El perro (3 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Drama, Relato

BOOK: El perro
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Aguardó, con los nervios tan tensos que casi le hacían daño, y en la única décima de segundo que el animal empleó en desviar la vista, sin advertir él mismo lo que hacía, se lanzó hacia delante, aferró el arma por el cañón, la blandió en el aire como una maza, y la descargó con todas sus fuerzas sobre la cabeza de la bestia, que ya se le venía encima con las fauces abiertas.

Sonó un crujido seco, y el Perro rodó pendiente abajo, lanzando aullidos, mientras su amo se alzaba de un salto llevándose la mano a la cartuchera.

Apenas tuvo tiempo de desabrochar la tapa de cuero que cubría la culata, porque resonó un seco estampido y cayó de espaldas con el pecho abierto por el impacto de la gruesa bala.

Se hizo un largo silencio en el que hasta las chicharras enmudecieron de asombro y él mismo se sorprendió al advertir que había vencido y sus dos enemigos habían quedado allí abatidos para siempre.

Se inclinó sobre el herido, rebuscó en sus bolsillos y encontró la llave de las esposas. Maniobró largo rato hasta liberarse, y se frotó las muñecas con alivio.

Observó al guardián; aún respiraba, pero el agujero en el pecho dejaba pocas esperanzas de que pudiera mantenerse con vida. Necesitaba un buen cirujano, y dudaba de que hubiese siquiera un dispensario en cuatro o cinco días de marcha a la redonda. Hubiera querido sentir lástima o remordimientos de conciencia, pero pensó en cuántos habría cazado en sus años de buscador de fugitivos, y se encogió de hombros.

—Unas veces se gana y otras se pierde —comentó en voz alta, como si pudiera oírle—. Esta vez te tocó la mala, amigo.

Recogió el fusil, se encajó la pistola entre la camisa y el pantalón y, echándole una última mirada al Perro empapado en sangre, descendió la colina y reanudó la marcha, siempre hacia el Norte.

Se alejaba ya cuando pareció recordar algo, y volviéndose agitó la mano con un ademán de despedida:

—¡Gracias, conejo! —gritó alegremente.

III

Encontró mangos maduros y bananos a punto de dorarse, lo que le alegró las tripas y el alma, y por eso se sorprendió a sí mismo tarareando una vieja cancioncilla de estudiante mientras cruzaba una cañada espesa en la que le salieron al paso vacas de mirada triste.

Se alejaba aprisa de la muerte que había dejado a sus espaldas, esforzándose por olvidarla, desechando de su mente cualquier sentimiento de culpabilidad, repitiéndose una y otra vez que el muerto no era más que un esbirro de la dictadura; uno de los tantos canallas que habían contribuido a que el país llegara donde había llegado.

—Sin ellos, Abigail Anaya habría desaparecido hace mucho tiempo —murmuró en voz alta—. Y son aún peores que el mismo Presidente, porque su ambición se limita a unas pocas monedas, y lo mismo matarían por él que por nosotros, si nosotros pagáramos más… Algún día los barreremos del mapa… Limpiaremos el país de toda esa escoria, y tendremos libertad… Y no habrá cárcel, ni campos de prisioneros, ni forzados para construir caminos inútiles… Cómo pagarán entonces su culpa los anayistas?

No tenía respuesta para eso, y le dolía. Sus sueños chocaban siempre con la realidad de que no es posible un Gobierno —cualquier Gobierno— sin algún tipo de represión, y eso lo desconcertaba.

—Si encarcelamos a los partidarios de Anaya, estamos concediendo el derecho a que los partidarios de Anaya nos encarcelen a nosotros en justa reciprocidad… Y si no lo hacemos, estamos dándoles la oportunidad de atentar de nuevo contra la libertad de todos.

Le asaltó de pronto el recuerdo de las humillaciones y sufrimientos de aquellos cinco años, y advirtió, sorprendido, que el odio que había ido acumulando comenzaba a desvanecerse junto a sus deseos de venganza.

Noche tras noche, encadenado en un sucio barracón, la ira se había ido abriendo paso en sus entrañas, cavando un hueco cada vez más hondo, y durante los ataques de disentería, cuando la forzada inmovilidad le obligaba a hacerse las necesidades encima, se había jurado que algún día estrangularía con su propia mano a todos aquellos malnacidos, y les haría pasar por los mismos dolores y vejaciones que estaba padeciendo.

Pero era ahora tanta su alegría, se sentía tan feliz de caminar libre por aquella cañada que olía a hierba fresca y mierda de vaca, que se sintió incluso capaz de olvidar el pasado, borrarlo por completo de su memoria y aplacar su ira y su deseo de venganza con tal de que aquellos cinco años nunca volvieran y todo se limitara a pasear en paz por un lugar semejante.

—Tengo cuarenta y tres años —se dijo—. Aún puedo pedirle a la vida muchas cosas sin desperdiciarla en una estúpida venganza… Maté a un tipo. Un canalla. Me haré a la idea de que con él maté a todos los que me jodieron…

La cañada y su espesura concluyeron bruscamente, y al salir de improviso al claro, el corazón le dio un vuelco al toparse con un grupo de hombres reunidos en torno a una hoguera, que echaron mano a sus armas ante la presencia del desconocido.

Se observaron en silencio. Eran cinco, y tres le apuntaban directamente con viejas escopetas remendadas. Paseó la vista de uno a otro, y se tranquilizó al advertir que no había en ellos huellas de uniforme o apariencia militar. Luego, su vista fue a los hierros de marcar sobre la hoguera, y a la novilla que, ligada de patas, mugía junto al fuego.

—Buenas tardes —dijo.

El que parecía comandarlos, barbudo y malencarado, se aproximó a estudiarle.

—¿De dónde sale? —inquirió de mala gana.

—De la montaña.

Observaron su atuendo; el uniforme raído y tieso cruzado por una raya negra.

—¿Forzado?

Comprendió que resultaba estúpido negarlo, y afirmó con un leve gesto de cabeza. Los hombres depusieron inmediatamente su actitud hostil.

—¡Ah, vaya! Adelante entonces, amigo… No tema…

Los observó un instante, reparó detenidamente en los hierros y comprendió.

—¿Cuatreros ?

Se encogió de hombros.

—Ya usted sabe… Demasiado ganado montaraz por estas quebradas… No está muy claro quién es su dueño…

Tomó asiento junto al fuego y aceptó una taza de café cien veces recalentado, pero que le supo a gloria. Le ofrecieron también carne seca y galletas rancias, pero era lo mejor que había comido en mucho tiempo.

Observó cómo tres de ellos continuaban en la tarea de marcar a las novillas, que soltaban luego en un tosco cercado, y las señaló con un gesto:

—¿A dónde las llevan?

—Al otro lado de la frontera…

—¿No hay mucha vigilancia?

—Los soldados hacen la vista gorda por doscientos pesos…

—¿Podría ir con ustedes?

El hombre dudó, consultó con la vista a su compañero, un viejo de rostro surcado de cicatrices y un ojo blanco que no había abierto la boca en todo el rato y que hizo un leve gesto negativo.

—Lo siento, amigo… —se disculpó—. No nos importa que usted huya, pero su compañía podría perjudicarnos… Una cosa es pasar vacas mugrientas, y otra, un fugitivo… ¿Por qué lo atraparon?

—Política…

—Peor aún… Al Presidente puede que no le importe mucho un ladrón más o menos, pero sí le importan sus enemigos… ¡Lo lamento!

—Entiendo…

Hizo ademán de levantarse, pero el viejo le interrumpió con un gesto:

—No se lo tome a pecho. Quédese esta noche, y siga mañana su caminó. Aquí no hay peligro… ¿Le vienen siguiendo?

—Ya no.

El barbudo observó con detenimiento el fusil cruzado sobre sus rodillas.

—Arma de reglamento —señaló—. ¿Se la robó a un guardián?

Asintió con un gesto mientras seguía con la vista los trabajos del trío, que derribaban un becerro. Uno le torció el cuello, el otro le ligó las patas y el tercero le aplicó con fuerza el hierro sobre una marca antigua, que quedó totalmente cubierta.

El animal soltó un mugido lastimero, y un denso olor a pelo y carne achicharrados se extendió nuevamente por el claro.

Sin saber por qué, el becerro le recordó por un segundo al Perro tumbado al pie del árbol, desarticulado y sangrante, con los ojos abiertos y vidriosos.

No había sido un buen fin para una bestia tan hermosa, y no se sentía orgulloso de haberla matado. Estaba seguro de que en otras circunstancias le hubiera gustado ser amigo de aquel bicho, más amigo de lo que se sentía capaz de serlo de muchos seres humanos.

—Maté a un perro —dijo casi sin darse cuenta.

Los cuatreros le observaron con extrañeza.

—¿Un perro?

—Era un animal extraño… Más humano que la mayoría de la gente.

—Yo tuve un caballo así —admitió el viejo—. Podía hablar con él mejor que con cualquiera de esos tres… —Hizo una pausa—. Y entendía más de vacas, se lo juro…

—¿Qué fue de él?

—Se volvió loco de pensar tanto —guiñó su ojo blanco—. Un día se lanzó de cabeza a un barranco, y tuve el tiempo justo de agarrarme de una mata… —Meditó unos instantes—. Nunca se debe exigir a una bestia más de lo que le da el cerebro… Ni a los hombres tampoco.

El sol comenzó a ocultarse, refrescó la brisa e hicieron su aparición los mosquitos. el barbudo se puso en pie y echó a la hoguera una bosta de vaca, ya reseca. Un humo denso y maloliente los envolvió un instante y ahuyentó largo rato la plaga.

A la noche, tras una abundante cena de carne fresca de novillo y el mismo café de siempre, uno de los merodeadores templó una guitarra y entonó con bastante acierto una melancólica canción llanera.

—Ya el llano no es el mismo —sentenció el viejo—. Ahora la gente de la Capital se viene a pasar los fines de semana al llano en avioneta, y las Haciendas tienen luz eléctrica y televisión… En mis tiempos, se hacían doce días hasta la Capital sobre un caballo… Nadie venía nunca, y ésta era una tierra buena y solitaria… Se podía cabalgar un mes entero sin ver un alma, y nubes de venados brincaban ante nuestras propias narices… Ahora, con las camionetas y las motos, los de la ciudad los están acabando…

—Y nadie se quejaba si te llevabas una vaca —corroboró el de la guitarra—. Ahora se diría que estás montándote a su hija. —Agitó la cabeza—. Hasta la gente del llano se está volviendo egoísta…

—No son gentes del llano. Los capitalinos compraron las Haciendas.

—Y no van a caballo, sino en esos jeeps todo terreno…

—Y hay caminos…

—Y alambradas…

Le pareció estar contemplando una vieja película del Oeste, y en verdad que había asistido un millón de veces a la escena; hombres, armas y ganado a la luz de la hoguera lamentándose del final de las grandes praderas.

Resultaba incongruente y al mismo tiempo hermoso que quedara un rincón del mundo en el que aún podían subsistir los cuatreros. Robar ganado ajeno era una de las más antiguas aficiones humanas.

El barbudo alzó el rostro, estudió la posición de las estrellas y la luna, y se volvió al viejo:

—Es la hora —dijo.

el otro hizo un gesto de asentimiento, se alzó pesadamente, fue hasta donde guardaba su petate y regresó con un bulto que comenzó a desenrollar con sumo cuidado.

Mostró la rara joya a la admiración general, la dejó sobre una lisa piedra, apretó un botón y se recostó de nuevo contra el tronco del paraturo, con expresión satisfecha.

Una música estridente rompió la quietud de la noche, se alargó por las sombras y se perdió en la espesura.

Mugió una vaca, y un caballo relinchó.

La dulce y empalagosa voz de la locutora se alzó sobre la música y anunció solemne:

—«Y ahora, escuchen ustedes el capítulo treinta y cuatro de
Una mujer sin pasado
, original de Sara Plaza, basado en una novela de Corín Tellado… »

Agitó la cabeza, incrédulo, y señaló acusadoramente al aparato:

—Escuchan eso cada noche?

—¡Chisssss!

IV

Se despertó aturdido, con sabor de sangre en la boca, y tardó largo tiempo en saber dónde estaba, qué había ocurrido, cómo le habían golpeado.

Le dolía cada músculo del cuerpo, y le costó un tremendo esfuerzo erguirse y dirigir una turbia mirada a su alrededor.

Un ronco lamento se escapó de su garganta y se arrastró como pudo hasta llegar a su lado. Sollozó quedamente, y él abrió los ojos en los que pudo leer el opaco desvío de la muerte.

—¡Mátalo! —le ordenó con un hilo de voz—. ¡Mátalo!

Quedó en silencio, y percibió ahora el gorgoteo de la sangre en la herida, ronco murmullo por el que se escapaba una vida.

Le olfateó de cerca, le lamió la hirsuta barba en un desesperado esfuerzo por reanimarle, y advirtió que aquella piel, antaño tibia y sudorosa, no era ya más que una fría corteza inanimada.

Lloró de nuevo, y lloró de ira, dolor y desamparo; de tristeza y vergüenza; de odio y culpabilidad.

Era responsable, y lo sabía. Tal vez no tuviera inteligencia suficiente para discernirlo, pero su instinto le indicaba que por un instante, por sólo un segundo de su vida, no había cumplido con su obligación, y el resultado estaba allí, en su amo moribundo y el tremendo dolor que sentía en todo el cuerpo.

Los recuerdos pasaban confusos por su cerebro. No estaba todo claro, pero sí el conejo gris y blanco, y el Hombre que blandía un arma con la que le golpeó con furia la cabeza.

Luego, nada, y ahora su amo estaba allí, y no era ya el mismo, y un extraño olor se había apoderado de él; apenas pudo escuchar su voz cuando le ordenó: «¡Mátalo!»

No estaba despierto, pero tampoco dormía. No le hablaba, pero tampoco percibía el jadear tranquilo y monótono de su respiración a la que estaba acostumbrado desde que nació. El estertor de su garganta no era el brusco ronquido que a menudo le despertaba a medianoche y al que seguía siempre una exhalación larga y profunda.

Aquello era la muerte, y lo sabía. Había visto morir venados a los que él mismo remató de una dentellada, y liebres, perdices, conejos, y hasta tres tigres y un pintarrajeado cunaguaro. Todos ellos tuvieron una opacidad semejante en la mirada, todos emitieron un olor parecido, y sobre todos flotaba aquella especie de halo tembloroso que no podía verse, ni olerse, ni oírse, pero que le llegaba como a través de la piel y le erizaba cada vello de la garganta.

Apoyó la cabeza contra el hombro tan querido, y husmeó la mano que descansaba, como quebrada, sobre el pecho, junto a la herida. Estaba roja de sangre y sucia de tierra, y aún percibió en ella su propio olor de la última vez que le acarició la cabeza. Más allá, sobre la camisa destrozada, en los bordes de la apertura del pecho, el olor era más denso y picante, a pólvora; olor de sobra conocido, precedido siempre de un estruendo que le dejaba sordo largo rato.

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