—A uno de los tres paraísos: el primero está en el aire, el segundo en la tierra y el tercero en el fondo del mar.
—¿Qué aspecto tiene el alma?
—Se asemeja a la persona que la alberga, sólo que es mucho más pequeña.
—¿Cómo de pequeña?
—Como una de las garzas marinas menores.
—¿Y qué aspecto tienen los nombres de las personas?
—Los nombres se parecen a las almas, pero son aún más pequeños.
—¿Viste alguna vez un alma?
—Yo no, pero mi madre, sí. Vio también la mía.
—¿Verdaderamente la vio?
—¿Por qué habría de decirlo si no la hubiera visto?
—¿Y adonde van los nombres de los muertos?
—Vagan, tristes y solitarios, por el aire frío, hasta que encuentran un nuevo cuerpo en el cual puedan albergarse. Por eso, siempre hay que dar a los niños y a los cachorros recién nacidos los nombres de los difuntos.
—¿Y qué es lo que hace nacer a los niños y a los cachorros?
—El Espíritu de la Luna, que tiene facciones humanas y el poder de hacer fecundas o estériles a las mujeres, de acuerdo con su capricho. Ve también todas las infracciones que los hombres hacen a los tabúes y castiga a los culpables.
—¿Es realmente tan malo como se dice?
—Y aun más. Sólo un espíritu es peor que éste: el de Sila, el hombre que vive en el cielo y ahuyenta al sol. A menudo arrebata de la tierra a un ser humano y se lo lleva.
—¿Por qué son tan malos los espíritus?
—Son como los hombres. Los hay buenos y los hay malos. ¿Cómo podríamos ser buenos, si no hubiera gente mala? Sedna, por ejemplo, la mujer con cola de foca, que gobierna las criaturas marinas, es muy buena: es ella quien nos envía tan buenos peces. Luego está también el espíritu del aire, que gobierna los vientos y que no es ni bueno ni malo. ¿Qué otra cosa querías saber?
—¿Es que hay algo más que haya que saber?
Asiak meditó un instante antes de responder.
—En efecto, no hay ninguna otra cosa que saber.
Mientras descendían hacia el sol, éste se levantaba a encontrarlos en mitad de camino. El horizonte adquirió el color del hígado, el color del corazón, comenzó a sangrar, se tiñó de púrpura, de rojo, de rojo con tendencia al oro, de oro amarillo y luego... el triunfo del sol que enrojeció el cielo rociando las blancas llanuras y los cerros, las islas y la tierra firme, hasta que, completamente exangüe, se detuvo para contemplar, exhausto y anémico, un mundo monótono.
Se levantó la niebla. Cayó la nieve. Era mediodía: el verano.
Viajaron todo el día sobre el mar sólido, a veces empujados, a veces trabados en su marcha, por el viento. Corrían por las vastas llanuras, debajo de las cuales se oía el rumor del agua; pasaron por entre islotes cónicos que emergían del océano, costearon lenguas de tierra nevada, montañas escarpadas y despeñaderos abiertos. Comenzó a hacer tanto calor que ya se oía cómo el hielo vibraba bajo los patines del trineo y cómo el océano mugía muy cerca de la costra helada. El aire estaba lleno de minúsculos pero muy fastidiosos mosquitos que iban aumentando paulatinamente, hasta que una nevada, que dejaba el aire limpio y terso, los hacía desaparecer.
Las nevadas, las aves y las señales de vida vegetal aumentaban a medida que los viajeros bajaban hacia el sur; el sol aparecía cada vez más alto, las sombras eran cada vez más cortas, en tanto que los vientos estaban cargados de las remotas fragancias de niebla, de mar abierto, de tierra, de hierba y de flores.
Allí la helada llanura se hallaba en continuo movimiento y en continua transformación, por obra del desplazamiento de las aguas, de las tormentas, de las mareas, de las corrientes; las grietas que obligaban a los viajeros a cambiar de ruta se hacían cada vez más frecuentes, y cuando éstos se encontraron frente a la extensión del hielo que comenzaba a moverse, abandonaron el océano y prosiguieron su camino por tierra firme.
El terreno era montuoso y áspero y el avance lleno de dificultades. Cuando descendían por los glaciares tenían que arrojar el ancla y enganchar los perros detrás del trineo, para que sirvieran de freno; cuando subían, todos ayudaban a tirar del trineo.
—El curandero tendrá que curar no una, sino dos espaldas —decía Asiak después de tales esfuerzos. Y los hijos se doblaban en dos por la risa.
Vieron cómo el sol, que, si bien alto, no había alcanzado a acercarse al centro del firmamento, declinaba cual si estuviera cansado por el esfuerzo hecho, se agrandaba y volvía a adquirir abigarrado colorido, a medida que descendía hacia el horizonte: adquiría el color de un oro encendido, que luego se transformaba en amarillo, rosado, rojo, malva; y vieron por último cómo desaparecía detrás de la tierra, dejando una estela de sangre. El día había terminado y comenzaba la noche. Mientras los colores morían, la luz se hacía cada vez más escasa y la tierra se estremeció en el abrazo de las tinieblas.
Y en medio de la quietud de aquel mundo que esperaba la noche, en medio de la luz incolora del crepúsculo, llegaron justo a tiempo para asistir al espectáculo, nuevo y casi increíble para Papik e Ivalú, del océano líquido y brillante, punteado de icebergs y bancos de hielo flotantes.
—¡Es como el cielo! —exclamó Papik.
—Como el cielo lleno de agua —murmuró Ivalú embelesada.
La aldea, situada en una pequeña rada, hallábase ceñida por altos montes nevados. Mientras el mar y el valle se encontraban cubiertos de sombras, los últimos rayos del sol ya desaparecido llegaban a las cimas que hacían brillar con tonos rosados y reflejos dorados. Papik e Ivalú nunca habían visto una comunidad tan grande: seis casas colectivas, moradas semipermanentes, hechas de nieve, tierra y huesos de ballena, y además unas veinte cabañas cónicas de piedra, para familias individuales.
Y hasta había una casa construida enteramente de madera.
La curiosidad fue recíproca: toda la aldea se agolpó alrededor del trineo de los forasteros, y, con cautela primero, pero con creciente familiaridad, hombres y mujeres metieron las manos en los fardos de los recién llegados y se apoderaron con gritos de alegría, de los trozos de carne de oso que encontraron, bajo la mirada jubilosa de Ernenek.
Pero éste experimentó una viva contrariedad cuando se enteró de que otro acontecimiento oscurecía el de su propia llegada.
Muchas vueltas de sol atrás, a mediados del verano, un barco se había abierto paso entre los bloques de hielo flotante. Era un gran navío que echaba humo y que había penetrado en la bahía para que desembarcaran seis hombres blancos y para descargar una enorme cantidad de carbón, de madera y de cajas. El buque humeante había vuelto a partir en seguida, por temor de verse encerrado por el hielo hasta el verano siguiente. (¿Y aunque así hubiera ocurrido? ¿Por qué los hombres blancos tenían esa maldita prisa?) Las cajas contenían utensilios e instrumentos misteriosos y la madera había servido para construir una casa hecha de tablas desde el suelo hasta el techo, casa en la cual los extranjeros habían pasado el verano, calentándose con una estufa de carbón y alimentándose de comidas que sacaban de latas y de bebidas embotelladas.
Asiak se aseguró de que aquellos extranjeros no eran ejecutores de leyes, sino exploradores interesados en estudiar la configuración de la región y no los nombres de sus habitantes.
Esperaban que el océano se congelara para lanzarse aún más al norte, a través del territorio de los esquimales polares, que pensaban sobrepasar. Al fin, por una vez no querían viajar como lo hacían los demás hombres blancos, sino a la manera de los indígenas, esto es, llevando consigo pocas provisiones, buscando reparo en el hielo y obteniendo la comida y el combustible del océano, a medida que avanzaban.
Todo esto lo supo Ernenek por Siorakidsok, el curandero local, en cuya casa de nieve se había reunido la comunidad para enterarse de las noticias que les llevaba el viento de más allá de los muertos.
Papik e Ivalú estaban atolondrados y confusos por las novedades que los rodeaban y por todas aquellas caras desconocidas; pero, a pesar de su atolondramiento, Ivalú veía muy bien a Milak, aunque éste se hallaba sentado a la mayor distancia posible en aquella habitación.
Siorakidsok era un viejo flaco y vivaz, con ojos profundamente hundidos y casi ocultos en la sombra de la frente. Había quedado paralítico para toda su vida y casi sordo, y si aún no había sido abandonado a los hielos, lo debía sólo a su gran reputación de curandero, íntimamente aliado a los genios tutelares. Hacía ya muchos años que se había quedado sin dientes, de manera que sus nietas —o tal vez bisnietas—, Torngek y Neghé, tenían que prepararle la comida masticándola en sus bocas.
Torngek, la más vieja, tenía dos maridos, cazadores decadentes que habían decidido repartirse tanto los gastos como las alegrías de la vida conyugal. En cambio el marido de Neghé era un gran cazador y el verdadero sostenedor del grupo familiar. Se llamaba Argo y estaba orgulloso de tener tantas bocas que dependían de él, porque todos lo consideraban con envidia y admiración.
Argo no sólo poseía un fusil, que tal vez habría funcionado de tener municiones, sino que además su casa era la única que se gloriaba de ostentar un calentador primus, que funcionaba muy bien cuando la casualidad quería que estuviera cargado con kerosene. En el pasado este calentador sólo se había usado para disolver la nieve y hacer el té, pero en los últimos tiempos también se había cocido con él la carne, para ver qué encontraban los hombres blancos en las comidas cocidas. Es que tales esquimales eran "meridionales" sólo respecto del pequeño grupo polar, para cuyos miembros todo forastero era un meridional; pero para los hombres blancos, la aldea representaba el extremo baluarte hacia el norte de vida humana; además sus habitantes nunca habían visto, hasta aquel momento, hombres blancos.
Salvo Milak, que era un gran viajero, y Siorakidsok, que lo había visto todo, incluso el Espíritu de la Luna.
Un enorme caldero de piedra, repleto de nieve y de los trozos de carne de oso de Ernenek, se hallaba sobre el prtmus, pues los hombres blancos habían cedido a los esquimales un poco de kerosene.
En un ángulo de la estancia y bien a la vista, hallábase un gran recipiente de esteatita, en el cual los miembros de la familia y los visitantes orinaban, y lo tenían allí, al alcance de la mano, para cuando fuera necesario curtir pieles o trajes, o lavarse la cabeza. La mayor parte de hombres y mujeres fumaban en pipa y el olor del tabaco de las hojas de niviarsiak y de arrayán, que apestaba el aire, junto con el tufo del petróleo, de carne hervida y, sobre todo, de orina, ofendía las delicadas narices de los septentrionales. Los esquimales polares tenían la costumbre de sacar fuera de la casa la orina cuando se despertaban y consideraban tal costumbre como una prueba definitiva de emancipación y de superioridad sobre los sucios y despreciables meridionales.
Pero mientras Asiak arrugaba la nariz y sus hijos miraban espantados aquellos usos extraños, Ernenek estaba radiante de gozo por el cambio y por la nueva compañía.
—¿Por qué quieren los hombres blancos ir al norte? —gritó por tercera vez en la enorme pero insensible oreja de Siorakidsok.
—Quieren ver lo que hay en aquellos parajes —dijo por fin el decrépito curandero, riendo con su boca desdentada.
—Alguien puede decir lo que hay en el norte. Hay hielo, grandes extensiones de hielo, y también tierra, completamente cubierta de nieve sólida y hielo. Y por encima del hielo hay viento. Sobre el hielo, y a veces metido dentro de él, está el oso. Debajo del hielo hay peces y focas.
Salpicaba cada una de sus frases con ruidosas carcajadas.
—Di a los hombres blancos —prosiguió— que no pierdan el tiempo, no encontrarán otra cosa.
—Quieren asegurarse con sus propios ojos. No creen en las palabras de los hombres.
—¿Por qué?
—Tal vez porque no comprenden bastante bien nuestra lengua. Dicen que quieren sacar imágenes de todo lo que vean. ¡Dicen —y aqui Siorakidsok se inclinó hacia adelante, mientras una risotada de su negra boca le cubría el rostro de una apretada red de arrugas— que quieren medir el frío y pesar los vientos!
Estas palabras provocaron sonoras carcajadas aun de parte de aquellos que estaban enterados de la cosa.
—Prometieron dar un fusil, un cuchillo de acero y un montón de municiones a cada hombre que los acompañe; de manera que todos se ofrecieron, hasta los niños y los viejos —continuó diciendo Siorakidsok—. Pero fue difícil convencerlos de que era indispensable llevar también algunas mujeres. ¡Creían que era posible viajar sin mujeres!
Estallaron otros accesos de hilaridad general.
—¡Cómo pueden ser tan estúpidos! —prosiguió Siorakidsok que, gracias a su sordera, ignoraba las interrupciones, de suerte que sus discursos eran largos y frecuentes—. ¿Quién enciende las lámparas cuando los hombres sepultan los trineos? ¿Quién prepara el té mientras ellos cazan?
—Entonces, ¿qué decidieron? —preguntó Ernenek con impaciencia.
Siorakidsok, empero, prosiguió imperturbable.
—¿Quién les seca las ropas mientras comen y se las repara y ablanda mientras duermen? Por eso un simple curandero les sugirió que se llevaran por lo menos aquellas mujeres que no están embarazadas, y por fin los hombres blancos se rindieron a la razón.
—Perdona que una mujer charlatana se atreva a hablar en presencia de tantos hombres importantes —dijo Asiak— pero alguien piensa que tu sugestión indica una gran sabiduría.
Esta observación cayó en el oído bueno de Siorakidsok, que asintió, manifestando perfecto acuerdo con ella. ¡He aquí una mujer verdaderamente sabia y perspicaz!
—No es imposible que alguien quiera acoplarse al viaje de los hombres blancos —comenzó a decir Ernenek.
Asiak levantó de golpe la cabeza, pero no dijo nada. Mas Ivalú, venciendo su timidez, exclamó:
—¡Los hombres blancos no sabrán qué hacer con alguien que tiene la espalda rota! Hiciste este viaje para curártela y no para emprender otro.
Ernenek montó en violenta cólera.
—¡Cómo se atreve a hablar así a su padre una muchacha estúpida, que ni siquiera rió aún con un hombre! —gritó golpeando con el pie en el suelo—. ¿En qué se está convirtiendo el mundo?
Y luego, dirigiéndose a Siorakidsok, dijo:
—Alguien ha oído decir que sabes ahuyentar los espíritus maléficos que producen los dolores. ¿Quieres curar una espalda infestada de espíritus, para que alguien pueda partir con los hombres blancos?