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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

El percherón mortal (23 page)

BOOK: El percherón mortal
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¡Sí, el 5755 de la Avenida Ocean era la dirección de la Feria de Atracciones! Al frenar frente a la entrada vi que en la taquilla había un cartel que decía: «Cerrado por reparaciones.» No le presté atención; moví el picaporte de la puerta pintada de colores chillones y entré.

Dentro, la oscuridad era absoluta. Me quedé inmóvil un instante, esperando que mis ojos se habituaran. El corazón me latía con fuerza, y más aún cuando vi que el único modo de avanzar era hacerlo por un pasaje tortuoso y en pendiente. Me dije que aquel lugar era como muchos túneles de la risa como los que yo había visitado en mi infancia en Indianápolis, pero la cabeza me dijo que difería en algo esencial: en algún rincón de éste se agazapaba un asesino. Comencé a trepar, pues, por la tortuosa pendiente.

Al poco rato no pude ver nada, aun cuando volví atrás la cabeza en dirección a la rendija de luz de la puerta por la que había entrado. Iba tocando la pared a medida que subía; era de yeso sin alisar, y un clavo que sobresalía me lastimó la mano. Seguí subiendo, más y más arriba. A veces, el suelo parecía desaparecer bajo mis pies: eran los tablones más bajos, destinados a producir gozosos sustos a los que venían a divertirse. Al cabo de unos cinco minutos de trepar, el pasaje se hizo más escabroso. Corrientes de aire me hinchaban los pantalones, y un chorrito de agua me dio en la cara. En otro momento me habría reído, pero ahora seguí caminando con sombría determinación.

Lo que esperaba hallar en lo alto del pasaje era un modo de bajar al interior de la barraca. Recordaba vagamente mi visita anterior; es decir, podía recordar que había entrado y había trepado por este mismo corredor oscuro. Recordaba otras cosas que habían sucedido también, cosas horribles... pero ¿qué era lo que había salido mal? Me detuve y decidí tratar de recordar para estar preparado ante lo que pasaría a continuación.

Desde el momento en que había golpeado a Anderson y me había precipitado en su coche, no me había parado a pensar. Sabía cuál era mi plan, aproximadamente, pero había sido concebido bajo una gran presión. Ahora podía permitirme una pausa. Busqué un cigarrillo en el bolsillo y, al hacerlo, debí de cambiar el peso del cuerpo de un pie a otro y seguramente apreté un tablón móvil porque el suelo cedió.

Me deslizaba, caía, daba vueltas incontrolables, hacia abajo, más abajo, más abajo. Y al mismo tiempo oí una carcajada aguda que no se detenía, en un espasmo de diversión histérica.

Me deslicé más y más rápido hasta que la piel comenzó a quemarse a través de la ropa, por la posición en que había caído y la fricción que se producía. Por el modo de caer sabía que descendía por un tobogán, pero pasaron largos segundos antes de que llegara abajo y cayera sobre rodillas y manos en el fondo. Cuando me puse de pie sobre lo que parecía ser una superficie pulida en suave pendiente, se encendieron luces muy tenues. Se trataba de unas pocas bombillas colgadas al azar en los rincones de una estructura en forma de cúpula, cavernosa, con sus laberintos de pasajes y dispositivos de sorpresa.

El tobogán me había depositado en el centro de un disco giratorio, uno de esos móviles que empiezan a dar vueltas lentamente y uno se aferra al poste central, y a medida que los giros se hacen más y más rápidos la fuerza centrífuga se hace sentir con más vigor hasta arrojar los cuerpos afuera. Encima había hileras de palcos, unos sobre otros, en parte cubiertos, que circundaban todo el edificio. Cuando la barraca estaba abierta, los clientes entraban desde la calle como lo había hecho yo, subían por esos palcos hasta que llegaban a la boca oscura de un tobogán y caían hasta este disco... Cuando pensaba esto, volví a oír la carcajada.

Alcé la vista y vi un puentecillo entre las vigas del techo; allí en la penumbra, con la espalda contra un tablero gigantesco, vi a mi adversario: Eustace.

Llevaba puestos la misma absurda chaqueta de terciopelo y los ridículos pantalones color malva con los que le había visto por primera vez. Me miró y volvió a reírse.

Yo había sido un idiota. Ahora recordaba del todo mi experiencia anterior en esta misma barraca, no más de tres meses atrás. También en esa ocasión había caído aquí y me había visto impotente, prisionero. Y ahora recordaba cómo había admitido libremente sus crímenes y se había jactado de ellos. Entonces había tratado de matarme y no lo había logrado. Ahora me tocaba a mí.

—¿Y bien, doctor, probamos de nuevo? —Eustace, inclinado en su plataforma, muy alto encima de mí, movió un mando y el disco sobre el que yo me hallaba comenzó a girar muy despacio—. Ha recuperado la memoria, ¿no? ¡Ha vuelto a descubrir su teoría según la cual yo soy el asesino!

—Sí —le dije—. ¿No es cierta?

Eustace se inclinó sobre la baranda de la plataforma suspendida.

—¿Por qué me lo pregunta, doctor? ¿Por qué no me lo dice, como la vez anterior? Lo había imaginado todo. Mi nombre no era Félix Mather, ni siquiera Eustace, sino Edgar Augustus Blunt, el hijo no reconocido del viejo John Blunt. Incluso me dijo por qué maté a Francés. Dijo que la odiaba porque era la hija de mi madre y que yo odiaba a mi madre porque ella me había dado a luz. Me dijo que al que yo odiaba en realidad y contra el cual no podía hacer nada porque estaba muerto, era mi padre, John Blunt. Hasta le dio un nombre a mi motivación: la llamó «transferencia ilícita». Dijo que mi amor natural por mi madre había sido desviado en mi infancia por mi padre, y se había transformado en una obsesión antinatural contra Francés y Jacob, mis hermanastros.

—¡Y tenía razón! —exclamé.

Eustace se inclinó más sobre la baranda hasta que pareció quedar colgado de una mano; en realidad, un delgado riel de hierro le impedía caer.

—¡Sí —gritó—, tenía razón! Por supuesto que les odiaba. Odio a toda esa gente de piernas largas y cuerpo normal, a todos los altos y poderosos. Pero a Jacob y a Francés les odiaba especialmente. Uno de ellos tenía a mi padre y el otro compartía a mi madre. Pero ninguno de ellos era como yo. ¿Por qué? Me he hecho esa pregunta cien mil veces. Mi padre no me rechazó porque mi madre no estuviera casada con él. No, me rechazó porque mi cara y mi cuerpo le repugnaban, porque no podía soportar mi presencia.

»¿Por qué Jacob tenía que ser alto, normal, buen mozo, mientras que yo era un enano? ¿Por qué Francés tenía que ser hermosa, mientras que yo era horrible y despreciable? ¿Por qué debía contentarme con una pensión y el apellido Mather, mientras una gran fortuna iba a manos de Jacob? ¡Mather! Odio ese apellido. Era el de mi madre antes de casarse con Raye. Cuando viví con él y Francés después de la muerte de mi madre, cuando viajamos por todo el país en giras, aún entonces yo seguía siendo diferente. Raye vivía de mi dinero y se consideraba mi tutor. ¡Y esa hija suya, Francés, no quería siquiera jugar conmigo! Me llamaba Pruney. Fue entonces, hace muchos años, cuando decidí que la mataría. Después, un año vinimos a Nueva York...

—Y se habituó a jugar en Central Park. Y Jacob y usted se hicieron amigos. ¿Por qué le odia ahora?

—¡Jacob! —chilló el enano con furia—. ¡Todo lo que él tiene es mío por derecho! —Estaba casi histérico, locamente rabioso. Gritó unas frases incoherentes que no pude entender. Después se interrumpió y habló más tranquilo—. Jacob era mi hermano en aquel entonces, un hermano de verdad, cuando jugábamos juntos en Central Park. Yo sabía quién era porque mi madre me había enseñado una foto de él recortada de un diario poco antes de que ella muriera. Él no sabía quién era yo, pero me aceptaba, me quería, era mi amigo. Pero eso no duró. Un día apareció mi padre, me encontró con él en el parque y se lo llevó. Después, nunca más le permitieron volver a jugar conmigo. ¡Y le odié a él también!

La voz se había vuelto muy aguda otra vez.

—Después, volvió a viajar en giras. Y, una vez llegado a la mayoría de edad, ¿qué hizo con sus ingresos?

—¡Compré esto para divertirme! —me gritó—. Aquí manejo los mandos, ¿ve? —Apretó una palanca, y el disco sobre el que me hallaba comenzó a girar con mayor rapidez—. Todos los veranos me siento aquí, muy por encima de todos, y miro a los idiotas que entran y les hago caer en mis trampas. Acciono las palancas, aprieto botones. Hago volar las faldas de las chicas, muevo los suelos, hago sonar ruidos obscenos, les asusto, hago que sean más ridículos de lo que ellos me consideran a mí...

—Cuando vine aquí en abril, confesó haber matado a Raye —le grité—. La mató de modo que policía creyera que lo había hecho Jacob; al menos, así debió funcionar su plan. Contrató enanos para que le ayudaran a persuadir a Jacob para hacer locuras, les vistió con ropas extravagantes y les dio dinero. Jacob cayó en sus manos, pero actuó con inteligencia dos veces. Vino a verme y se negó a entregar el percherón. Por eso, cuando usted asesinó a Raye, no había nadie en la puerta.

—Exacto hasta ahí —dijo Eustace—. Contraté a Tony para conducir el camión que llevó a Jacob y al percherón al apartamento de la Raye. Pero no imaginé que Jacob se rebelaría y se negaría a tocar el timbre. Según mi plan, él debía descubrir el cuerpo, llamar a la policía y contarles su ridícula historia. Si no le declaraban convicto de homicidio en primer grado, le declararían demente, y de cualquier modo yo me quedaría con su fortuna.

»Pero él le contó demasiadas cosas. Y además, cuando yo estaba dentro del apartamento de Francés, decidió no hacer entrega del caballo. Yo ya la había apuñalado y había huido por el tragaluz; desde allí pasé a un apartamento vacío y esperé hasta que no hubiera peligro. En ese momento, un guardia asustó a Tony, el conductor del furgón, cuando estaba atando él mismo el caballo. Atrapado con las manos en la masa, el estúpido contó la historia que se suponía que debía haber contado Jacob.

El disco giraba más y más rápido, y yo me estaba mareando. Pero sabía que debía seguir haciendo hablar a Eustace. Recordé lo que había sucedido antes, cómo había tratado de escapar por una de las salidas, él había tocado uno de sus mandos y un peso tremendo me había aplastado...

—Entonces, usted mandó a Nan al cuartel de policía para liberar a Tony y tratar de atraparme. Quería que yo le dijera el paradero de Jacob. Yo fui lo bastante idiota como para dejar que Tony saliera bajo mi custodia, Nan me empujó en el andén y buscó en mis bolsillos la fotografía suya, que seguramente Jacob le explicó que me había dado. No la encontró, porque estaba en mi otro traje, en el armario de mi casa. Así que Nan y Tony me llevaron al apartamento de ella y usted concibió la brillante idea de hacer que un falso médico me administrara tratamiento de shock para que dijera algo que no sabía: el paradero de Jacob.

—Nunca creí que no lo supiera —dijo Eustace—. Sigo creyendo que sabe dónde está.

—Lo que significa que todavía no lo ha encontrado. Pero ¿por qué le sigue buscando?

—A él y a usted —dijo Eustace—. Los dos saben demasiado de lo que he hecho. Por eso maté a Nan esta mañana. Y por eso maté a su esposa esta tarde. Entré en el pasillo de su edificio y vi la puerta abierta. Me deslicé dentro y le arrojé un cuchillo a la espalda, desde una distancia de seis metros. Un blanco perfecto; ni siquiera hizo el menor ruido.

Le odié. Su pequeña figura proyectaba una gran sombra oscilante que danzaba en elipses y círculos mientras yo giraba. Tenía que echar la cabeza atrás para verle, muy alto en su diminuto puente, lo cual acentuaba mi mareo y me revolvía el estómago.

—¿Por qué no me mató a mí? —le pregunté.

—Quería hablarle. Sabía que podría volver a encontrarme, y quería que usted, más que nadie, conociera mi plan. Y además podría decirme dónde está Jacob.

—Sí —dije—. Puedo decírselo. Pero antes deberá responderme algunas preguntas. ¿De acuerdo?

Asintió con la cabeza. Yo tenía una idea. Era peligroso, pero no importaba. Si no funcionaba, moriría de todos modos, sólo que quizás un poco antes.

—Quiero saber una cosa —le pregunté—: ¿cómo consiguió que Nan Bulkely le ayudara en su plan?

—Al principio le hice regalos. Después le prometí el papel principal en
¡Nevada!,
aunque ella no sabía que planeaba dárselo matando a Francés, y un apartamento en Central Park. Hasta la muerte de Francés, ella creyó que lo que hacía para mí era parte de una complicada broma que yo quería gastarle a un amigo. Y después, tuvo demasiado miedo de hablar, porque sabía que yo la mataría.

Entonces yo había tenido razón al suponer que Nan estaba tan prisionera como yo, y que había actuado contra su voluntad.

—Otra cosa que quiero saber —le dije— es por qué hizo que Nan consiguiera percherones para atar a los faroles cada vez que cometía un crimen.

Eustace echó la cabeza atrás y soltó una carcajada. Esta vez la risa era más aguda y fuerte que antes, un sonido especialmente horrible.

—Me gustan los percherones —dijo—. Son mi marca de fábrica. Mi modo de poner un sello a lo que hago, pues son grandes y poderosos, todo lo contrario de lo que soy yo.

—¿Fue usted el que llamó a Nan anoche? —le pregunté.

—Sí —dijo—. Eso fue después de que le hiciera alquilar otro percherón a Nan. Le dije que lo quería para usted y que la llamaría para decirle dónde debía entregarlo. Pero cuando la llamé me dijo que había terminado conmigo. Entonces comprendí que debía matarla. La seguí a ella y a Jacob hasta el Village, esperé a que salieran del club y luego del parque, y caminaran por una calle desierta, y entonces disparé y fui a buscar el percherón que tenía en un camión, a una manzana de distancia.

—¿Por qué no mató a Jacob? —le pregunté.

—Planeaba hacerlo, pero cuando le estaba apuntando oí que se abría una ventana a mi lado. Si volvía a disparar podía tener un testigo. Así que arrojé el revólver. Si hubiera usado cuchillos habría sido distinto. Soy hábil con los cuchillos, y éstos son más silenciosos que un arma de fuego, aunque tenga silenciador. Aprendí a arrojarlos en la feria. ¿Ve?

Se inclinó, y un largo cuchillo de caza se hundió en la madera del disco a pocos centímetros de mí. Comprendí que me quedaban pocos segundos. Me arrodillé, buscando desesperadamente un punto de apoyo en la madera pulida, mientras giraba cada vez más rápido.

—Una pregunta más, Eustace —le grité—. ¿Qué hizo conmigo cuando trató de matarme aquí, en primavera, y qué hizo con el cadáver de Tony después del accidente del taxi?

—Le metí un carnet de Seguridad Social falso en el bolsillo —dijo— y contraté un par de amigos míos, buenos muchachos que trabajan por aquí, para que lo arrojaran en algún lugar del Bowery. Creí que estaba muerto, pues de otro modo no le habría soltado. En cuanto a Tony, murió en el apartamento de Nan después del accidente. Le pusimos las ropas de usted y le arrojamos al río. Era el lugar más seguro para él.

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