A Ernenek no le ocurrió lo mismo; cuerpo y memoria se apresuraron a olvidar las tribulaciones pasadas. No tardó en hartarse hasta las orejas de todas las clases de carne que encontraba al alcance de la mano, a las que agregó grandes pedazos de sebo, para facilitar la digestión. Cuando estuvo demasiado harto para tenerse en pie, se extendió de espaldas y dejó que Asiak continuara dándole de comer hasta que no fue capaz de tragar ya un solo bocado.
Entonces cayó en profundo sueño.
No lo despertó el hecho de que Asiak le quitara el calzado; y cuando con un cuchillo ella le raspó los pies, Ernenek no hizo sino cambiar el tono de sus ronquidos.
Desde su lecho de pieles, el hombre blanco observaba a Asiak, entregada a los quehaceres domésticos, mientras Ivalú, casi siempre atada a las espaldas de la madre, dormía plácidamente o le mostraba la cara mofletuda y risueña. El pequeño Papik se detenía a menudo curioso, junto al extraño huésped, para observarlo; le tocaba el rostro hirsuto y se reía con esa risa cálida y fácil de su gente.
Después de haber dormido una buena vuelta de sol, Ernenek se despertó, impaciente por llenarse de nuevo el vientre y por salir a cazar.
—Ustedes no son como los indígenas con los que comerciamos —observó el hombre blanco.
—Así es. Una vez intentamos dormir en el puesto de intercambio y casi nos sofocamos.
Hacía tanto calor que el hielo de la palangana por momentos se derretía.
—Desde luego que la vida es más cómoda y divertida en el sur —dijo Asiak—; hemos estado allí. Puedes andar en una canoa. ¡Y hay tanta gente y una variedad tal de comidas! Las mujeres llevan vida de lujo y usan livianos vestidos hechos de piel de zorra, suaves botas de piel de reno que apenas llegan hasta la rodilla y medias de foca manchada, en lugar de llevar nuestras pesadas ropas de piel de oso y las toscas calzas de foca.
—Y los hombres a bordo de gigantescos umiak dan caza con el arpón al narval y a la ballena blanca —exclamó Ernenek.
—Y el aire está lleno de mosquitos amargos y los piojos, de gusto tan dulce, se arrastran por todas partes en el cuerpo, de manera que hombres y mujeres pueden divertirse quitándoselos unos a otros y comiéndoselos.
—¡Pero cazar el oso blanco y ensartar la gorda foca del norte, que nunca vio al hombre, es más excitante! —dijo Ernenek— aun cuando aquí haga demasiado frío para los piojos. Además ahora es peligroso acercarse a los hombres blancos.
—¿Quieres ir a verlos? —preguntó el huésped.
—Desde luego que sería hermoso, ahora que me está prohibido.
—Tú me has salvado la vida, Ernenek. Por eso quisiera poner las cosas en orden, a fin de que ya no tengas que temer a mis compañeros. Pero deberás presentarte a ellos; yo te ayudaré a explicarlo todo.
—Eres muy amable —dijo Ernenek, feliz.
—Dime, según lo que me contaste, el hombre al que diste muerte te provocó, ¿no es así?
—Terriblemente.
—¿Insultó a Asiak?
—No sólo a ella sino también a mí y de modo indigno.
—Me imagino que quisiste defenderla de la codicia del hombre y que lo mataste en medio del altercado que habrá seguido.
Ernenek y Asiak cambiaron una mirada y rompieron a reír.
—La cosa no ocurrió exactamente así —protestó por fin Asiak.
—Mira cómo ocurrió —dijo Ernenek—. Aquel hombre blanco desdeñó todos nuestros ofrecimientos, aunque era nuestro huésped. ¡Rechazó nuestras carnes más viejas!
—Tienes que comprender, Ernenek, que a muchos de nosotros no nos gusta la carne vieja.
—Pero los gusanos estaban frescos —hizo notar Asiak.
—Lo cierto es que los blancos estamos acostumbrados a comidas completamente diferentes.
—En efecto, nos dimos cuenta de ello —continuó Ernenek— y por eso, esperando ponerlo por fin contento, le propuse que riera con Asiak.
—Déjame que lo explique yo —intervino Asiak—. Me lavé los cabellos para que se suavizaran, me unté la rara con grasa de foca y me raspé bien, pero muy bien con el cuchillo, para estar limpia.
—Sí —gritó Ernenek poniéndose de pie—. ¡Se había emperejilado muy bien! ¿Y qué hizo el hombre blanco? ¡Arrugó la nariz! ¡Eso era demasiado! ¿Puede un hombre dejar que se infiera a su mujer semejante afrenta? ¿Puede soportar en silencio tal humillación sin perder el respeto por sí mismo? De modo que aferré a aquel desdichado por sus miserables hombritos y lo golpeé un poco contra la pared. No tenía intención de matarlo, sino tan sólo de romperle ligeramente la cabeza. Reconozco que fue una desgracia que se le rompiera tanto. Como ves, la culpa era toda de su cráneo. Una persona que tiene el cráneo tan débil no debería viajar.
—Ernenek hizo muchas veces lo mismo a otros hombres —explicó Asiak—, pero siempre se rompió primera la pared.
—¡Un juez nuestro no comprendería absolutamente nada de semejante asunto! ¡Prestar a tu mujer...! —exclamó profundamente indignado el hombre blanco.
—¿Por qué no? —dijo Ernenek—. A los hombres les gusta y a las mujeres les hace brillar los ojos.
Asiak rió y luego dijo:
—¿Acaso ustedes no toman prestadas las mujeres de los otros?
—Eso no hace ahora al caso. No está bien, eso es todo.
—¡Lo que no está bien es rehusar! —exclamó Ernenek indignado—. Dime un solo motivo por el cual no debería prestar a mi mujer. ¡Presto mi trineo y me lo devuelven destrozado; presto mis perros y vuelven a casa cansados; presto mi sierra y luego resulta que le faltan dientes; pero cada vez que presto a Asiak, vuelve como nueva!
Había pasado el verano. El sol había ampliado su trayecto elíptico y a cada una de sus revoluciones se escondía bajo el horizonte por un período cada vez más prolongado, hasta que por último desapareció por completo y el día se retiró de la cima del mundo y cedió paso a la larga noche que infundió a todo lo que tenía vida un sopor tan desmedido que hasta un estómago sin fondo, como el de Ernenek, perdió todo interés por la comida. Entonces la pequeña familia plegó la tienda, cargó al huésped sobre el trineo, junto con los enseres domésticos, y abandonó la tierra helada, para ganar el tibio mar.
Cuando los esquimales se adormecieron en el iglú, arrullados por el océano subyacente, la lámpara, abandonada a sí misma, se apagó, y entonces, en medio de las tinieblas, el gran sueño descendió también sobre el hombre blanco.
Descendió poco a poco, como un velo que paulatinamente va haciéndose cada vez más denso, como la bruma, como la noche. De vez en cuando, en duermevela, el hombre blanco intuía más que sentía, cómo Ernenek trabajaba con sus instrumentos de caza o cómo Asiak encendía la lámpara, preparaba agujas, raspaba las ropas o movía el bloque de nieve que cerraba la boca del iglú y alimentaba a los perros que engordaban en el túnel.
Cuando le ofrecían grasa de pescado, la tragaba sin protestar, pues había notado que le infundía más calor que una estufa colmada de leña. De manera que cuando por primera vez le acercaron a los labios una escudilla hecha con el cráneo de una vaca marina y llena de sangre negra de foca, veteada de aceite, la sorbió hasta la última gota.
Al terminar el invierno, cuando el día iba a apuntar y Ernenek comenzaba a afilar sus armas, y Asiak sacaba la cabeza fuera del túnel para ver la luz del sol que trepaba lentamente hacia el techo de la tierra, el hombre blanco se sintió suficientemente fuerte para emprender el viaje de retorno.
—Viajaremos juntos —le dijo Ernenek—. Verás que será tan fácil como convertirse en padre.
Y partieron con los primeros resplandores del alba.
Estaba bien entrada la noche cuando avistaron la barraca de madera a la que se dirigía el hombre blanco. Éste hizo detener el trineo a distancia y bajó a tierra.
—No te dejes ver por mis compañeros, Ernenek.
—¿Por qué?
—Porque te están buscando. Y siempre puede haber aquí algún traficante indígena que te conozca.
—Ya se habrán olvidado de mí.
—Los hombres blancos no olvidan, Ernenek. Todos te buscarán hasta que te hallen y ten en cuenta que hay más hombres blancos que caribúes.
—Es posible que los que me conocían ya hayan muerto. Los hombres blancos mueren muy fácilmente.
—Pero consignan tu nombre en grandes libros. Los hombres mueren pero los libros quedan.
—Como quiera que sea, tengo ganas de volver a ver una casa de madera con todas sus diversiones, después de haber hecho tanto camino. Una vez decidimos no tener ya ninguna relación con los hombres blancos, pero desde que te conocimos cambiamos de idea, ¿no es cierto, Asiak?
Asiak asintió.
El hombre blanco meneó la cabeza y dijo:
—Vuelve a tus regiones, Ernenek. Yo diré a mis compañeros que te vi morir. Este es el único medio de que puedan, no perdonarte, pero sí olvidarse de ti.
Ernenek sonrió.
—Comprenderán y me perdonarán la muerte de su compañero, como la comprendiste y la perdonaste tú mismo.
—Aun cuando uno u otro comprendieran, no podrían dejar de castigarte, Ernenek, porque sus leyes son más fuertes que ellos mismos. Las leyes de los hombres blancos se han hecho más poderosas que aquéllos que las establecieron. ¿Comprendes?
—No.
—Entonces te lo explicaré de otro modo. Escucha: estoy hasta la coronilla de tu compañía, te dispararé una bala en el estómago apenas hayamos llegado a la barraca y luego daré a Asiak y a tus hijos, como comida a los osos.
Y mientras la boca de Ernenek se abría desmesuradamente por la sorpresa, el hombre blanco le asestó un golpe en el bajo vientre y le descargó una granizada de puñetazos sobre la cara afligida; luego echó a correr hacia la barraca, con los pies separados, porque iba vestido con las altas calzas indígenas fabricadas por Asiak, Ernenek lo siguió con ojos estupefactos, acariciándose con la mano las partes más castigadas por el hombre blanco. ¡Después de todo lo que habían hecho por él! ¡Después que Ernenek había cazado para él y Asiak reído con él!
Se volvió hacia su mujer, que también estaba pasmada de sorpresa, y ambos se maravillaron, una vez más, de las rarezas de los hombres blancos.
Ernenek tornó a subir al pescante del trineo y ordenó a los perros que volvieran sobre sus pasos.
Poco tiempo después de haberse separado del hombre blanco, Asiak se encontró nuevamente encinta. Ya era un problema criar dos hijos y la pareja dudaba de si convenía dejar vivir al que esperaban. Por fin decidieron conservarlo en el caso de que fuera un varón y restituirla a los hielos si era una niña; después de todo, no es posible alimentar sino un número determinado de bocas.
Nació una niña.
Pero cuando vieron que tenía el pelo color del sol naciente y los ojos color del cielo de mediados de verano, y la piel blanca y fresca como la nieve, quedaron enamorados de la criatura. Indudablemente había sido el huésped invernal el que la procreara y Ernenek estaba orgulloso de que su mujer le hubiera regalado una criatura de un hombre blanco.
La llamaron Higgiugiuk.
Pero un mal día, un día de tormenta, cuando era aún demasiado pequeña para saber lo que hacía, Higgiugiuk abandonó el iglú y se aventuró sola por el mundo. Asiak, que estaba adormecida, un poco a causa de la cercanía del invierno, y un poco porque había quedado de nuevo encinta, advirtió la ausencia de la niña sólo cuando el viento había borrado ya sus huellas.
Ernenek estaba cazando, de modo que Asiak tuvo que buscar sola a la pequeña vagabunda, a la que llamó a grandes voces, mientras tropezaba a cada paso en medio de una tormenta de nieve tan impetuosa que el perro no consiguió rastrear las huellas.
Muchas horas después, el mismo perro hubo de guiar a Ernenek hasta el lugar donde estaba Asiak.
La encontró cubierta de sangre bajo un cúmulo de nieve amasada por el viento. Asiak había abortado y deliraba. No se encontró ningún rastro de Higgiugiuk, como si Sila, el hombre malo que habita en el cielo, se la hubiese llevado de la faz de la tierra, de manera que no pudieron sepultarla, como a los otros niños, junto con una cabeza de perro, a fin de que el sabio animal pudiera indicar a la pequeña alma extraviada el camino de esa remota tierra a la cual se dirigen todos los esquimales.
Asiak no consiguió reponerse ya del todo. Desde que no tenía niñas que criar, se encontraba encinta todos los años y todos los años abortaba. Así se le fueron consumiendo las fuerzas, la juventud y la sonrisa. Las manos se le hicieron nudosas, comenzaron a dolerle las articulaciones y ya no conseguía sacar del hueso aquellas agujas de coser tan finas, de que tanto se enorgullecía; sus dientes, consumidos hasta las encías a fuerza de masticar ropas, sólo servían ahora para curtir la delicada piel de garza marina que dientes más jóvenes y agudos habrían podido dañar, pero ya no eran capaces de ablandar las pieles de oso y de foca, y menos aún de mascar carne fresca.
Asiak se estaba convirtiendo en una mujer inútil y gravosa, y se daba cuenta de ello.
Comenzó a desear la tibieza y las comodidades meridionales, pero puesto que los hombres blancos eran enemigos de Ernenek ella misma insistió en que se confinaran en las soledades hiperbóreas, donde no se corría el peligro de encontrarse con los locos extranjeros ni con, los hombres que traficaban con ellos.
Por eso la preciosa madera quedó enteramente sustituida por el hueso y el marfil de morsa, las pesadas pieles de oso y de foca reemplazaron completamente los suaves cuernos de reno y de vaca marina; los arcos de Ernenek estaban hechos de asta en lugar de huesos de ballena; sus trineos, de pieles y de hueso, de carne y de pescado congelados. Y ahora encontraban sólo muy de cuando en cuando algunos pocos esquimales polares, pues su número era tan exiguo como vasto su territorio. Y encontraban también alguna rara familia de nómadas nechillik.
Y sin embargo, esos breves contactos bastaban para advertirles que el mundo estaba cambiando. El número de los hombres blancos crecía cada vez más; sus puestos de intercambio germinaban como hongos, y cada vez que se encontraban, los hombres hablaban inevitablemente sobre los extranjeros. El hombre blanco invadía inexorablemente la tierra blanca, precedido de su fama, acompañado de sus almas, de sus comidas, de sus bebidas, de sus trajes, de sus idiomas, de sus tesoros, de sus dioses; llevaba cosas que nadie le pedía y tomaba otras sin pedirlas; imponía sus leyes y trasgredía las de los demás; y dejaba en su estela un furioso remolino, a veces de alegría y de riqueza; otras, de desolación, muerte o prisión.