—Llega tarde.
—Le ruego me disculpe —sonrió Kasdan—. Vengo de lejos.
El hombre que acababa de aparecer no le devolvió la sonrisa. De unos treinta años, hombros anchos, chaqueta negra, camisa blanca. Parecía listo para leer un extracto de los Evangelios en la misa vespertina.
—El programa —dijo, tendiéndole una hoja impresa.
Entreabrió la doble puerta de madera que daba a la sala de conciertos. Un espacio diáfano, con la estructura del techo a la vista, atravesada en el centro por una viga longitudinal. En un acto reflejo, Kasdan alzó la vista y calculó la altura del lugar: por lo menos diez metros. Luego bajó la mirada. La sala estaba repleta. En las primeras filas, los miembros de la Colonia: cuello blanco y chaqueta negra. Detrás, el público: granjeros de las cercanías, pastores; hombres y mujeres vestidos para la ocasión pero en grupos separados.
En el fondo, sobre un estrado, un hombre hablaba por un micrófono. De unos cincuenta años, con una barba en collar que le daba un aire de pastor escandinavo. Llevaba también el uniforme de Asunción: camisa blanca y chaqueta negra de lino. Kasdan observó que la chaqueta no tenía botones. Sin duda, otra prohibición de la secta.
El hombre hablaba con voz suave. Kasdan no escuchaba. Se fijó en el clima de reunión parroquial. Salvo que de los micrófonos no salían interferencias y que uno no se moría de frío como en cualquier iglesia francesa. Al contrario, esa ceremonia desprendía una profunda calidez, una agradable convivencia que no tenía nada que ver con la severidad de la religión católica.
Todo aquello era mera escenografía. Un escaparate para crear una falsa apariencia. Pensó en el campo de Theresienstadt, el gueto modelo que los nazis habían construido en Checoslovaquia, donde Hartmann había hecho sus primeras armas. ¿Acaso estaba él en ese momento en un pequeño Terezin donde los niños eran torturados y se llevaban a cabo investigaciones atroces sobre el sufrimiento humano?
Lo sorprendieron unos aplausos. El predicador aferraba el pie cromado del micrófono para dejar libre el escenario. Los niños aparecieron en fila india. Unos treinta, todos vestidos con camisa blanca y pantalón negro. Solo varones, con edades entre diez y dieciséis años. Tenían los rasgos tan finos, tan bien proporcionados, que bien podrían haber sido niñas.
Todo el mundo se sentó. El programa anunciaba cuatro obras corales. La primera era del siglo XIV, a capela, «Gloria in excelsis Deo», un movimiento de la
Misa de Tournai.
La segunda, acompañada al piano, el
Stabat Mater Dolorosa
del
Stabat Mater
de Giovanni Pergolese, databa del siglo XVIII. El programa seguía un orden cronológico: la tercera era el
Cántico de Jean Racine,
opus 11 de Gabriel Fauré, transcrito para voz y piano. Por último, las
Tres pequeñas liturgias de la presencia divina,
de Oliver Messiaen.
Kasdan estaba pensando que iba a aburrirse como una ostra cuando apareció el director de la orquesta. Nuevos aplausos. Pensó en Wilhelm Goetz. ¿Habría dirigido también él ese coro? ¿Habría vivido allí?
El concierto empezó. Las voces lo transportaron inmediatamente a un mundo en el que no había sexo ni pecados ni gravidez. Kasdan recordó el
Miserere
que había escuchado la primera noche en casa de Goetz. Todo había empezado allí. En esa pureza. En esas notas que evocaban el aliento de un órgano celestial. Pero en su ánimo agotado, otro ruido se solapó: el grito de sufrimiento de Goetz, prisionero de los tubos de plomo.
La polifonía resonaba en el espacio e imponía, a pesar de la cálida decoración de madera, imágenes de abadías heladas, de austeras bóvedas de piedra, de ascetismo y sacrificio. Una especie de negación de la vida que buscaba elevarse, que cubría lo real, lo terreno, con un manto siniestro.
Kasdan se concentró en el rostro de los niños: descarnados. Aquellas figuras se parecían a las máscaras de plata de la noche anterior. La misma frialdad, la misma inexpresividad. Con un estremecimiento, revivió la crueldad del juego nocturno, la amenaza de aquellas siluetas que evocaban la infancia y solo eran concreciones de una pulsión asesina. Se hallaba en el antro de la pesadilla. Entre esos cantores con rostro de pergamino, estaban los verdugos de Régis Mazoyer. Los niños-dioses de Volokine, los asesinos a las órdenes de Hartmann, los ángeles de pureza demoníaca…
Derribado en el cuarto round. Vencedor: Olivier Messiaen. Kasdan se despertó sobresaltado. Un rostro se inclinaba sobre él. Un hombre de unos sesenta años, cara cuadrada, cuello ancho, pelo gris muy corto. Kasdan sentía su pesada mano en su hombro. Se enderezó; seguía sentado en el banco. La sala estaba vacía.
—Me temo que ni siquiera llegué a Pergolesi —murmuró—. Lo siento mucho.
El hombre retrocedió sonriendo. No era muy alto pero sí macizo. En lugar de la chaqueta negra del clan, llevaba un traje cruzado de color antracita tan austero como un uniforme.
—Me llamo Wahl-Duvshani —dijo—. Soy uno de los médicos del hospital.
—Lo siento —repitió Kasdan levantándose y recuperando vagamente la lucidez.
El médico le tendió su tarjeta. Kasdan leyó el apellido compuesto. Difícil de adivinar su origen. Como si oyera sus pensamientos, Wahl-Duvshani comentó:
—Es un apellido complicado. Como mi historia.
Señaló la doble puerta de donde se elevaba el rumor de gente reunida.
—Venga a beber algo. Una cerveza le sentará bien.
—¿Cerveza?
—La fabricamos nosotros mismos.
Aquel «nosotros» era suficiente presentación. Wahl-Duvshani pertenecía a la secta. Era incluso uno de sus miembros relevantes. Kasdan lo siguió dócilmente. Las puertas se abrieron. El público estaba allí, de pie, con un vaso en la mano, sonriendo y charlando. Una reunión de Navidad en un ayuntamiento de provincias, como tantas que debían de estar celebrándose en ese instante en toda Francia.
El médico guió a Kasdan hacia el grupo.
—Beba. Coma. ¡Reponga fuerzas! —le susurró.
Kasdan caminó hacia la barra.
Tras los vasos y las bandejas, jóvenes de aspecto andrógino.
—¿Qué se le ofrece, señor?
Esta vez creyó identificar el origen del malestar que le producía la voz.
—Una cerveza, por favor.
El muchacho abrió una botella sin etiqueta. Kasdan trató de tirarle de la lengua.
—¿Qué tal? ¿No os cansáis de estar tanto tiempo de pie?
—Estamos acostumbrados —dijo el chico, llenando un vaso con cerveza.
—¿Organizáis estas recepciones con frecuencia?
—No.
Le tendió el vaso como señal de conclusión y le dio la espalda. Kasdan ya tenía la respuesta. Sabía de dónde provenía su malestar. El timbre de ese muchacho era asexuado. Ni hombre ni mujer. Y no tenía edad. Kasdan imaginó lo peor: castraciones, inyecciones químicas que privaran a los niños del desarrollo sexual. O incluso un tratamiento doloroso que habría ahogado la pubertad de los adolescentes, como los maestros japoneses que obstaculizan el desarrollo de los árboles mediante una red de alambres atroz, hasta que dan vida a los pequeños y horribles bonsáis. «Sí, eso es. Bonsáis sexuales…»
Bebió un trago de cerveza. Era buena. Inmediatamente, otra idea lo atrapó. Se acordó de una secta estadounidense, Heaven's Gate, cuyos miembros se habían suicidado a finales de los años noventa, para reunirse en una nave espacial situada detrás de un lejano cometa. Kasdan había leído el artículo en
Le Monde.
Una de las normas de la secta era la anulación de toda diferencia entre hombres y mujeres. Todos los suicidas, descubiertos en un chalet de California, llevaban el mismo corte de pelo y el mismo pijama negro propio de los vietcongs. Y la mayoría de los hombres estaban castrados.
—¿No es usted de esta región?
Kasdan se dio la vuelta y descubrió a un personaje filiforme casi de su misma altura. Sienes onduladas y grisáceas, perfil afilado, de garduña. El hombre llevaba un traje azul oscuro de buena hechura pero inconfundiblemente provinciano. El armenio no habría sabido decir dónde estaba la anomalía. Tal vez en los zapatos marrón claro, que desentonaban con el tejido índigo.
—¿Cómo lo sabe?
La risa del hombre estalló como un petardo.
—Es fácil. Conozco a todo el mundo en la región.
Estrechó febrilmente la mano de Kasdan. En la otra sostenía un vaso de cerveza. Todos estaban en el mismo barco.
—Bernard Liévois, alcalde de Massac, una pequeña ciudad al este de Florae. ¿De dónde viene usted?
—De París. Me interesan los coros.
—Merecía la pena hacer el viaje, ¿no?
—Hacía mucho que no oía tal… pureza.
El hombre bajó la voz y cogió el brazo de Kasdan.
—Usted sabe perfectamente dónde estamos, ¿verdad?
—A juzgar por los controles que he tenido que pasar…
Liévois acentuó su tono de conspirador.
—Los hombres de Asunción desconfían y con razón. Tienen partidarios, pero sobre todo tienen detractores.
—Supongo que no hace falta que le pregunte de qué lado está.
El hombre arqueó las cejas en señal de evidencia.
—Cuando esta gente llegó aquí, esta región era un desierto. No crecía nada. No pasaba nada. ¿Ve usted el resultado? Abren las puertas del hospital a los habitantes de la zona. ¡Gratuitamente! Nos brindan las mejores escuelas. Dan trabajo a los jóvenes. ¿Y todo eso a cambio de qué? De nada. La verdad, hay que ser muy mal pensado para criticar una gestión semejante.
—Hay quien dice que esta colonia es una secta.
Liévois barrió esa alusión con un gesto de la mano.
—Ya sabe lo que se suele decir: «La única diferencia entre una secta y una religión, es el número de adeptos». La gente de Asunción tiene su propio credo. ¿Y qué? Puedo darle fe de una cosa: no hacen proselitismo. La escuela es laica y el hospital está lleno de médicos tan ateos como yo. De hecho, sería incapaz de describirle su confesión. ¡Nunca hablan de ello!
—Esa discreción podría disimular lo que hoy en día se llama «movimiento sectario».
—¿Qué?
—La comunidad me parece increíblemente próspera…
—Su comentario es fruto del espíritu francés. Gane dinero y le acusarán de haber estafado. Amigo mío, esta gente trabaja desde el alba hasta el anochecer. Han revolucionado la agricultura de la región. Semejante esfuerzo merece una recompensa.
Kasdan no tenían intención de cambiar de tema. Insistió.
—Y esos niños… ¿no le parecen un poco… extraños?
—¿Una galleta, señor?
Kasdan se volvió. Esperaba ver a un muchacho cuando descubrió a una joven que sostenía una bandeja llena de pastas. Una vez más, la voz lo había confundido. A pesar de las declaraciones del entusiasta alcalde, los niños y los jóvenes de Asunción parecían extraterrestres.
Cogió una galleta sin apartar la mirada de la muchacha. Rostro cuadrado. Boca ancha. Brazos largos. Caderas rectas. Aparte de la fineza de sus rasgos, no había nada femenino en ella.
Se dio la vuelta, listo para seguir machacando al alcalde, pero este había sido monopolizado por otro grupo. Una mano lo cogió del brazo y tiró de él hacia la derecha. Wahl-Duvshani.
—He oído un fragmento de su conversación con Liévois. Me da la impresión de que usted supone que tenemos malas intenciones.
El médico había hablado sin agresividad. Más bien en un tono ladino.
—En absoluto —se defendió Kasdan, sin convicción.
—Hoy en día la inocencia es tan rara que suscita todo tipo de sospechas.
—En eso no estoy de acuerdo.
—Porque usted es policía. Es policía, ¿verdad?
Con la cerveza en una mano y la galleta en la otra, Kasdan sentía como si su interlocutor le apuntara con un fusil. No respondió.
—Estamos acostumbrados a este tipo de visitas —prosiguió el hombre—. Los Servicios de Información. La DST. Los gendarmes. A veces vienen a cara descubierta. Entonces les negamos el acceso. Otras veces intentan entrar de incógnito. Como usted, hoy, con motivo de nuestra jornada de «puertas abiertas». Pero a la luz de nuestra comunidad, su oscuridad salta a la vista.
—Entiendo.
—No. Usted no entiende nada. La luminosidad de nuestro proyecto lo supera. Se lo digo sin agresividad. Usted no puede comprender nuestras respuestas. Porque no tiene la menor idea de cuáles son las preguntas.
Kasdan sacudió la cabeza, sin tomar partido. Decidió ir al grano.
—¿Está aquí Bruno Hartmann?
Wahl-Duvshani soltó una carcajada.
—Usted no es como los otros policías. Usted conserva algo de franqueza, de espontaneidad. —Se rió una vez más y repitió para sí mismo—: Preguntarme si Bruno Hartmann está aquí…
—No veo qué tiene de divertido mi pregunta.
—Creo que usted no sabe gran cosa, ¿capitán? ¿Comandante?
—Comandante Lionel Kasdan.
—Comandante. Sepa usted que desde hace por lo menos diez años nadie puede presumir de haber visto, físicamente, a Bruno Hartmann. En realidad, eso no tiene importancia. Lo que cuenta es su espíritu. Su Obra.
—Eso mismo decía Pol Pot en la gran época de los jemeres rojos. Lo único importante era el Angkar, la fuerza devastadora que había creado. Usted conoce los resultados.
El médico miró su vaso de cerveza. Los matices dorados se reflejaban en sus ojos azules y les conferían un color tilo.
—Para ser policía, posee usted cierta cultura. Tal vez París se ha decidido, por fin, a enviarnos elementos valiosos.
—¿Dónde está Hartmann?
Kasdan había formulado la pregunta brutalmente: como si Wahl-Duvshani ya estuviera detenido. Craso error. La sonrisa seca del médico se paralizó. El armenio era solo un extranjero al que se le había permitido la entrada.
—¿Me creería si le dijera que no lo sé? ¿Que nadie lo sabe?
—No.
—Pues tendrá que contentarse con esa respuesta.
Kasdan respiró hondo. Estaba harto de ese jueguecito. Se hallaba en el paraíso de la basura humana, lo sabía, y aquella reunión provinciana, con su rumor apagado, su parloteo trivial, no engañaba a nadie.
Alzó la copa.
—Usted lo ha dicho, doctor: no soy un policía corriente. En absoluto. De modo que no me contentaré con sus sonrisas autosuficientes y sus respuestas de falso Judas. Míreme bien. Y piense en mí. A menudo. Porque volveré con renovada fuerza.
¡Jodido capullo!