El orígen del mal (51 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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En un recodo del sendero apareció la casa del general.

En realidad, eran varios edificios de hormigón y vidrio con los tejados en pendiente; un poco como las pirámides aztecas. Esos bloques parecían plantados en la alfombra de hojas muertas como los restos de un submarino sobre las arenas del fondo oceánico.

Volokine redujo la marcha. Varias ventanas estrechas se abrían cual troneras en el primer piso. Ventanales con cristales, negros, brillantes, recorrían la planta baja. A la izquierda, una torre biselada parecía tan agresiva como un cúter con la hoja fuera. La lluvia había dejado estrías en las superficies de hormigón, dibujando motivos, sombras.

A la izquierda apareció un aparcamiento vacío. Volokine maniobró y apagó el motor. Salieron con precaución, con cuidado de no cerrar con un portazo. Luego caminaron hacia el bloque principal. El suelo encharcado amortiguaba el ruido de sus pasos.

La propiedad estaba completamente integrada en el paisaje, rodeada por abetos y monte bajo. Kasdan tocó el timbre. Estaba combinado con un interfono y una cámara. No hubo respuesta. Volokine inspeccionó otra vez el aparcamiento. Ningún coche. Py había salido a dar un paseo.

Retrocedieron para examinar los ventanales del edificio, buscando alguna señal de vida. Nada. Volokine se preguntó si merecía la pena registrar el lugar con disimulo. Iba a preguntar a Kasdan en voz baja cuando un ruido resonó detrás de la casa.

Unos cacareos y la voz de un hombre.

Sin mediar palabra, dieron la vuelta al edificio siguiendo una especie de camino de ronda que conducía a la parte de atrás. Más abajo descubrieron un pequeño estanque. Los juncos bordeaban la orilla y, al otro lado de las aguas, los sauces se inclinaban como viejas melenas de brujas.

A la izquierda, al lado de una caseta de madera negra, vieron a un hombre asediado por una bandada de ocas que graznaban. El hombre tenía estilo. Muy alto, llevaba un anorak caqui con la capucha y los bajos de las mangas ribeteados con piel. Sus botas de goma estaban hundidas hasta los tobillos en el lodo negro. Su cráneo desnudo, del que salían algunos mechones blancos y despeinados, parecía rosado bajo la luz del mediodía; un neto contraste con la superficie oscura del lago.

Se acercaron. Aun a esa distancia, Volo estaba impresionado por la envergadura del hombre. Sus rasgos huesudos, demacrados, seguían siendo magníficos. La abrasión propia de la vejez no lo había afeado. Al contrario. La delgadez acentuaba su belleza aristocrática. Volokine sonrió. Era el tercer general. En cada una de las visitas había esperado encontrar a un De Gaulle. Ahora por fin lo tenía delante.

El hombre hablaba con las ocas en voz baja mientras sacaba comida de un cubo colocado en el suelo. Cuando estuvieron a tres metros de la bandada, el general Py por fin se dignó erguirse. Su mirada los traspasó como una bala perforadora. No parecía sorprendido ni asustado. Al contrario, sonrió y las arrugas de su rostro resaltaron sus rasgos como un dibujante que da el toque final a su boceto con pequeños trazos. Su cara era tan impenetrable como una chapa de blindaje.

—En invierno les doy castañas —comentó con una nube de vaho—. Es mi secreto. Más tarde, mucho más tarde, uno percibe ese sabor particular en el fondo del foie gras. Resaltan el gusto a avellana del foie gras. Y creo que también su delicioso color rosa. —Lanzó un puñado de castañas a las ocas, que se pegaban a sus piernas—. En el Périgord dicen: «rosa como el culo de un ángel».

Los dos policías guardaban silencio. Py observó sus expresiones y soltó una carcajada.

—¡No pongan esa cara! Produzco personalmente mi foie gras. No es un crimen. Ni una actividad bárbara como se dice por ahí. Las ocas son aves migratorias. Están equipadas fisiológicamente para tolerar el cebado. Sin esas reservas que acumulan todos los años, no podrían volar durante semanas. Otro prejuicio sobre la llamada crueldad de los hombres…

—No parece estar sorprendido por nuestra visita —declaró Kasdan.

—Me habían advertido.

—¿Quién?

Py se encogió de hombros y se agachó otra vez sobre sus volátiles. La piel de su cuello pendía como la del gaznate de los gallos. Eso revelaba que había alcanzado la cuarta edad. Ochenta años o más. Seguía lanzando castañas a puñados.

Por fin se detuvo y observó a sus dos visitantes.

—¿Quiénes son ustedes? ¿La policía montada?

—Comandante Kasdan, capitán Volokine. Brigada Criminal. Brigada de Protección de Menores. Investigamos cuatro homicidios.

—Y han venido a buscarme al fondo del bosque al día siguiente de Navidad. Completamente normal.

—Creemos que esa serie de asesinatos está vinculada con la Colonia Asunción.

Py torció ligeramente el gesto.

—Claro.

Se dirigió hacia el cobertizo, seguido por la bandada de ocas. Era fácil reconocer a los machos entre las hembras grises: vientre y cabeza negros. El general abrió la puerta. Una decena de ocas se contonearon hasta el umbral. Otras fueron a sacudirse junto al estanque.

El general se quitó los guantes y caminó hacia sus visitantes.

—No sé nada. No puedo hacer nada por ustedes.

—Al contrario —dijo Kasdan—. Puede explicarnos por qué nuestro gobierno toleró la implantación de semejante secta, hasta el punto de concederles un territorio autónomo. ¡Un Estado de derecho soberano!

El hombre se volvió hacia el lago golpeando los guantes. Cerca de la orilla, el agua era oscura. Más allá se aclaraba hasta un verde suave, alegre. Las algas, los nenúfares, se agrupaban formando una capa lisa y clara.

—Es una larga historia.

—Hemos venido expresamente para oírla.

Py se volvió hacia ellos.

—¿Saben qué es un lugar negro?

—No —respondieron los dos colegas casi al mismo tiempo.

El general se guardó los guantes en los bolsillos, luego dio unos cuantos pasos. Volokine examinó sus ojos: brillaban como dos estrellas en medio de la luz gris. El ruso recordó de golpe la frase de Hegel, viejo recuerdo de la facultad: «Esa es la noche que se advierte al mirar a un hombre a los ojos: uno hunde entonces su mirada en una noche que se vuelve aterradora…».

—Un lugar negro —prosiguió Py— es un lugar aparte. Una
no man's land
que a veces las democracias necesitan para hacer el trabajo sucio.

—Habla usted de tortura —dijo Kasdan.

—Hablamos del peligro de un estallido de gran violencia. Los actos terroristas, los atentados suicidas, están experimentando una progresión exponencial. Frente a semejantes enemigos, no hay piedad posible. El fanatismo es la peor de las violencias. Solo podemos responder con la misma violencia. Superándola dentro de lo posible… Como decía Charles Pasqua: «Hay que aterrorizar a los terroristas».

—Es un punto de vista.

El general se volvió hacia sus interlocutores. Los botones de su anorak lanzaban destellos bajo el sol del mediodía. Sonreía, sereno.

—Más bien es el fruto de una larga experiencia. El arma principal de los terroristas es el secreto. Con esa arma, unos pocos hombres lograron destruir dos torres gigantescas, matar a miles de personas, humillar a la nación más poderosa del mundo. Solo con el secreto. La única réplica contra esos criminales es romper su silencio. Ahora bien, a pesar de nuestras investigaciones, seguimos sin saber cómo abolir, químicamente, la voluntad de los detenidos. Quedan los medios físicos. Que no agradan a nadie pero han dado pruebas de su eficacia.

—Todo eso es pura retórica —replicó Kasdan—. Usted solo demuestra que no vale más que aquellos a quienes persigue.

—¿Quién ha dicho que valemos más? Somos combatientes. Tanto los de un lado como los del otro.

Volokine pensó en Argelia. Y sobre todo en la batalla de Argel. En 1957, el general Massu y sus tropas, dotados de poderes especiales, consiguieron desmantelar el aparato político-militar del FLN en pocos meses. Sus armas: secuestro, privación ilegal de la libertad y ejecuciones. Y sobre todo: tortura practicada de un modo sistemático. Sin duda, la política del horror había sido eficaz.

Py caminaba nuevamente. Las nubes de vaho que escapaban de sus labios hacían juego con sus mechones blancos que flotaban al viento.

—En ese sentido, Estados Unidos es menos hipócrita que nosotros. Su sistema legislativo empieza a aceptar la necesidad de la tortura. Pero siempre habrá apóstoles de la buena conciencia. El inmenso ejército de los que no hacen nada y siempre juzgan. Sin proponer una mínima solución. Por eso hoy, más que nunca, necesitamos lugares negros.

—¿Se refiere a lugares como Guantánamo?

—No. Guantánamo es lo contrario de un lugar negro. Es un sitio oficial de detención. Muy visible. Un tema recurrente en los telediarios. Puedo garantizarles que a los prisioneros importantes se los interroga en otros lugares.

—¿Dónde?

—En Polonia. En Rumania. Estados Unidos tiene acuerdos con esos países, que les ceden tierras donde ninguna ley tiene vigencia. Excepto la ley de la eficacia. Así es como la CIA establece centros de detención donde interroga a los «objetivos de gran importancia». Sospechosos tales como Khaled Cheikh Mohammed, el cerebro de los ataques del 11 de septiembre, capturado en Pakistán.

A pesar de su edad, Py parecía estar al tanto de la actualidad. Sin embargo, Volokine no creía en esos rumores sobre lugares secretos e interrogatorios ocultos.

—Sus historias impresionan —intervino—, pero no se sostienen. El mundo está gobernado por leyes, normas, convenciones.

—Por supuesto. Pero ¿quién está detrás del sistema? Hombres que tienen miedo. Puedo asegurarles que la OTAN se encargó de organizar esos lugares. Polonia pertenece a la OTAN y Rumania aspira a integrarse. Se firmaron acuerdos secretos. Autorizaciones para sobrevolar esos territorios, aterrizar y hacer el trabajo cerca de las bases aéreas. Los países garantizaron su no injerencia. Esos lugares ya no pertenecen ni a Polonia ni a Rumanía. Y menos aún a Estados Unidos. Son zonas de no derecho, que no se rigen por las leyes de los estados.

—¿Quiere decir —interrumpió Kasdan— que Asunción es un lugar negro?

—La Colonia funciona bajo ese principio, sí. Un territorio sin nacionalidad. Ninguna legislación puede injerir. Todo está permitido.

—Francia no tiene problemas de terrorismo. Por lo menos, no del calibre de los problemas a los que se enfrentan ahora los estadounidenses.

—Por eso la Colonia es una célula dormida. Un laboratorio que, por el momento, no tiene aplicación. No queremos saber qué ocurre ahí. Tenemos tan solo una certeza: las investigaciones avanzan. En el momento oportuno, podremos aprovechar los conocimientos de Asunción. Su experiencia.

—Su cinismo le confiere un realismo aterrador.

—Siempre el mismo problema —sonrió Py—. Todos queremos que el trabajo se haga. Pero nadie quiere saber ni dónde ni cómo.

—Habla de investigaciones —prosiguió Kasdan—. ¿Sabe con exactitud en qué están trabajando los dirigentes de la comunidad?

—No. Dominan diversas técnicas.

—¿Una de esas técnicas se basa en la voz humana? —preguntó Volokine.

—Un protocolo concierne al sonido, sí, pero no sabemos nada más. Hubo un tiempo en que creímos que Hartmann había desarrollado un decodificador de la voz. Algo que permitía descubrir verdades precisas a través de los gritos, de las inflexiones. Nos equivocábamos. La investigación de Hartmann se centra en otra dimensión del sistema de fonación. Algo más peligroso, a mi manera de ver. Algo que se sitúa más allá del dolor…

—Cuando habla de «Hartmann», ¿se refiere al padre o al hijo?

—Al hijo, por supuesto. El padre murió en Chile antes de que su comunidad emigrara. Pero esa desaparición no supuso dificultades para el desarrollo de Asunción. El espíritu de Hartmann…

—… hizo escuela —acabó Kasdan—. Conocemos esa cantilena. ¿Qué edad tiene el hijo ahora?

—Diría que anda por los cincuenta. Pero tanto su edad como su verdadera identidad son un misterio. Bruno Hartmann aprendió la lección. Durante su juventud, vio a su padre perseguido, amenazado por las denuncias, los registros. Comprendió que un jefe identificado puede convertirse en un punto débil para su comunidad. Así que solucionó el problema. Nadie, en Francia, puede presumir de haber visto su rostro. Y si un día cualquier asociación atacara Asunción, no encontraría a ningún responsable al que hincarle el diente.

—¿Cree que Hartmann se oculta en Causse o que vive fuera de la región? —insistió Volokine.

—No lo sé. Nadie lo sabe.

—Estuve en Asunción —dijo Kasdan—. Conocí a un médico llamado Wahl-Duvshani. ¿Lo conoce?

—Sí, es uno de los cerebros de la Colonia.

—¿Es su verdadero nombre?

—Bueno, ya sabe, los nombres…

—¿Cuántas personas de esa categoría hay allí?

—Calculo que una docena.

—¿Son ellos quienes realizan las investigaciones?

—Se ignora cómo está organizado el grupo. Debe de existir un consejo. Un Comité Central. Pero esos hombres siempre consultan a Hartmann.

—¿Y qué vínculo lo une a usted con Asunción? —quiso saber Volokine.

—Viví en la Colonia cuando estaban en Chile. Los ayudé a instalarse en Francia. Ahora velo por ellos.

—Pensaba que había sido La Bruyère quien había traído a Francia a esos chilenos…

—El viejo La Bruyère… se encargó del traslado de algunos, sí. Pero no tenía redaños para lo que seguía. Crear ese
Freistaat.
Un Estado libre.

Kasdan parecía cada vez más nervioso.

—Buscamos una brecha para penetrar en la Colonia —dijo.

—Olvídense. Nadie puede entrar. Ni legal ni clandestinamente. Hemos delimitado ese pequeño mundo tanto en un sentido como en el otro. Es imposible entrar. Es imposible salir.

—¿Por qué nos cuenta todo esto con la mayor naturalidad?

—Esta información está a disposición de todos. En internet. En los artículos de la prensa. En los pasillos de los ministerios. Pero nadie puede utilizarla. Y nadie la cree. Es la esencia misma de la Colonia. Expuesta a la vista de todos pero invisible. Por mucho que le describa los engranajes de la máquina, la máquina siempre los eludirá. Jurídicamente, la máquina no existe. Y la máquina supera a la imaginación.

Silencio de los hombres. Murmullo de las ocas. Py subió la pendiente y observó a Kasdan con mayor atención. Las capas verdes del lago ondeaban detrás de sus hombros.

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