—¿Irse? Pasado mañana el camión lleva verduras a la Capital. Lo esconderé en él…
Le aterrorizó la idea de pasar dos días más oculto en aquel desván, pero comprendió que no le quedaba otro remedio. El viejo, por su parte, señaló hacia fuera.
—No podemos dejar ahí a ese bicho.
—¿Tiene un arma?
De un rincón del mostrador extrajo una rumbrienta escopeta de dos cañones, y de un cajón, un puñado de cartuchos.
—¿Un arma? No sé si aún funciona. Y los cartuchos, probablemente estén viejos. Diez años que no la uso.
Examinó aquella especie de carabina de Ambrosio, destartalada, y tuvo la impresión de que resultaría más peligrosa para él mismo que para el Perro. Los percutores aún obedecían las órdenes de los gatillos, aunque el óxido estaba a punto de agarrotarlos para siempre. El alma del cañón aparecía negra y mugrienta, y los cartuchos, húmedos y blandos, de grueso perdigón del cero, bueno para matar jaguares, presentaban un aspecto más deprimente aún.
—¿No puede conseguir cartuchos nuevos?
—¿Cartuchos? Hace años que está prohibida la venta de cartuchos. Los empleábamos para cazar policías…
Dudó un largo rato. Al fin, se encogió de hombros, fatalista.
—Está bien —se resignó—. Esta noche saldré a matarlo.
Tristes farolas iluminaban las esquinas del pueblo, y eran más las sombras que la luz que daban, convirtiendo las estrechas callejas y los rincones en lugares de espanto, de los que aquella noche podía esperarse que surgiese la muerte en cualquier forma.
Todo era quietud silencio, pues no corría la brisa, ni murmuraba el río, y se diría que hasta los bichos; habían comprendido que algo extraño ocurría, y eran vientos de muerte los únicos que soplarían desde el Norte.
Por un momento, el llanto de un niño quebró el embrujo, cómo si llorara de antemano por lo que podía suceder, pero pronto volvió el silencio, y de nuevo se sintió solo en la calle, sin más compañía que su sombra, buscando en las tinieblas a su enemigo.
Lo entrevió un segundo, el tiempo suficiente para advertir que de nuevo se había vuelto peligroso, pues el arma de fuego le concedía un poder ilimitado, casi divino; el poder de matar a distancia, sin riesgo alguno.
No era ya el hombre al que obligó a correr y echarse al agua. No era siquiera el que se escondió en la cabaña, seguro y lejos de su alcance, o el que escapó en una frágil embarcación burlando su vigilancia. Ahora era un hombre al ataque, que de perseguido se convertía en perseguidor; de buscado en buscador; de víctima en verdugo.
Ahora el Perro sabía que no podía descuidarse un solo instante; que bastaría con dejarse ver al descubierto para que el otro se llevara el arma al rostro, sonara un estampido, el aire se llenara de olor a pólvora y él quedara muy quieto para siempre, como los venados y jaguares; como las liebres y las perdices; como los presos que intentan escapar, o como su amo allá en la colina.
Y si eso ocurría, ya nadie perseguiría nunca al Hombre; ya nadie vengaría a su amo; ya nadie cumpliría la orden de matarle.
Su primer impulso había sido lanzarse al ataque, abiertamente, decidido a matar o morir de una vez por todas, pero la certeza de que tenía un deber que cumplir le empujó a ser prudente; frenó sus ímpetus y le obligó a acogerse a la protección de las sombras para deslizarse muy suavemente de esquina a esquina, pegado los muros, casi arrastrándose, buscando el punto desde el que saltar sobre el Hombre, lejos del alcance de su arma.
Lo vio pasar allá, al fondo de la plaza; lo siguió desde lejos en silencio, y al fin sus ojos repararon en una tosca escalera que trepaba hasta un tejadillo de cinc y un alero volado bajo el cual, pronto o tarde, cruzaría sin duda su enemigo.
Volvió sobre sus pasos, rodeó la manzana de casas, llegó al pie de la escalera, comprobó que el Hombre se aproximaba con el arma a punto y la mirada atenta a cada detalle, a cada rincón y cada sombra, y luego, muy despacio, trepó hasta el tejadillo y se agazapó al borde del alero, aguardando con infinita paciencia.
Tenía miedo y resultaba estúpido negárselo.
Allí, en cualquier rincón, a oscuras, le acechaba una bestia loca sedienta de sangre, fuerte y poderosa, y cuanto contaba para defenderse era un arma en la que no podía confiar en absoluto.
¿Qué sucedería si en el momento de apretar el gatillo nada ocurría?
Cien veces se había hecho esa tarde la misma pregunta, y cien veces había encontrado idéntica respuesta: quedaría por completo a merced de la fiera, que lo mandaría al otro barrio de un mordisco.
Le dolía el brazo izquierdo y tenía incluso dificultad para moverlo. En una lucha cuerpo a cuerpo, de poco le serviría, y si llegaba a ese punto, poco importaría su brazo, pues le constaba que nada podía en una pelea abierta contra el Perro.
Se dijo que era una locura salir en aquellas condiciones, pero más valía morir luchando que aguardar en aquel inmundo desván a que el maldito animal delatara su presencia y vinieran a detenerle. Deseaba, también, acabar de una vez con la bestia que estaba llegando a obsesionarle, que no le permitía dormir ni descansar tranquilo, y se había convertido en una siniestra pesadilla dispuesta a seguirle al mismísimo fin del mundo si no la dejaba seca de un tiro.
Temía al animal, y le admiraba. Cuanto había entrevisto en él durante meses de observarle en el campo se iba cumpliendo con creces en aquellos días de lucha a muerte. Era valiente, astuto y tenaz. Se había propuesto liquidarle, y aunque no lo hubiera logrado aún, había conseguido al menos amargarle la vida, destrozarle un brazo y ponerle nervioso.
Abigail Anaya contaba con un ejército de más de cien mil hombres, sesenta mil policías, ochenta tanques, cincuenta aviones de combate y seis buques de guerra, y aunque hubiesen recibido orden de alerta o se hubieran puesto a la tarea de perseguirle, todos juntos no le inquietaban tanto como aquel animal pulguiento que no contaba para derrotarle más que con un instinto feroz y unos colmillos de tres centímetros de largo.
Parecía estúpido, pero era así, y en cierto modo se sentía trasladado a otro tiempo histórico, vuelto a la era más remota de los principios del hombre, cuando la existencia debió de ser una lucha primaria semejante con bestias semejantes.
La televisión podía estar retransmitiendo en color desde Munich, a miles de kilómetros, la final del Campeonato Mundial de Fútbol. En algún rincón del Pacífico, los militares franceses harían estallar alguna nueva bomba atómica, y en las atestadas capitales del mundo; millones de seres humanos se envenenarían con aire contaminado y agua polucionada, pero él, un hombre del Siglo Veinte que jamás había tenido intención de renegar del tiempo y la época que le tocó vivir, se encontraba, sin embargo, enredado en una lucha prehistórica con un animal que, probablemente, no había evolucionado desde los tiempos del Cro-Magnon.
Como arqueólogo, como estudioso de las viejas civilizaciones americanas y lo que perduraba de ellas en las tribus indígenas amazónicas, siempre se había admirado de aquella extraña capacidad de la especie humana de vivir en dos épocas separadas entre sí por millones de años.
Bastaba tomar un avión en la capital, y a la hora escasa se podía aterrizar en una pista abierta en la selva, junto a un poblado de individuos que aún no habían alcanzado la edad de piedra, y que, no obstante, podían ser trasladados en ese mismo avión a un hospital de la ciudad, para ser tratados con una bomba de cobalto.
Le admiraba esa portentosa elasticidad del hombre, del mismo modo que le admiraba que —al propio tiempo— continuara siendo tan constante en la mayoría de sus sentimientos primitivos, ya que igualmente amaba, odiaba o se enfurecía el indio, que el médico que lo estaba curando.
Probablemente la capacidad de expansión y supervivencia del ser humano se basaba en aquel amplísimo espectro de condiciones a las que era capaz de adaptarse, y no referente tan sólo a situaciones climáticas, físicas o históricas, sino, sobre todo, a situaciones ideológicas o espirituales.
En algún rincón del tiempo, un millón de años atrás, un hombre y una fiera se buscaron de igual modo en la quietud de algún bosque ya petrificado, y ahora, la historia se repetía.
Tristes faroles iluminaban las esquinas del pueblo, y eran más las sombras que la luz que daban, convirtiendo las estrechas callejas y los rincones en lugares de espanto de los que aquella noche podía esperarse cualquier cosa.
Todo era quietud y silencio, pues no corría la brisa ni murmuraba el río, y se diría que hasta los bichos habían comprendido que algo extraño ocurría y eran vientos de muerte los únicos que soplarían desde el norte
Por un momento el llanto de un niño quebró el embrujo, como si llorara de antemano por lo que podía suceder, pero pronto se sintió de nuevo solo en la calle, sin más compañía que su enemigo, al que había logrado entrever por un segundo.
Estaba allí, en alguna parte, aguardándole con los ojos brillantes, las fauces abiertas y los colmillos a punto, listo a echársele encima sin permitirle apretar el gatillo.
¿Dónde?
De su capacidad de adivinarlo dependía probablemente su triunfo o su derrota, pero era tanta la oscuridad, y tan complicado el dédalo de callejones mal alineados y chozas aisladas, que resultaba imposible averiguar de qué tenebroso y escondido punto partiría el ataque.
Al alcanzar la plaza se sintió más tranquilo. Había allí espacio abierto y una tenue penumbra que le permitiría distinguir a la bestia. Avanzó despacio con el dedo sobre el gatillo y el oído atento, pero se diría que la tierra se había tragado a su enemigo, o éste había desistido de presentar batalla al verle armado.
—Es astuto el «coño de su madre», y lo creo capaz de no atacarme ahora que tengo la escopeta.
Se detuvo en la esquina, allí donde confluían las dos «calles», principales, y escuchó. Por un instante hubiera jurado que algo se movía allá arriba, sobre el tejado de cinc de la casa rosada, pero aunque forzó la vista y puso en ello todos sus sentidos, no advirtió nada extraño y reanudó la marcha.
Llegó ante la casa, cruzó bajo la sombra espesa del alero, y en el momento en que ponía de nuevo el pie en el espacio abierto de la plaza, presintió el peligro, giró sobre sí mismo con el arma a punto y apretó el gatillo en el instante en que la fiera se le venía encima.
Escuchó el golpear del percutor contra el metal del fulminante, pero eso fue todo; repitió el intento con el otro cañón, pero de nuevo se repitió el fallo, y ya no tuvo tiempo más que de protegerse el cuello, porque la mole del animal había caído sobre él con todo su peso, lanzó el arma al centro de la plaza y lo derribó de espaldas, buscando ansioso su garganta.
Lo aferró por la garganta con su única mano, y durante unos segundos que se le antojaron horas, se debatieron ferozmente y en silencio, intentando el Hombre estrangular al Perro, intentando el Perro alcanzar con sus colmillos la yugular del Hombre.
Rodaron por el suelo de la plaza, forcejearon desesperadamente, y de improviso, cuando ya estaba a punto de darse por vencido y dejar que todo acabara, la vieja escopeta pareció cobrar vida por sí misma, sufrió un estremecimiento y reventó, escupiendo fuego, perdigones y trozos de metal.
Perro y Hombre fueron lanzados hacia atrás, envueltos en humo, estruendo y sangre, y mientras el animal se alejaba aullando hacia la noche, el Hombre, aturdido y tambaleante, se perdía de vista en dirección opuesta, hacia el río y la taberna.
Cuando comenzaron a encenderse las luces de las casas, y voces asustadas preguntaron qué había sucedido, en el centro de la plaza no quedaba más que el destrozado esqueleto de una prehistórica escopeta.
El viejo hurgaba con paciencia y la ayuda de un afilado cuchillo, extrayendo uno por uno; los perdigones y los trozos de metal.
—Fulminante viejo, pólvora vieja, arma vieja… —masculló—. No es extraño que tardara tanto en hacer combustión. Más de uno perdió la vida por culpa de un cartucho en mal estado. No disparan, se asoman a ver y, y ¡pum!, les vuelan la cabeza…
—Por poco me destroza…
—Suerte que la pólvora estaba húmeda y no le pegó muy fuerte…
—El Perro recibió el grueso del impacto. Estaba encima en ese instante…
—¿Encima? Se lo llevó el diablo… No volverá a molestarle.
—Lo dudo… —negó, convencido—. Casi ha entrado a formar parte de mi vida…
—¿Su vida? Ahora suba y descanse.
Cojeó hasta la escalera, trepó renqueando y agradeció el hedor, la humedad y la suave cama de maíz. Le dolía hasta la respiración, y no quedaba parte alguna de su cuerpo que no sintiera magullada, lacerada o sangrante. No era ya más que una auténtica piltrafa humana, y se sentía tan fatigado, que llegó a creer que nunca volvería a levantarse de la rústica cama.
Durmió toda la noche y deliró muy quedo todo el día siguiente, y fueron subiendo tanto de tonó sus lamentos, que el viejo se vio obligado a poner en marcha un costoso aparato de radio que nunca escuchaba, de modo que los lugareños se extrañaron de la súbita afición musical del tabernero, precisamente el día en que todos acudían a comentar el más extraño acontecimiento que había tenido lugar en la larga historia de la aldea:
Sin que nadie se explicase cómo ni por qué; sin que nadie viera nada ni oyera nada hasta el momento de la explosión, súbitamente, pasada la medianoche, una vieja escopeta había reventado en el centro mismo de la plaza y luego se escuchó un aullido inhumano que se perdió en la noche, tan aprisa, que no podía pertenecer a persona alguna.
Había manchas de sangre por todas partes, y una mano roja impresa en la fachada de la Alcaldía, pero nadie del lugar estaba herido, ni se tenía noticias de la presencia de forasteros.
—¿Qué ha dicho la radio?
—¿La radio? ¿Qué puede saber de eso la radio?
—Debe de ser que Anaya ha muerto… ¿No lo ha dicho la radio?
—¿Anaya? Ese maldito me arrancó todos los dientes, pero no creo que tenga nada que ver en esto…
—Tal vez murió anoche. Tal vez el ruido que oímos fue la lucha que tuvo con el demonio…
—¿El demonio? Entonces debió de ganar Anaya y fue el mismo demonio el que salió aullando.
—¿Tú crees? ¿Tú lo viste?…
Era una charla absurda y sin sentido, pero continuaría por días y semanas, y las generaciones futuras oirían a sus abuelos contar en voz muy queda la fantástica historia de la noche de la escopeta que disparaba sola.