De vez en cuando el trineo tenía que costear grietas abiertas en la costra de hielo y en las cuales se oía el mugido del mar. El viento aumentó su violencia y una nevisca enceguecedora castigó los rostros de los hombres, bajo las capuchas de pieles, y oscureció el aire a tal punto que a veces el perro cabeza del tiro desaparecía en medio del blanco torbellino.
Ernenek se habría detenido para construir un reparo. En cambio se dirigían hacia tierra a gran velocidad, probablemente con la intención de levantar una ridícula tienda junto a la costa; Ernenek se sintió alarmado, porque se estaban dirigiendo a un promontorio donde, a causa de las fuertes corrientes submarinas, el peligro de encontrar hendiduras en el terreno era mayor que nunca durante una tempestad.
—¿Llevan por lo menos sus amuletos? —preguntó volviéndose hacia atrás.
El joven sacudió la cabeza con gesto negativo y Ernenek se sintió sobrecogido de terror.
¡Viajar sin amuletos! ¡Era la mayor de las locuras!
El conductor se volvió y le dijo, acariciando su fusil:
—Éstos son nuestros amuletos.
—Esos amuletos podrán servir en el país de ustedes; pero en el océano se necesita por lo menos una cola de comadreja y un ojo de foca. Desgraciadamente sólo llevo los amuletos para la pesca, porque me había alejado por poco tiempo de mi tienda. Si me desatan les construiré un iglú. Mas aquellos hombres eran sordos a la razón, de modo que Ernenek comenzó a pronunciar apresuradamente frases mágicas y a tocarse los órganos genitales para conjurar el desastre.
Pero ya era demasiado tarde.
El perro cabeza se desvió de pronto con un salto tan brusco, que el segundo y el tercero, continuando su carrera, antes de seguirlo, determinaron que todas las correas se enredaran y que los últimos rodaran desordenadamente sobre los primeros. En medio de aquel ovillo de patas, hocicos y dientes, el pesado trineo volcó y cayó en una grieta llena de agua.
Ernenek, que mantenía los ojos bien abiertos por el miedo, fue el primero en saltar rápidamente del trineo; el joven, que se hallaba a sus espaldas, apenas tuvo tiempo para imitarlo, pero el conductor, que iba en el pescante, cayó al mar.
Seis perros, que se habían zafado de sus correas, ladraban en el borde de la grieta a la incógnita del agua que los lamía y les infundía terror. En aquella hendidura de varios metros de ancho y larga hasta donde alcanzaba la vista, perros y arneses flotaban en torno a la cara amoratada del náufrago que, jadeante, agitaba frenéticamente los brazos.
—Ayúdame a sacarlo —gritó su compañero.
Ernenek sonrió al oír esta nueva locura.
—Ya es hombre terminado. Por lo demás, el mar se resentiría si le arrebatáramos una víctima y nos castigaría cortándonos los víveres; de manera que es mejor que no nos mezclemos en esto.
Pero un golpe que el otro le asestó con la culata del fusil le recordó que los hombres blancos hablan pero no escuchan. Entonces se extendió de bruces sobre el borde de la grieta, alargó los brazos, cuidando de no mojarse las manos, mientras el joven lo sostenía por las piernas. El náufrago se aferró a las esposas de Ernenek. Las ropas mojadas lo habían hecho muy pesado y a duras penas los dos consiguieron sacarlo del agua.
Lo pusieron de pie, pero el hombre no consiguió hablar. Bajo el azote del viento, las ropas empapadas se endurecieron al instante, millones de agujas blancas se formaron sobre la chaqueta de pieles y la cara del hombre se cubrió con una máscara de hielo, a través de la cual se veían brillar los ojos dilatados y vítreos. Su compañero comenzó a cortarle a grandes cuchilladas las ropas endurecidas; pero también el cuerpo estaba ya cubierto de hielo. Le salía sangre de los codos y de las rodillas heridas, y la sangre derretía la capa de hielo desde adentro, tiñéndola de un rojo brillante.
Luego, también la sangre se heló.
Ernenek meneó la cabeza. ¿De manera que también para morir elegían el camino más difícil?
Por lo menos ése había muerto de pie. Cuando cayó pareció que caía un bloque de hielo.
Mudo y horrorizado, su compañero miraba el cadáver.
—Estamos en dificultades —anunció Ernenek, contentísimo, restregándose las manos—. Cuando ustedes van a tierras extranjeras deberían llevar a sus mujeres y no sus leyes.
El hombre blanco se sacudió, empujó el cadáver hasta el agua y luego hizo el inventario de los objetos que les quedaban.
—Tenemos seis perros y el cuchillo de caza —dijo con súbita resolución, gritando en el viento—. Comeremos los perros y continuaremos nuestro camino a pie.
Ernenek estalló en una carcajada, porque el hombre blanco hablaba como si todavía fuera él quien mandaba. Y rió porque estaba libre: hasta donde alcanzaba la mirada y aún más allá, no había más que mar cubierto de hielo, islas cubiertas de hielo y tierra desnuda y desierta, helada en su profundidad.
Un hombre irá por su camino —dijo Ernenek—. Tú puedes seguir el tuyo si así lo deseas; pero te advierto que mi tienda está más cercana.
El bóreas los castigaba, y el polvillo de nieve se les pegaba a los párpados y a las narices, donde formaba minúsculas estalactitas que les producían dolor cuando se las quitaban.
—Mis manos son dos pedazos de hielo —dijo el hombre blanco, que se había tornado ahora muy dócil—. Tocaron el agua.
—Ha sido bien tonto permitir que ocurriera; tan tonto como arrojar al mar el cadáver de tu compañero, sin retirarle antes el cuchillo y las ropas.
—¿Por qué?
—Los cuchillos nunca son demasiados, y además habríamos podido comer sus ropas, por lo menos las de lana y pieles de animales. Y si ustedes, hombres extraños, tuvieran vestidos debidamente cosidos e impermeables como los nuestros, podrían caer en el mar sin mojarse y, una vez que salieran de él, el agua se helaría antes de llegar a penetrar hasta la piel. De ahora en adelante debes prestar atención a lo que hagas, porque otro error sería probablemente el último.
Y recuerda que un solo desgarrón en tu ropa o en tus zapatos significa el fin, puesto que no tenemos agujas para coserlos.
—¿Qué tengo que hacer?
—Antes que ninguna otra cosa, desatarme las manos; luego te mostraré cómo se convierte uno en amigo del hielo y cómo se consigue que éste nos sirva en lugar de ser nuestro enemigo.
Cuando se vio libre de las esposas, Ernenek las arrojó al agua. Luego quitó al hombre blanco los guantes y los volvió al revés. El interior de los guantes estaba cubierto por una delgada costra de hielo.
—Dame tu cuchillo y mantén las manos en los bolsillos de tus pantalones, donde hace más calor.
Con la hoja del cuchillo raspó la capa de hielo de los guantes, que luego secó con nieve, y se aseguró, con el labio superior, de que estaban bien secos.
—Las manos me han quedado insensibles —dijo el hombre blanco, asustado—. Están muertas.
—Todavía no —dijo Ernenek, riendo—. Todavía no están del todo muertas. Espera y verás.
Llamó a los perros, pero éstos se negaron a acercarse; cuando Ernenek intentó agarrarlos, los animales huyeron. Entonces se sentó y les habló en tono alegre, mientras masticaba un poco de nieve y reía. Apenas uno de los perros se aventuró a ponerse al alcance de la mano de Ernenek, éste lo aferró por el pescuezo e inmediatamente le abrió el vientre, entre los alaridos de sus compañeros.
Obediente a las órdenes de Ernenek, el hombre blanco metió las manos en el vientre humeante del perro, hasta que sintió las yemas de los dedos pinchadas por innumerables alfileres.
—Me duelen los dedos de manera atroz —dijo entonces. Se avergonzaba al sentir, a pesar suyo, que los ojos se le llenaban de lágrimas—. Es el dolor más fuerte que sentí en mi vida.
—Es signo de que la vida vuelve. Y con la vida torna el dolor. Sólo la muerte es indolora.
Bajo la piel de la ingle del perro, Ernenek había encontrado un poco de grasa, con la que untó su cara y la del hombre blanco. Extrajo los intestinos del animal, que arrojó a los perros; luego sacó el humeante hígado, le hincó el diente voluptuosamente y se lo pasó a su compañero.
—Come antes de que se hiele —dijo, dando una risotada con la boca roja por el hígado—. Tendremos necesidad de la carne para construirnos un trineo.
Y mientras el otro clavaba los dientes en el hígado, Ernenek desolló el perro, haciendo correr el cuchillo entre la carne y el cuero y tirando de la piel. Trabajando rápidamente, a causa del hielo que estaba invadiendo los tejidos, deshuesó al animal, cortó la carne en largas tiras y conservó los nervios en la chaqueta, para mantenerlos blandos al calor del cuerpo. Luego se sentó sobre la piel y se puso a trabajar en el esternón con el cuchillo.
El sol pálido continuaba su curso por encima del horizonte. El hombre blanco correteaba de un lado a otro para calentarse. Ernenek trabajaba canturreando. El cuchillo de acero le hacía más fácil la tarea que la sílice aguzada con la que solía trabajar, pero se dio cuenta de que era preciso manejarlo con cautela para que no se quebrara.
Del hueso hizo una punta de arpón, en forma de gancho; luego mojó la piel del perro en la grieta de agua, la extendió sobre el hielo y la arrolló apresuradamente, dándole forma de lanza.
En una extremidad puso la punta del arpón. La piel mojada se endureció casi instantáneamente.
Ató la punta y la lanza con los nervios del perro y las soldó con una última inmersión en el agua.
—No lejos de aquí hay un banco de focas —dijo blandiendo su nuevo arpón—. Ocurre que alguien las oyó bramar durante el viaje, poco antes del accidente. El viento borró las huellas del trineo, pero los perros sabrán seguir la pista.
Se cargó la carne a las espaldas y se puso a andar a grandes pasos.
Aunque poco antes los perros tenían miedo de los hombres, ahora tenían miedo de quedarse solos, de manera que los siguieron; y bien pronto se encontraban precediéndolos, rastreando con el olfato el camino ya recorrido.
Si a Ernenek le parecía que el banco de focas no estaba muy alejado, a su compañero, en cambio, le pareció lejísimos. Los dos hombres se encontraban, como siempre, en el mar abierto, donde podían vigilar si algún oso se les aproximaba. Cuando los perros, jadeantes, se detuvieron y comenzaron a ladrar, Ernenek los ahuyentó, dejó caer al suelo su fardo de carne y con sus manos enguantadas se puso a remover con precaución la nieve.
—Aquí hay un agujero de aire.
—¿Tan pequeño? ¿Cómo se las arregla la foca para llegar hasta acá arriba, si el hielo tiene un espesor de varios pies?
—El agujero se amplía poco a poco por debajo de la superficie, hasta llegar a ser más ancho que tu estatura. Ahora un hombre esperará que alguna foca se llegue hasta aquí arriba para respirar; mientras tanto, tú no dejarás de andar en círculo, junto con los perros. Eso hará que las focas huyan de los agujeros de la periferia y las empujará hacia el centro.
Ernenek esperó inmóvil, con el arpón en la mano y los ojos fijos en el agujero. Se quedó contemplando el orificio que se achicaba hacia arriba, vencido por el hielo, y el borde helado que se estrechaba poco a poco. Por encima de la superficie del agua se formó una membrana trémula y luego la opaca costra del hielo.
De pronto Ernenek se sintió desesperanzado y abatido. Nunca había estado tan cansado. Es que en los últimos días había comido demasiado poco. Él, que podía devorar una foca entera en una sola comida no se había alimentado sino con algunos míseros trozos de pescado destinado a los perros, durante jornadas enteras, después de haber sido injuriado, maltratado y herido. Y todo eso ocurría porque cierta gente viajaba sin amuletos y se inmiscuía en los asuntos de los demás...
Rumiaba amargamente estos pensamientos cuando oyó el ruido del hielo que se astillaba y un fuerte resoplido. De pronto un chorro de agua y escamillas de hielo le dieron en la cara; una cabeza alargada, reluciente y negra relampagueó en el pozo y dos ojos redondos y enormes lo miraron estupefactos. La sorpresa fue recíproca: la cabeza desapareció tan rápidamente que Ernenek casi creyó que había soñado aquella aparición, si no hubiera sido por el agua que veía agitarse en el agujero reabierto.
Entonces, tenso y conteniendo la respiración, se puso a esperar atentamente. Era seguro que la foca lo estaba espiando desde el fondo oscuro del agua y, si bien el instinto le indicaba que cambiara de agujero, la curiosidad estaba destinada a triunfar. Ernenek aguardaba inmóvil.
Por último, la foca volvió a aflorar. Se hallaba aún subiendo, cuando el arpón la hirió donde era preciso herirla, esto es, en el labio superior. Era un macho pesado y bigotudo que no quería morir, de modo que Ernenek, consiguiendo a duras penas mantener firme la lanza, gritó al hombre blanco que lo ayudara y ensanchara el agujero con el cuchillo; mas tan grande era la presa que entre los dos apenas consiguieron sacarla del pozo.
Ante todo, Ernenek le arrancó un ojo y se lo puso en la chaqueta.
—¡Ahora estamos seguros! —anunció jubilosamente—. Este ojo nos protegerá de ulteriores desgracias.
Y a partir de aquel momento, ya nada pudo atenuar su buen humor.
—¿Por qué disuelves nieve en la boca y se la echa a la de la foca? —preguntó el hombre blanco, a quien el frío y el malestar no le habían hecho olvidar la perpetua curiosidad de su raza.
—La foca siempre tiene mucha sed, puesto que vive en el agua salada; ahora el espíritu de esta foca referirá a las otras el buen tratamiento que le dimos y hará que las demás vengan a este agujero para recibir a su vez un poco de agua dulce.
Chupó la sangre negra y oleosa de la herida humeante, luego desolló el animal, dio de comer a los perros algunos trozos de piel y extrajo el estómago lleno de moluscos y crustáceos aún vivos, que hasta el extranjero gustó, condimentados con los agrios jugos gástricos; el hombre blanco aceptó también parte del hígado y del corazón; pero rechazó los intestinos llenos de grasa, aunque Ernenek le aseguró que constituían una delicadeza semejante a las otras. Ernenek en cambio devoró varios metros; luego cortó la carne en grandes tiras, como había hecho con la del perro, mientras ahuyentaba a cuchilladas a los perros hambrientos, que no lo dejaban en paz.
—Ahora tráeme un poco de tierra de la costa. Tendrás que remover la nieve con las botas y luego raspar la tierra helada con una piedra.
—¿Para qué necesitas tierra? —preguntó el hombre blanco con voz cansada.