. Para conseguirlo tardó unos minutos. Entretanto, la figura del agente británico iba desapareciendo en la distancia y lenta, muy lentamente, se perdía de vista. La cara y la boca de Vyotsky comenzaron a moverse de una manera grotesca, mientras sus palabras iban llegando apagadas, sordas, lentas. Khuv le oyó decir:

—¿Qué me aconsejas?

—Simplemente, esto: vamos a equiparte exactamente igual que a Simmons, es decir, te suministraremos todo el equipo y el alimento concentrado que puedas transportar. Por lo menos tendrás las mismas oportunidades que él.

Por fin llegó la respuesta:

—¿Quieres decir que así tampoco tendré ninguna oportunidad?

—Una oportunidad mínima, la verdad sea dicha —insistió Khuv—, pero no vas a saber si la tienes hasta que intentes averiguarlo.

Llamó a un suboficial del escuadrón de soldados que tenía detrás de él y le dio órdenes tajantes y perentorias. El hombre se marchó corriendo.

—Y ahora, Karl, escucha —prosiguió Khuv—. ¿Se te ocurre alguna cosa que pueda serte útil? Me refiero a algo que no hayamos proporcionado a Simmons.

Vyotsky volvió a asentir lentamente con la cabeza y dijo:

—Una motocicleta.

Khuv se quedó con la boca abierta. No tenían ni la más mínima idea de cómo debía ser el terreno, y así se lo dijo.

—Si no me puedo montar en ella, la dejo aquí tranquilamente —respondió Vyotsky—. ¿Tan difícil es proporcionarme una motocicleta? Si supiera pilotar un helicóptero, lo pediría.

Khuv, por tanto, dio nuevas órdenes. Como cumplirlas requería tiempo, Simmons ya no era entonces más que un puntito en la blancura del horizonte, un punto que iba haciéndose gradualmente más pequeño, como una hormiga que recorriera una duna de arena.

Comenzó a llegar el equipo, transportado en un carro, que fue empujado hacia el interior de la esfera. Vyotsky inició la interminable faena de ponerse encima los arneses. Lo hacía con toda la rapidez que podía, pero para Khuv y los demás observadores era como contemplar el lento avance de un caracol. La paradoja era ésta: que a ojos de Vyotsky ocurría lo mismo con los demás. Consideraba que se estaba moviendo con gran rapidez, pero los demás parecían moscas moviéndose sobre miel. Para los compañeros de Vyotsky hasta las mismas gotas de sudor que resbalaban por su frente tardaban segundos en llegar al suelo invisible sobre el que tenía posados los pies.

Por fin llegó la moto: un pesado modelo militar, pero en buenas condiciones de funcionamiento y con suficiente combustible para recorrer trescientos setenta y cinco kilómetros. La moto fue colocada en otro carrito y empujada también hacia el interior. Vyotsky, en el otro lado, iniciaba el proceso increíblemente lento de montarse en la motocicleta y de poner en marcha el motor. Sin embargo, pese a la anomalía que presentaba el ritmo del tiempo, el resto del espectro físico parecía funcionar perfectamente. La moto emitió unos cuantos estampidos, hizo un ruido parecido al de grandes martillos que golpeasen sobre madera de roble, puesto que cada pistón producía un sonido diferente e individual, y Vyotsky levantó los pies del suelo. Lentamente, muy lentamente, aunque con mucha mayor rapidez que Simmons, Vyotsky y su moto fueron empequeñeciéndose en la blanca distancia hasta desaparecer finalmente de la vista. Sólo quedaban dos carros vacíos…

Aunque Vyotsky ya había desaparecido, Khuv siguió contemplando la esfera hasta que los ojos le comenzaron a doler. Después dio media vuelta, atravesó la pasarela hasta el anillo de Saturno y comenzó a subir las escaleras de madera hasta llegar al pozo que perforaba el magma. Allí, en la plataforma situada en la boca del pozo, le esperaba Viktor Luchov. Khuv se paró y dijo:

—Director Luchov, he podido darme cuenta de que procuras quedarte al margen de este experimento. De hecho, si en algo te has hecho notar ha sido precisamente por tu desinterés —dijo un poco a la defensiva.

—Sí, de la misma manera que seguiré manteniéndome al margen de hechos como éstos —respondió Luchov—. Tú eres aquí un comandante de la KGB, pero yo soy un hombre de ciencia. Tú lo llamas experimento, pero yo lo llamo ejecución. A lo que parece, dos ejecuciones. Me figuraba que ya habría terminado todo, por eso he venido. Desgraciadamente, aún he estado a tiempo de ver a ese patán de Vyotsky en el momento de desaparecer con la moto. Aunque es un bruto, me da lástima. ¿Qué explicación piensas dar de todo esto a tus superiores de Moscú?

Las aletas de la nariz de Khuv temblaron un poco y se puso algo más pálido, pese a lo cual su voz permaneció tranquila al responder:

—Me hago responsable de mis procedimientos de información, director. Tienes razón: tú eres un hombre de ciencia y yo soy un miembro de la KGB. Pero fíjate en que cuando digo «hombre de ciencia» no lo digo con la misma entonación con la que diría «cerdo», por lo que te aconsejo que vayas con cuidado al utilizar la palabra KGB. ¿Acaso porque tenga que desempeñar tareas más ingratas que las que tú haces son menos meritorias? Yo más bien creo lo contrario. ¿Me vas a decir en serio que como hombre de ciencia no te sientes fascinado por la oportunidad que acaba de presentársenos?

—Si tú realizas esa clase de tareas mejor que yo es porque yo no estoy dispuesto a realizarlas. —Y después de estas palabras añadió casi a gritos—: ¡Dios mío, es que…, es que…!

—¿Qué te pasa, director? —dijo Khuv enarcando las cejas y con los labios tensos, que dibujaban una sonrisa fina y desagradable.

—¡Hay gente que no aprende nunca! —gritó Luchov—. ¿Es que has olvidado el juicio de Nuremberg? ¿Es que no sabes que todavía estamos llevando a gente ante los tribunales de justicia?

Al darse cuenta de la expresión del rostro de Khuv se calló.

—¿Me estás comparando con los criminales de guerra nazis?

Khuv estaba ahora pálido como un muerto.

—¡Este hombre era uno de los nuestros! —dijo Luchov, señalando la esfera con un dedo tembloroso.

—Sí, lo era —dijo Khuv bruscamente—, pero también era un psicópata, un ser brutal, un hombre tortuoso, insubordinado y peligroso hasta el punto de constituir un peligro potencial. Pero ¿no te habías preguntado nunca por qué no lo reprendía nunca? Tú te figuras saberlo todo, ¿verdad, director? Pues bien, no es así. ¿Sabes para quién trabajaba Vyotsky antes de trabajar conmigo? Era guardaespaldas de Yuri Andropov en persona…, y todavía no hay nadie que sepa de cierto cómo murió. Lo que sí se sabe es que no se llevaban nada bien y que Andropov había intentado degradarlo. ¡Sí, puedes creerlo, Karl Vyotsky estaba implicado! Pues bien, ahora te voy a decir por qué fue enviado aquí…

—No… no lo considero necesario —dijo Luchov agarrándose al pasamanos de la escalera para sostenerse.

Parecía que de su rostro se había retirado la sangre y ahora estaba tan pálido como Khuv.

—Me parece que ya lo sé.

Khuv bajó la voz.

—De todos modos voy a decírtelo —dijo con un hilo de voz—. De no haber sido por la desgracia de esta noche, nuestro próximo «voluntario» habría sido igualmente Karl Vyotsky. Así es que no te lamentes por él, querido director, porque de todas maneras únicamente le quedaba un mes.

Luchov pareció horrorizado, pero miró estupefacto a Khuv mientras éste se daba la vuelta y subía por las escaleras a través del pozo.

—¿Y él no lo sabía? —preguntó.

—Naturalmente que no —respondió Khuv sin volverse—. Si hubieras estado en mi pellejo, ¿se lo habrías dicho?

Jazz siguió trabajosamente su camino.

Habría sido inútil apresurarse o desperdiciar energías innecesariamente y, de momento, no tenía la impresión de que nada ni nadie fuera a atacarlo. Por lo menos no aquí. De todos modos, debía tratar de conservar sus fuerzas. No sabía cuánto camino le faltaba por recorrer; tanto podía ser un kilómetro más, como diez o cien. Se sentía como si tuviera que atravesar un lago de sal, después de haberse quedado cegado por el sol. Sí, así era como se sentía: como si avanzara a ciegas por un camino interminable y bajo un sol abrasador. Un sol que, aun siendo abrasador, no desprendía calor ninguno. Sólo luz. En realidad, sudaba, pero era por el esfuerzo, no porque estuviera sometido a ninguna fuente de calor. En aquel blanco túnel entre dos mundos no hacía calor ni frío, sino que la temperatura era constante y no constituía ningún problema. De hecho, allí se habría podido vivir en el supuesto de que hubiera habido vida, pero allí no había nadie que pudiera vivir realmente, puesto que en aquel lugar la única realidad y todo lo demás era… blancura.

Por dos veces había tomado un sorbo de la botella de agua que llevaba, simplemente para reemplazar la humedad que había perdido, y las dos veces pensó: «¿Es que no hay nada más aquí? ¿Sólo este vacío? ¿Qué va a pasar si resulta que eso no va a ninguna parte?»

Pero entonces ¿de dónde habían salido el murciélago y el lobo y las demás criaturas del magma? ¿Y el guerrero? No, aquello tenía que ir a parar a alguna parte.

También había hecho una pausa para sacar el cargador oxidado de su metralleta, arrojarlo lejos de sí y encajar en ella otro de los que llevaba de repuesto. Si le hacía falta usar el arma, lo último que deseaba era que se le quedara la bala encasquillada en el momento en que más la necesitara.

Fue entonces, después de haber encajado el nuevo cargador, cuando se enteró de algo que no sabía acerca de aquel maldito lugar de la Puerta. Al sujetar los correajes del macuto, levantó la vista y se dio cuenta de que no sabía qué dirección debía tomar. Llevaba una brújula en la muñeca, pero se había hecho tarde para servirse de ella, habría debido consultarla inmediatamente después de penetrar en la esfera. Con todo, la miró… sólo para ver que la manecilla giraba sin rumbo, tan perdida como él. Después volvió a mirar a su alrededor, girando lentamente y dando una vuelta completa o lo que él creía que era una vuelta completa. Pero ni siquiera de esto podía estar seguro.

BOOK: El origen del mal
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Honorable Officer by Philippa Lodge
Frost by Phaedra Weldon
Emma in Love by Emma Tennant
First and Last by Hilaire Belloc
Scandalous by Laura D
Blood Money by K. J. Janssen