El perro (11 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Drama, Relato

BOOK: El perro
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Saltó al interior de la caja, repleta de verduras hediondas, y allá, en una de las barras, encontró un recuerdo levísimo del inconfundible olor de su enemigo.

Aguardó muy quieto, aspirando el acre aroma de repollos y lechugas, hasta que una puerta se abrió, un hombre orinó contra la esquina, subió a la cabina, puso el motor en marcha, caló el embrague, prendió las luces y enfiló el camino de tierra, rumbo a la noche.

El día le sorprendió erguido sobre la carga, con los ojos muy abiertos y los sentidos alerta a cada ruido, cada olor, cada detalle de los lugares que iban dejando atrás, porque, fuera donde fuera, había algo de lo que estaba seguro: regresaría.

Volvería algún día, cuando hubiera cumplido con su orden, porque allí, más allá del pueblo y del río; más allá de la última cañada, se encontraba su casa, y su amo, y la gente que amaba, y el lugar donde quería quedarse para siempre, corriendo tras un palo, persiguiendo perdices y sirviendo de montura a un muchachuelo.

No habría más prisiones en su vida; ni más órdenes crueles, ni más persecuciones agotadoras.

No más armas, ni más luchas, ni más muertes.

Se haría viejo viendo crecer a un niño, y sabiéndose querido y mimado, porque aquélla era una hermosa vida, de buena comida, suave cama y pocas amarguras y fatigas.

Pensó en su enemigo, y si hubiera tenido capacidad de raciocinio, se habría sorprendido al advertir que ya no sentía el mismo odio irrefrenable de un principio, y ni siquiera su deseo de venganza era tan fuerte como antes.

Iba hacia él porque se le había ordenado; pero si su amo pudiera resucitar y cancelar la orden, saltaría en ese mismo instante del camión y regresaría a la casa, junto al niño, olvidando para siempre aquella historia.

Pero, por desgracia, su voluntad y su mente estaban condicionados a obedecer aquella orden, y si ya una vez había fallado cuando le indicaron ¡vigílalo! no estaba en condiciones de permitirse un nuevo fallo.

¿Qué terribles desgracias podrían acaecer si otra vez desobedecía?

Tenía razón su amo al ordenarle que vigilara a aquel hombre, que arrastraba consigo la violencia y la muerte, aunque su aura hiciera pensar que era pacífico y tranquilo.

Su fluido engañaba, y tal vez por eso resultaba tan peligroso y se hacía necesario destruirlo a toda costa. Si en el último momento, cuando tan sólo le quedaba un hálito de vida, su amo le había ordenado con tanta insistencia ¡Mátalo! tenía que existir una razón muy importante, que, desgraciadamente, se encontraba fuera de su entendimiento.

¡Mátalo… !, pero, ¿cómo?

No tenía ya su rastro, y el mundo era tan grande…

El aire se espesó y se llenó de olores picantes: a humo; a detritos; a masa humana; a ácidos que atacaban los ojos, y un ruido sordo, como de gigantesco monstruo mecánico palpitante, fue creciendo y creciendo, entremezclando bocinas de automóviles con el rumor de miles de motores, silbatos estridentes, máquinas perforadoras, chirriar de hierros viejos, voces extrañas, llantos…

Le petrificó el asombro y le estremeció el terror cuando se adentraron por entre largas calles flanqueadas de gigantescos edificios, sumergidos en aquel aire irrespirable, ensordecido por el estruendo indescriptible; deslumbrado por millones de destellos luminosos.

El camión se detuvo al fin en el centro de una inmensa nave repleta de hombres jadeantes y afanosos que cargaban y descargaban camiones semejantes. Advirtió que abrían la compuerta trasera, y el hombre que le había traído desde tan lejos, le observó asombrado:

—¿Y tú, de dónde coño sales?…

Saltó sobre él, esquivó las montañas de sacos y verduras, las ruedas y las piernas humanas, encontró una puerta, escapó al asfalto de la noche, y en la loca huida estuvo a punto de acabar su historia, pues apenas puso el pie en la calzada, dos vertiginosas luces le enfocaron, y un auto veloz se le echó encima con el estruendo de un bocinazo furioso.

Sintió un golpe de viento junto a su oreja, y de refilón le lanzaron contra la acera, no herido, pero sí magullado, desconcertado y tembloroso.

Se quedó muy quieto, gachas las orejas y el rabo entre las piernas, espantados los ojos ante la inacabable procesión de vehículos rugientes; incapaz de acostumbrarse al parpadear de los millones de luces; a los ruidos y voces; al rumoroso arrastrar de pies de miles de personas, tantas, como no había visto nunca ni pudiera suponer siquiera que existieran.

Observó asombrado la procesión interminable de hombres y mujeres presurosos que pasaban a su lado sin dirigirle siquiera una mirada; los vio entrar y salir en masa de monstruosos edificios en cuyo frente brillaban centenares de bombillas intermitentes; asistió a sus luchas cuando pugnaban por subir apestados autobuses o desaparecían en enormes agujeros abiertos en el suelo, y comprendió de inmediato que había perdido la partida, que entre tanto olor a hombre diferente, jamás encontraría el olor del hombre que buscaba.

¿Cómo entrar en semejantes edificios? ¿Cómo trepar hasta la cumbre de cada uno de ellos para averiguar si su Enemigo se escondía allí? Algunos eran más altos que la más alta colina que hubiera visto nunca —casi como montañas—, montañas sin árboles ni senderos; montañas cortadas a pico que tan sólo los humanos, con su sorprendente ingenio, serían capaces de escalar.

Aquel no era su mundo, estaba en desventaja, y nada podría contra el Hombre si —por un milagro— llegaba a encontrarlo. No había tierra bajo las patas en la que escarbar buscando un viejo olor perdido; no había árboles que conservaran en su corteza una antigua pista; no había tallos rotos, ni hierba aplastada, ni aquel barro seco y firme que mantiene la marca de una huella por días y semanas… La ciudad era como una inmensa casa; una de aquellas casas que siempre odió porque olían a cerrado, apestaban a humo y comida y devolvían multiplicado y deformado cualquier ruido embotando los sentidos, ensordeciendo los oídos, anulando el olfato e irritando los ojos.

Permaneció inmóvil durante horas, hasta que la mayoría de los transeúntes desaparecieron en las casas, los autobuses o los huecos del suelo, las luces comenzaron a apagarse, el ruido disminuyó y las calles se quedaron muy solas, rota su quietud de tanto en tanto por un auto que pasaba.

Se aventuró a moverse, e inició un lento vagar sin rumbo por aquel laberinto de calles iguales a otras calles, plazas semejantes a otras plazas, edificios soldados a otros edificios.

Se sintió más tranquilo. A aquellas horas, la ciudad le pertenecía; a él y a otros perros vagabundos, y se sintió capaz de explorarla de punta a punta, aunque resultaba improbable que lograra encontrar el rastro de su enemigo en la soledad de la madrugada.

Nunca supo cuántos kilómetros recorrió ni cuántas veces regresó sin proponérselo al lugar del que había salido. Todas las esquinas se le antojaban la misma, y todas olían de igual forma.

Un perro inmundo, sin raza ni oficio, flaco y pulguiento le salió al paso e intentó entablar una breve relación, pero lo alejó con un gruñido y una demostración de la calidad de sus colmillos. Luego fue un gato el que le brincó casi entre las patas, le hizo frente un instante, erizando cada pelo de su cuerpo, y huyó hacia una escalera, maullando como si en verdad hubiera tenido algún interés en perseguirle.

Por último, cuando una promesa de día comenzaba a apuntar por alguna parte, de cada edificio surgió un hombre arrastrando un enorme recipiente metálico, y la ciudad entera se vio invadida por una hediondez insoportable que ganó fuerza cuando gigantescos camiones amarillos y apestosos como no había encontrado en su vida cosa alguna, excepto las mofetas, pasaron llevándose el contenido de los recipientes.

Y le sorprendió advertir cómo perros, gatos y seres humanos que más parecían fantasmas que personas, se disputaban semejante basura, revolvían en ella desparramándola por aceras y calles, y mientras los hombres guardaban en sucios sacos pringosos papeles y cartones, los animales devoraban con fruición restos de toda clase de comidas.

Perros sin dueño, sin dignidad ni estilo; perros mendigos, fantasmas de la noche; perros de ciudad, olvidados de su estirpe; sin raíces; sin amor a la Naturaleza; incapaces de distinguir el samán del cedro, la liebre, del conejo, y la perdiz, de la tórtola. Perros de basurero, desecho de su raza, parias sin objeto, buenos tan sólo para las pulgas y las garrapatas…

Siguió de largo, sin mirarlos, y se perdió en las sombras de un estrecho callejón solitario…

Dejó caer el fajo de documentos sobre la mesa:

—Aquí lo tienes todo: pasaporte en regla, visa de entrada en Venezuela, carta de trabajo, dinero y pasajes… Una avioneta te llevará a Leticia, en Colombia, y de allí seguirás por vuelos regulares a Caracas.

Examinó con detenimiento cada papel y alzó el rostro:

—¿Por qué no vienes tú también?

—¿Y quién se quedará a acabar con Anaya? Está maduro, y basta con empujarlo.

—Vengo oyendo eso desde que tengo uso de razón, y por creerlo me pasé cinco años picando piedra y casi dejo la vida en la aventura.

—Si no te conociera tanto, diría que estás asustado.

—¡Lo estoy! ¡Te lo juro que lo estoy! —aseguró, convencido—. Me he vuelto cobarde, y no me avergüenza decirlo… Y no fue la tortura, ni los años de trabajo, ni la posibilidad de que me fusilen lo que me amedrentó. —Hizo una pausa y sonrió con amargura—. Fue ese maldito perro que se me aparece en todas partes, despierto y soñando…

—¡No digas tonterías!…

—No son tonterías. Ya viste lo que ocurrió: no sé distinguir entre un perro lobo asesino y un pobre bicho que sólo quiere jugar… Reconozco que es una estúpida obsesión, pero me quebrantó el espíritu. No soy el mismo, y tal vez no vuelva a serlo nunca…

—¡Pero si está muerto! Tú mismo has dicho que no pudo sobrevivir a aquella perdigonada.

—También sobreviví yo… —le hizo ver— ¿Quieres que te confiese algo? Ese perro lleva dentro el espíritu de su dueño, que no descansará hasta acabar conmigo.

Huascar Pereira se sirvió un vaso de vino y observó a su amigo:

—Eso no es más que una tontería. Estás nervioso, cansado y preocupado. Desaparecerá con el tiempo.

—Probablemente… —admitió—. Pero necesito ése tiempo. Quiero vivir en un lugar en el que me sepa libre, y si un perro me acosa, poder llamar a la Policía y a los laceros… —bebió a su vez—. Pero mientras continúe aquí —añadió—, policías, ejército y laceros son sus aliados, y no los míos, ¿comprendes?

Huascar Pereira meditó un largo rato; al fin, inquirió:

—¿No será que ese perro te recuerda que mataste a un hombre?…

—¿Por qué? Yo había sido condenado injustamente, y tenía derecho a intentar la fuga… Mi vida estaba en peligro y lo maté en legítima defensa… ¿O no?

—Sí, desde luego… ésos son argumentos para exponerlos en un juicio, pero que tal vez no te basten a ti mismo… Quizás, en tu fuero interno, temes que no le diste al tipo todas las oportunidades que merecía para defenderse. Analízate. ¿Crees que fue un crimen?

—No.

—¿Estás seguro… ? Él dormía, tú te lanzaste sobre su escopeta y disparaste sin darle tiempo a reaccionar. ¿Es un crimen matar a un hombre que duerme, cualquiera que sea la circunstancia?…

Ahora fueron dos a meditar la respuesta. Desde aquel punto de vista, lo que había acaecido en la colina era un crimen probablemente. No existía razón ni circunstancia alguna que justificase disparar contra un hombre dormido. Lo justo, lo lógico, hubiera sido darle el alto en el momento de empuñar el arma y evitar que echara mano a su pistola.

—No tenía tiempo… —dijo, convencido de que el otro había seguido su muda argumentación—. Era su vida o la mía.

—¿Le diste oportunidad de rendirse?

—Estaba ocupado con el perro…

—¿Se la hubieras dado de no existir el perro?

—No lo sé. Existía, eso es todo… Sucedió en un segundo. ¿Es que no lo comprendes?

—Yo sí lo comprendo —afirmó con rapidez—. Pero… ¿lo comprendes tú?

Sonrió levemente, con desgano, y estudió a su amigo como queriendo calibrar el auténtico alcance de sus palabras. Se sirvió un nuevo vaso de vino.

—¿Intentas insinuar que a mi conciencia le han salido cuatro patas y rabo, y quiere morderme? —inquirió, sardónico.

Esa noche, tumbado sobre su camastro y desvelado, se preguntó cómo eran en realidad las conciencias, si por ser cierto lo juzguen hubiera adquirido forma de perro.

Quiso analizarse sin decidir allí, a solas, si se sentía culpable por la muerte de aquel hombre. Rememoró la escena; se vió esposado, acosado y, vigilado por la fiera; recordó las escasas oportunidades de salvarse que había tenido, y llegó al convencimiento de que, honradamente, no podía haber actuado de otro modo; no tuvo ocasión de darle oportunidad alguna de salvarse.

«No —se dijo—. Ese perro no es mi conciencia… Es únicamente mi miedo… Quizás, también mi fatiga; mi hastío de la vida; ese monstruo que un día, pasados los cuarenta, se aparece a los hombres, y es una extraña mezcla de la vejez que llega amenazando; la juventud que regresa deformada; el terror a la impotencia y la incapacidad de aceptar la realidad de que ya estamos más cerca del fin que del principio… »

XII

No era un lugar para ser habitado. No había en él nada que justificase la presencia de un perro, ni de un hombre, ni de ser alguno dotado de vida, dotado de ojos, oídos y pulmones.

Trataba de comprender, y no podía. Había visto cómo allá en el campo cada noche su amo encadenaba a los presos, y cómo éstos intentaban a veces huir y debía perseguirlos. Pero aquí no parecía que nadie encadenase a nadie y, sin embargo, tampoco parecía que huyesen, que buscasen escapar a toda costa de la monstruosa prisión sin límites; mundo de hierro y cemento; de polvo y estruendo, en busca del aire limpio, el tranquilo silencio y la placidez de un paisaje infinito y abierto, sin la amenaza de rugientes camiones humeantes.

Estaban allí, y se diría que estaban por su gusto, sin advertir que cada día, entre aquellos muros y sobre aquel asfalto, era un día de dolor para cada uno de sus sentidos; día en que el estrépito destrozaba su capacidad de percibir los más leves rumores; día en que la indescriptible mezcla de olores abotargaba su olfato, día en el que la proximidad del horizonte disminuía su habilidad de distinguir el vuelo de un ave en la distancia.

Dejó pasar la mayor parte de las horas durmiendo y las noches vagando. Calmó su sed en las fuentes, y su hambre, en las palomas que, de creerse tan listas, llegaban a ser estúpidas, porque demostraban una gran pericia a la hora de esquivar un auto que se les venía encima o escapar entre las piernas de un chiquillo travieso, pero que, probablemente, nunca se las habían tenido que ver con un perro cazador, que las acechó en las esquinas de las plazas y en los parterres de los parques, cayendo sobre ellas sin darles tiempo ni a entreabrir las alas.

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