Hubiera deseado que se le antojara una deformidad monstruosa; que le diera asco; que sintiera tanta repugnancia al verla, que no deseara volver a encontrársela nunca en su camino, pero se sorprendió al advertir la dignidad con que llevaba su embarazo, habida cuenta de que se trataba de un hijo ilegítimo de un hombre casado.
Giró y giró la cucharilla en la taza durante largo rato, y le miró de frente, a los ojos:
—Me cansé de pasar calamidades… —señaló—. Durante años quise creer que volverías, venceríamos al viejo tirano y viviríamos en un país de ensueño, donde tú serías exaltado como héroe y yo te daría hijos… Pero lo cierto es que Abigail Anaya continúa mandando, y yo estaba fichada, y nadie quería comprometerse a darme trabajo… Por lo único que les valía la pena el riesgo, era por acostarse conmigo…
—No decías nada en tus cartas…
—¿Para qué? Ya lo pasabas mal sin mis problemas… Julio fue el único que se atrevió a darme un empleo. Fue bueno y generoso, y nunca pidió nada a cambio… Luego, dejaste de escribir, convencido de que jamás regresarías. Me convencí también, y a partir de ese día nada tuvo importancia. Julio o cualquier otro, ¿qué más daba?, y él lo merecía más que nadie…
—¿Por qué el hijo?
—Cuando se acerca a los treinta años, una mujer necesita un hijo, o deja de ser mujer… Y prefería que su padre nunca pudiera reclamarlo legalmente… —Bebió su café con lentitud. Estaba frío ya, pero no lo advirtió. Trató de sonreír, mas apenas pudo lograrlo—. Es una historia vulgar, lo admito, pero no tengo otra —añadió—. En verdad, nunca creí que lograrías evadirte, y no me sentía capaz de esperar quince años más.
—¿Y ahora… ? ¿Qué piensas hacer?
—¿Yo? —Se sorprendió—. Lo mismo, naturalmente… Saberte libre, ha sido la mayor alegría que he tenido, pero eso nada cambia. Aquí corres peligro. Debes marcharte del país y rehacer tu vida en otra parte… —Hizo una corta pausa—. Yo estoy bien con Julio. Es bueno y cariñoso, y sabrá cuidar del niño y de mí…
—¿Y ésa será tu vida para siempre? ¿Una mantenida hasta que te abandone por vieja?
Se encogió de hombros sin emoción alguna:
—Tengo una buena casa, un auto de lujo, criados, dinero, y, pronto, un hijo. Eso basta a la mayoría, y a mí debe bastarme. Es más de lo que he tenido nunca…
—¿Incluso cuando estabas conmigo?
Le miró de frente, retadora, altiva y franca.
—¿Qué tenía cuando estaba contigo, Ari… ? Fuimos muy felices durante aquellas vacaciones en Ecuador… Galápagos con sus focas, y Quito con su ruleta y su amor a la luz de la luna… Pero, ¿y el resto? Una constante angustia aguardando el día que te detuvieran o te mataran. Noches de terror esperando la llegada de la Policía, y un escondrijo inmundo, en el que ni hablar en voz alta ni comer caliente podíamos… —Se puso en pie trabajosamente, bamboleando su enorme barriga, que parecía siempre a punto de hacerla caer de boca—: No te lo reprocho, Ari… Era joven, te quería, y me pareció una aventura maravillosa… —Se volvió desde la puerta y sonrió con tristeza—. Pero ya no soy tan joven, y las aventuras me aterran… ¡Suerte, Ari!
Salió, y pudo oír sus pasos descendiendo pesadamente la escalera con sumo cuidado para no poner en peligro aquel hijo que había pasado a ser lo más importante de su vida.
Permaneció muy quieto, contemplando el asiento vacío, cavilando en cuanto acababa de decirle. Cinco años, y la Muriel a quien él conoció ya era otra, y nada tenía en común con la chiquilla valiente y alocada que decidió unírsele en su lucha contra Anaya.
¿Dónde habían quedado sus sueños de libertad? ¿Qué se había dicho de su generosidad y su entusiasmo?
—Quizá están en el mismo lugar en que están los tuyos —comentó en voz alta—. La Dictadura acabó una vez más por castrar sus sentimientos y su mente; por abotargar sus ilusiones; por cansarla hasta la muerte… Como a ti…
No le costaba trabajo comprenderla, porque, mirándose al espejo, encontró idéntica expresión de resignación y fatiga, de hastío y fatalismo.
Si también él estaba decidido a renunciar; si también él anhelaba el refugio de un país neutral y un lugar tranquilo en el que alejarse de todo y olvidar la lucha, ¿cuál era en realidad la diferencia?
La diferencia era la que podía existir entre el amor y el odio; entre la alegría y la tristeza; entre el eterno jugar y el eterno padecer.
La diferencia estaba en que por primera vez se sentía realmente vivo, realmente querido, realmente necesitado.
Ya no odiaba las casas, porque aquella olía a limpio, y una fresca brisa y ventanas abiertas se llevaban muy lejos la impresión de sentirse oprimido. Ya no necesitaba vagar al aire libre por las noches, pues las dormía de un golpe, tumbado allí, sobre una estera, a los pies de la cama del niño. Ya no vivía siempre alerta, acechando el peligro, porque ningún peligro acechaba en cientos de kilómetros en derredor.
—
¡Pachucho!
Nunca una palabra le sonó tan bella, ni fue pronunciada con tanto cariño, ni despertó tantos ecos dormidos en lo más profundo de su mente, ni le obligó a alzar las orejas y agitar la cola con tanto entusiasmo.
—
¡Pachucho… !
Y
Pachucho
corrió tras el palo, y
Pachucho
persiguió tontamente a las perdices, y
Pachucho
lo trajo de vuelta a casa, sobre su lomo, cuando, dormido y derrengado, no podía dar ya un paso.
—
¡Pachucho!
Y aprendió a hacerse el muerto. Y aprendió a comer en su mano. Y aprendió a jugar a policías y ladrones.
Y pasaron días…
Y semanas…
Y
Pachucho
se entregó a un nuevo amo que no le llegaba a la cintura al otro; que no le gritaba; que no le reñía; que no le obligaba a morder a los presos, ni a asustar a la gente, ni a matar al que huía…
Pero un día volaron muy bajos los patos, y el hombre que cortaba la leña en el patio entró en la casa, volvió con la escopeta y disparó al aire sin herir a ninguno.
La explosión despertó recuerdos dormidos: el olor a pólvora devolvió a su mente la imagen de su amo agonizante, y una orden, una vieja orden resonó en su cerebro:
«¡Mátalo!»
Y
Pachucho
no fue más
Pachucho
. Buscó el camino del pueblo, seguido por el niño, que gritaba y lloraba, y también él gritaba y lloraba por dentro, porque su corazón también le pedía: «¡Quédate!»; pero existía algo más hondo, más profundo que cualquier sentimiento. Algo que no dependía de él, sino que le venía de muy arriba, de muy lejos, quizás de generaciones y generaciones de perros acostumbrados a obedecer una orden de los hombres, porque Dios había puesto a los perros en el mundo para que obedecieran a los hombres.
Y no podía detenerse mientras aquel deber no estuviera cumplido, y tan sólo entonces, ¡sólo entonces !, podría descansar para siempre y ser, para siempre,
Pachucho
.
Marchó aprisa, inquieto y desasosegado, con las manos hundidas en los amplios bolsillos del gabán, sintiendo en la palma el duro contacto del arma, presencia reconfortante cuando en las esquinas distinguía la figura de un policía o su fantasía le hacía imaginar que alguien le venía siguiendo.
Huascar se había resistido a entregársela, pero le amenazó con no poner un pie en la calle si no le conseguía un medio de hacer frente a cualquier eventualidad:
—No voy a dejar que me detengan, ¿me oyes? No me atraparán vivo, para que me maten a palos… Tú no puedes saber lo que es eso; nunca te han detenido, pero yo sí, y te lo juro… Me defenderé hasta el penúltimo cartucho, y con el último, me volaré los sesos.
—No dramatices…
—No dramatizo, Huascar… Esto va en serio… Dame esa arma.
Y ahora la sentía allí en el fondo del bolsillo, lista para empezar a escupir fuego en cuanto alguien intentara interponerse en su camino.
Cruzó la esquina, miró a ambos lados, cerciorándose de que no se distinguía presencia alguna sospechosa, y comprobó que aquella era la calle que buscaba, larga alameda solitaria, flanqueada de pequeños edificios de dos plantas y jardín, zona residencial y tranquila, lejos del bullicio de la gran ciudad.
Consultó el reloj y advirtió que faltaban unos minutos.
—Tiene que ser exacto —le habían advertido—. A las doce en punto, el policía de la entrada se va a almorzar y debe aprovechar esa media hora… ¡Por Dios, que no haya líos!…
No habría líos, estaba decidido. A las doce y cinco penetraría tranquilamente en el jardín de la Embajada, el secretario tendría la puerta entreabierta, y ya dentro de la casa podía dar por concluida su aventura.
Quince días huésped del embajador, acogido al Derecho de Asilo, un salvoconducto, y luego, directo a Caracas, donde ya le habían prometido un puesto en la Universidad, y una Editorial local le compraría sus Memorias de Forzado, y su gran estudio sobre las civilizaciones caribes.
Mientras tanto, la Policía estaría aún buscándole en la frontera, y aquel maldito perro se quedaría en el pueblo para siempre, si es que no se lo habían comido ya gusanos y zamuros.
Tenía cuarenta y tres años —treinta y ocho según sus nuevas cuentas—, y sabía por experiencia que Caracas es un lugar muy agradable para un soltero que ha pasado demasiado tiempo sin mujeres.
Le Club; la piscina del Hotel Tamanaco; los fines de semana en el Macuto Sheraton; los discretos moteles de la carretera de los Teques; la infinita variedad de muchachas de todas las clases, tipos y colores…
Trabajar duro y divertirse, y tal vez así olvidar definitivamente a Muriel y a Abigail Anaya.
Sonrió al imaginar la cara del viejo tirano cuando le notificaran que Arístides Ungría había solicitado y obtenido asilo político en la Embajada de Venezuela, país democrático que en más de una ocasión había demostrado manifiesto desprecio por su régimen.
Ya era la hora, pero quiso asegurarse; encendió un cigarrillo y comprobó disimuladamente que nadie lo vigilaba. Esperó el tiempo de acabarlo, aplastó la colilla, se acomodó el gabán de Huascar, a todas luces demasiado grande para él, y hundiendo de nuevo las manos en los bolsillos, le tranquilizó el frío contacto del arma.
Se adentró en la calle. Leyó el número de la primera casa y calculó mentalmente cuántos faltaban hasta la que venía buscando. Cuando al fin la distinguió, con su verja, sus grandes ventanales sobre el jardín y la bandera tricolor ondeando en la punta del asta, tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr hacia ella y contener su nerviosismo.
Había sido un largo viaje. Largo y duro viaje, pero allí estaba la salvación, al alcance de su mano, y los años de pesadilla quedarían definitivamente atrás.
—¡Oh, Muriel, Muriel! —murmuró—. Hubiera sido todo tan hermoso si estuvieras ahora conmigo… Bastaría que hubieses tenido un poco más de fe… ¿Por qué no confiaste en mí, y pudiste imaginar que iba a pasarme veinte años allí sin intentar la fuga… ?
Faltaban quince metros…
Luego diez, y los recorrió sin prisa, fijos los ojos en la verja verde, atento al jardín y a comprobar que no se advertía rastro alguno del policía, apretando con fuerza la culata de la pistola, notando que las manos le sudaban y que un terror invencible estaba a punto de apoderarse de él.
—¡No corras! ¡Por el amor de Dios, no corras!…
Puso un pie en la acera, fue a sacar la mano del bolsillo para empujar la verja, y de pronto apareció allí, como nacido del mismo asfalto o caído del cielo, con las patas rígidas, los ojos brillantes y las fauces entreabiertas, mostrando los colmillos.
Lo contempló espantado, a punto de perder el sentido; aterrorizado hasta el extremo de no ser capaz de reaccionar, y retrocedió muy despacio, sintiendo que todos los vellos de su cuerpo se erizaban y las piernas le temblaban, incapaces de sostenerle.
No era el suyo un miedo lógico; era un terror enfermizo, como si acabara de tropezar con un fantasma; como si todos los trasgos de las tinieblas le persiguiesen.
El perro se agitó levemente y lanzó un corto ladrido, sonoro y seco, hizo ademán de lanzarse hacia delante, pero sin darle tiempo, sacó el arma y disparó cuatro veces, tumbándolo de espaldas.
La masa de pelo y carne voló por el aire, chocó contra el muro, lo enrojeció de sangre y se deslizó hasta el suelo, donde quedó muerto, con los ojos muy abiertos, la lengua fuera y, manando sangre.
Pasó un minuto y tal vez más. El eco de los estampidos se había perdido en la distancia, y acre olor a pólvora flotaba aún ardiente cuando de la casa surgió un hombre que lo tomó por el brazo, alejándolo de allí.
—¿Está loco? —gritó—. ¿Por qué ha hecho eso?
—Quería matarme.
Le miró asombrado.
—¿
Matilde
? Esa estúpida perra no le ha hecho nunca mal a nadie…
Se volvió, estupefacto e incrédulo. De una casa vecina habían surgido dos chicuelas que se abalanzaron llorando sobre el cadáver del animal.
—¡
Matilde
! ¿Qué te han hecho,
Matilde
? —gritaban.
Luego, corriendo por el jardín de la Embajada, vio llegar a un policía con la gorra en la mano intentando desenfundar su arma.
El hombre le empujó para que saliera de su estupor.
—¡Corra! —le gritó—. ¡Váyase de aquí!…
Y, una vez más, salió huyendo…
Era el mismo pueblo, y las mismas casas, y la misma gente, y el mismo tabernero desdentado.
Todo era lo mismo, excepto el olor de su enemigo, tan tenue y lejano, que apenas pudo rescatar algunos rastros en el borde de una acera y la esquina de una casa. La embarcación continuaba en la orilla del río, y en ninguno de los caminos que salían del pueblo había huella ni recuerdo de su paso.
No estaba en la taberna ni en ninguna otra vivienda, y se diría que se hubiera esfumado en el aire al extremo de una calleja solitaria, y aunque regresó allí una y otra vez, una vez y otra, se marchó desconcertado, porque podría pensarse que el Hombre se había elevado al cielo para siempre.
Pero al tercer día, cuando volvió en su eterno vagar, incapaz de aceptar que había perdido definitivamente a su enemigo, advirtió que un camión se encontraba allí, en el punto exacto en que desaparecía el olor que buscaba.
Lo contempló largo rato. Su instinto le avisaba que estaba relacionado con el Hombre, y recordó cuántas veces lo había visto trepado a un vehículo semejante, contemplando el camino durante horas.