El orígen del mal (52 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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—Es curioso… —murmuró—. Tengo la impresión de haberte visto antes.

Kasdan se sobresaltó frente al tuteo. Se quedó gris. Pasó a estar pálido.

—Sí… Te conozco.

—Yo no —respondió el armenio entre dientes—. Me acordaría de un maricón de mierda como tú.

—¿Estuviste en el ejército antes de entrar en la policía?

—No. —Kasdan se pasó la mano por el rostro—. Volvamos a la Colonia. Ha mencionado las investigaciones. Ha hablado de logros militares. Por lo que sabemos, se trata sobre todo de malos tratos infligidos a niños. Fanáticos que preconizan la ley del castigo y una fe religiosa de otra época.

Py cogió un pedazo de madera. Probó su resistencia con las dos manos.

—¿Conoce las cifras sobre los malos tratos a menores en Francia? Por lo menos los niños de Asunción aprenden algo. Crecen dentro de la disciplina y la fe. Asimilan el sufrimiento y se convierten en verdaderos soldados. En el peor de los casos, su sacrificio no es en vano. Hacen avanzar, indirectamente, el poderío de nuestro ejército.

—Jodido hijo de puta —gruñó el armenio—. Piensas en esos críos torturados y ni siquiera pestañeas… ¡Son chavales! Son inocentes que…

Py blandió el trozo de madera en las narices de Kasdan.

—Esos niños no caen del cielo. Dependen de sus padres, que son todos miembros de Asunción. Adultos libres y anuentes.

Volokine observó las sienes brillantes de Kasdan… estaba sudando.

El ruso tomó la palabra como maniobra de distracción.

—Tenemos la prueba —faroleó— de que Hartmann y su pandilla secuestraron a varios niños de corales parisinas.

—Eso es ridículo. Los dirigentes de la Colonia nunca correrían un riesgo semejante. Tienen sus propios niños. Usted no conoce Asunción. Es un mundo cerrado, autónomo, que vive gracias a sus propias fuerzas.

Kasdan dio un paso atrás. Cuando habló, parecía haber recuperado el dominio de sí mismo.

—Investigamos los asesinatos de cuatro personas. Entre esas víctimas, se encuentran Wilhelm Goetz, Alain Manoury, Régis Mazoyer. ¿Le dicen algo esos nombres?

—Wilhelm Goetz sí. Lo conocí en Chile. Pero también residió en la Colonia francesa, cuando estaba implantada en la Camarga. Los otros nombres no me dicen nada. ¿Por qué esos asesinatos estarían vinculados con Asunción? Su investigación no tiene sentido…

Kasdan ya no se movía. Tenía los pies clavados en el barro.

—¿Cree que los niños de Asunción podrían estar entrenándose para combatir? ¿Podrían aprender a matar?

—Ese tipo de preparación está prevista, pero no para los niños. Hasta la muda, los chicos se concentran en el canto. A continuación, durante la pubertad, pasan a otro tipo de aprendizaje. El combate. El arte de la guerra. El Agogé, como en Esparta…

—¿Sabe usted por qué murió Esparta?

—No.

—Por el empobrecimiento de la sangre. Asunción podría necesitar nuevos niños para nutrir sus filas. Su sangre.

Py tiró el pedazo de madera al suelo. Perdía su sangre fría.

—Asunción acoge nuevas familias todos los años. Voluntarios. Sus historias de raptos son ridículas.

—La Colonia podría necesitar niños especiales. Niños que poseen una voz especial. Niños seleccionados por un director de coros, como Goetz o Manoury.

—Usted delira.

Kasdan dio un paso hacia delante.

—No. Y por eso te estás cagando en los pantalones.

—Ya sé dónde te vi —dijo Py entrecerrando los ojos—. Sí, te conozco…

—Los chiflados de la Colonia están haciendo limpieza, Forgeras. Tienen miedo. Matan para mantener el silencio. ¡Matan a los hombres que saben algo! ¡Algo que tú también sabes!

—Me llamas Forgeras… Así me llamaban entonces. Y tú, tú…

—Matan fuera de su territorio, y ese es su error. Porque esos asesinatos ocurren en Francia, y ese es nuestro dominio, ¿te enteras?

—Camerún, 1962.

—¿Cuándo llegará el día en que los hijos de puta de tu especie dejarán de jodernos?

—Te reconozco —murmuró Py—. Eres aquella zorra que…

El armenio desenfundó y plantó el cañón de su arma en el torso del anciano.

—¡Kasdan, no!

Volokine se precipitó. La detonación lo dejó petrificado. En sus ojos, la escena se dividió en imágenes. El general se estrelló contra un árbol. Rodó por el tronco y cayó más abajo, con el rostro hundido en el barro. Las ocas corrían en todas las direcciones en la orilla del estanque.

Kasdan dio un paso atrás y disparó otra vez. A la nuca.

Volokine cogió al armenio por los hombros.

—¿Se ha vuelto loco? —gritó por encima de los graznidos de las ocas—. Joder, ¿qué ocurre? ¿Qué ocurre?

Kasdan se liberó de Volokine y se agachó. Recogió los casquillos. Se puso unos guantes de látex. Hundió los dedos dentro de las carnes humeantes. Buscaba las balas que habían perforado el corazón y la médula espinal del general.

Volo retrocedió, chapoteando en el lodo, repitiendo en voz más baja:

—¿Qué ocurre?

Entonces comprendió de dónde venía el ruido extraño que flotaba en la peste de la cordita.

Kasdan lloraba desconsoladamente.

66

Lionel Kasdan murió el 23 de agosto de 1962. En una emboscada, cerca de Bafang, al oeste de Camerún. Tenía diecinueve años.

—¿Quién es usted?

—Descubrí África en 1962. Tenía diecisiete años. ¿Te acuerdas de lo que hacías tú a esa edad? Yo… bueno, yo soñaba, y esos sueños me infundían un entusiasmo desbordante. Malraux, Kessel. Cendrars. La aventura, la acción, el combate, pero también las palabras que los acompañaban. Me imaginaba siendo escritor. Primero, un destino de acción; luego, los libros. Me alisté pensando más en Rimbaud que en De Gaulle, diciéndome que para escribir primero había que vivir. Y que para vivir, primero había que morir. Bajo las balas. Bajo el sol. Bajo los mosquitos.

Kasdan hablaba con una voz sin matices. Mirada fija. Clavada en el salpicadero. Volokine había conducido hasta un área de descanso de la autopista. Motor apagado. Interior del coche helado. La lluvia volvía a caer, golpeando las ventanillas con una suave cadencia. El ruso no sabía dónde estaban.

—Responda a mi pregunta: ¿quién es usted?

Kasdan no parecía oírle.

—Cuando llegué a Yaundé, no sentí ninguna nostalgia. Era una versión improvisada de Francia. Había Peugeot, Monoprix, aparatos Moulinex… había PTT, escuela pública y profesores. Pero todo estaba detenido en el tiempo: rojo del polvo del desierto, destartalado, desgastado. Era Francia pero dada la vuelta como un guante, revelando sus tripas al sol. Una tragicomedia donde la verdad del hombre quedaba a la vista.

»Después de unas semanas de acantonamiento, marchamos hacia la guarnición de Kutaba, en el noroeste; la situación allí estaba al rojo. Podría hablar horas de la belleza del paisaje. Y también de nuestra belleza, la de nuestras tropas. El contraste del verde de los uniformes con la laterita. El 17.° Batallón de Infantería de Marina… Éramos valientes. Héroes. Fusionados con aquella tierra empapada de sol…

»Te ahorraré los detalles del contexto político. A grandes rasgos, habíamos devuelto Camerún a su pueblo. Se había puesto fin a la colonia. Pero la limpieza no había terminado. Antes de marcharnos, teníamos que erradicar del país a los rebeldes, los tipos del UPC, y dejar el territorio limpio a Ahidjo: el presidente, el “amigo de los franceses”. Para que pudiéramos seguir sacando tajada.

»El problema es que, oficialmente, ya no teníamos derecho a estar allí. Busca en los archivos. Nunca encontrarás ni una nota ni un comunicado sobre nuestras acciones. Ya no había órdenes escritas. Estaba prohibido izar la bandera francesa. Prohibido hablar con la prensa. Prohibido utilizar palabras tales como «cuadriculación territorial», «sector», etcétera. No obstante, el trabajo debía hacerse. Había que cumplir con dos misiones. Aniquilar las tropas rebeldes. Llevar a la población por el buen camino. A todos esos campesinos que simpatizaban con los guerrilleros.

»Al principio llevamos a cabo operaciones que no implicaban riesgos. Vigilar las vías férreas. Escoltar caravanas de mercancías. Solo había una compañía. Doscientos hombres como mucho. A continuación, bajamos a lo largo del lago de Baleng hasta penetrar en el triángulo infernal dibujado por tres ciudades: Bafoussam, Dschang y Bafang. Primero seguimos las pistas en camiones blindados. Luego tuvimos que enfrentarnos a la auténtica sabana a pie, con el material a la espalda. Era la temporada de lluvias. Caían aguaceros dantescos. El paisaje se hundía bajo nuestros pasos, se disolvía, fluía y nos arrastraba con él.

»Estábamos muertos de miedo y al mismo tiempo, con nuestras armas, nos sentíamos fuertes. En la selva, lo mismo. Por una parte, no había nada más deprimente que ese medio húmedo, oscuro; un hormiguero de rebeldes que se creían invencibles gracias a la brujería. Al mismo tiempo, la selva era maravillosa. Cuando caía la noche y montábamos el campamento, había algo de mágico en ese follaje misterioso, esas luciérnagas, esos perfumes que brotaban de la tierra…

»Muy pronto comprendimos a quién nos enfrentábamos. Me refiero a nuestros jefes. Nunca veíamos a los rebeldes. En cambio, empezamos a ver a Lefèvre, nuestro capitán, y a Forgeras, el teniente, tal cual eran. Dos hijos de puta recién salidos de Argelia, obsesionados con la “campaña de sensibilización” que se debía llevar a cabo en las aldeas. Un eufemismo para decir que había que aterrorizar a la población para que se le quitaran las ganas de cooperar con el UPC. El método era simple. En cada aldea, atacábamos, destruíamos, quemábamos. Solo nos encontrábamos con civiles desarmados. Mujeres, niños, ancianos. Era repugnante.

»A nuestros dos oficiales les chiflaba la tortura. En un pueblucho, ya no recuerdo el nombre, instalaron un DOP. Dispositivo Operacional de Protección. En realidad, un centro de interrogatorios. Utilizaban un artilugio eléctrico, el generador de nuestro transmisor; un tipo de dinamo eléctrica manual pero alimentada con diésel. Nunca olvidaré el olor de la gasolina. Ni los gritos de fondo…

»Pero había cosas peores. Los reclutas empezaban a tomarle el gusto a toda esa mierda. El hombre es una basura. Y cuando no es una basura, es un cobarde. Como los que no querían entrar en el juego pero participaban por miedo a las represalias. Nos convertimos en animales. Una especie de embriaguez se nos subía a la cabeza. Y también una especie de lucidez sorda que nos volvía locos. Y más malvados aún. En cierto modo, odiábamos a nuestras víctimas. A todos esos aldeanos idiotas que pactaban con el enemigo. Odiábamos África. Odiábamos la lluvia, que no cesaba…

»Muy pronto pensé en desertar. No era tan complicado. Encontrar un guía. Robar ropa de civil. Huir por la selva. En pocos días podía llegar a Nigeria. Pero eso era fugarse. Imposible. Tenía que detener la máquina. Liberar a los otros de esos dos zumbados. Debía salvar a los negros. Solo había una solución: cargarse a los dos hijos de puta que nos mandaban. Durante días, elaboré un plan. Ni siquiera me daba cuenta de lo que ocurría a mi alrededor. Golpeaba, saqueaba, destruía… Pero con la cabeza muy alta. Gracias a mi proyecto. Pondría fin a todo eso. ¡Salvaría África!

»Entonces caímos en una emboscada. Debíamos de estar a diez kilómetros de Bafang. En plena selva. Lanzaron los primeros disparos. Pero llovía y no oímos nada. Hojas que se desgarraron. Fragmentos de corteza que saltaron y fueron arrastrados por la cortina de agua; un hombre cayó delante de mí: Lionel Kasdan, un joven armenio muy creyente que no articulaba palabra desde hacía semanas. Un crío de mi edad, con ojos saltones, que parecía a la espera de una especie de juicio final. Eso fue lo que pensé en aquel momento. Bajo el fuego me dije: “Ya está. Por fin Dios se ha decidido. Vamos a morir todos…”.

»Bajo el murmullo constante del ruido de la lluvia, Lefèvre y Forgeras gritaban órdenes. Los hombres trataban de ponerse a cubierto mientras una tupida red de lluvia y balas, de agua y hierro nos caía encima. Yo estaba paralizado. No me movía. Con una rodilla en tierra, al lado de Kasdan, miraba la muerte a los ojos y esperaba que se me llevara a mí también.

»Pero no moría. Las balas silbaban. La lluvia repiqueteaba. Y yo seguía allí, invencible. Entonces comprendí la verdad. Yo era una parte del plan de Dios. Sí, Él nos castigaba, pero también me daba la oportunidad de llevar a cabo Su venganza. El cuerpo de Kasdan en mis brazos. Sus papeles en el chaquetón. La posibilidad de fugarme y de alcanzar la salvación, con otro nombre. Registré el cadáver. Encontré su cartera. Estaba todo. Documentación. Tarjeta militar. Fotos de familia. Todo. Me lo guardé, arrastré el cuerpo y lo puse al abrigo. Allí, por fin, empecé a disparar. Pero ya no era el mismo. Ya no era Etienne Juva (ese era mi nombre), y tampoco era Lionel Kasdan. No era nadie. Solo un brazo armado. El instrumento de Dios que iba a golpear. A eliminar a los dos lunáticos que nos habían metido en aquel infierno.

»Ese día, la emboscada solo dejó un muerto. Kasdan. En nuestro lado. En el otro, imposible saberlo. Los rebeldes habían desaparecido en medio del chaparrón. Ni siquiera los habíamos visto. Todo el mundo se preguntaba si esas historias de brujería no serían ciertas. Combatientes poseídos que eran capaces de volverse invisibles. Regresamos al campo base. Inhumamos el cuerpo de Kasdan. Era imposible conservarlo con aquel calor y aquella humedad. E hicimos un resumen de la situación.

»Lefèvre y Forgeras estaban como locos. No querían regresar a Koutaba ni pedir refuerzos. Querían prender fuego a toda la maleza. Aplastar a los rebeldes. Torturar a sus cómplices: los aldeanos. Que pagaran por nuestra humillación. Los soldados también estaban dispuestos a todo. En aquel momento, nadie estaba en su sano juicio. Teníamos hambre. Teníamos miedo. Teníamos fiebre. Y la muerte de Kasdan aumentaba aún más nuestro odio…

»Seguimos adelante. El capitán y el teniente tenían un objetivo. Una especie de dispensario. Un hospital de campaña, destinado supuestamente a los rebeldes, que estaba a media hora a pie. Cuando llegamos, solo encontramos un edificio de paja y barro que albergaba a chavales enfermos, ancianos que apenas podían moverse y mujeres embarazadas. Hicimos salir a todo el mundo y luego incendiamos el dispensario. Entonces los dos cabrones “interrogaron” a las mujeres y a los niños. Los prisioneros ni siquiera se tenían en pie. Sus vendas se desprendían. Sus heridas atraían a las moscas. Era atroz. No sabían nada. Aullaban de pánico. Entonces Forgeras empezó a empujar a los críos hacia el fuego. Los chicos gritaban. No querían arrojarse a las llamas. Forgeras les disparaba a las piernas para que se precipitaran en ellas. El calvario duró un día entero. Todos los enfermos murieron quemados vivos. Los que no podían caminar fueron arrastrados y arrojados a la hoguera como cadáveres.

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