No llegó a comprender tampoco, por qué, existiendo tan fácil fuente de alimentos, los perros del lugar jamás cazaban, y preferían alimentarse de los apestosos botes de basura.
Probablemente, del mismo modo que se deterioraban los sentidos, se perdería también, poco a poco, la dignidad, aunque desde luego, resultaba difícil imaginar que la mayoría de los bichos de raza indefinida que rondaban aquellas calles hubieran tenido —ni ellos ni sus antepasados— rastro alguno de dignidad.
Pasaron los días y las semanas; perdió incluso la noción del tiempo transcurrido, y llegó un momento en que el pasado comenzó a nublarse en su mente, y todo fue debilitándose a medida que ganaba intensidad su angustia, su desesperada necesidad de abandonar aquellas calles mugrientas; aquel ambiente obsesivo y agobiante que le aterrorizaba y le obligaba a despertar sobresaltado cuando resonaba un claxon, un chillido, o un brusco frenazo.
Un grupo de rapazuelos le persiguió a pedradas una tarde, y tuvo que contenerse para no plantarles cara y destrozar a más de uno, convencido como estaba de que en aquel ambiente llevaría las de perder, y no era buena cosa buscarse más problemas de los que tenía.
Quizá fue esa persecución, o quizás el convencimiento de que todo esfuerzo era inútil y, nunca encontraría a su enemigo, lo que le decidió a marcharse; a regresar al niño y a la casa; al campo abierto, las aves y la vida.
Pero no encontró la salida.
Días y noches vagó de un lado a otro, de calle a plaza, de plaza a puente, de puente a calle, pero aquel infernal mundo de concreto era como una gigantesca trampa para perros; laberinto sin fin ni principio, en el que, cuando creía que estaba siguiendo una línea recta que le llevaría a alguna parte, se encontraba de pronto con un alto muro que le cortaba el paso, y al intentar bordearlo, tropezaba con otro, o un barranco, un río, un abismo, una autopista impracticable, un tren que pasaba eternamente…
Y se asombró de encontrar su propio olor en lugares en los que nunca recordaba haber estado, y era tal la confusión que reinaba en su mente, que tentado se sintió de echarse a llorar como un cachorro.
Ya no ansiaba venganza, ni experimentaba aquella ineludible necesidad de cumplir una orden, ni le dominaba sentimiento o instinto alguno que no fuera el de escapar a toda costa, huir de la ciudad que acabaría por trastornarle.
Y una vez más emprendió el camino de regreso.
Y una vez más fracasó en su intento, y al fin, al filo de la madrugada, se recostó en el quicio de una puerta, decidido a dejar transcurrir otro día de inquietud y sobresalto.
Aún la ciudad no despertaba, y tardaría en hacerlo. El barrio era tranquilo y apartado, de altos edificios grises, como colmenas, más sucio y apestoso aún que de costumbre.
Cerró los ojos con la cabeza entre las piernas, dormitó un rato y tendió casi inconscientemente una oreja cuando sintió pasos al final de la calle.
Un hombre se aproximaba andando apresurado. Sin duda era alto, fuerte y decidido, pues el eco de sus rudas pisadas era devuelto por las casas de la acera de enfrente.
Cruzó junto a él sin prestarle atención y tampoco él se molestó siquiera en abrir un ojo, y continuó dormitando mientras el hombre se alejaba, pero, lentamente, un olor muy leve, casi imperceptible, pero inconfundible para él, le obligó a alertarse, y alzando la cabeza observó con atención al desconocido que casi se perdía ya de vista en la esquina.
Era, efectivamente, muy alto y muy fuerte, casi tirando a grueso, y comprendió en el acto que no había en él nada que recordara, ni aun remotamente, a su enemigo, y, sin embargo…
… Sin embargo, además de su propio olor, sudor y cansancio entremezclado con él, inadvertido para quien no lo llevara tan clavado en el cerebro como él lo llevaba, había dejado a su paso el inconfundible olor de su Enemigo.
No podía explicarse cómo, pero así era.
El desconocido dobló la esquina, y durante unos instantes el Perro permaneció perplejo, sin saber qué partido tomar. Por último, su instinto pareció renacer de la apatía, la vieja orden cobró fuerza nuevamente y se lanzó en silencio en pos del hombre, que continuaba su camino ajeno a su presencia.
Llegó a estar tan cerca, que pudo captar ahora que, además del olor que perseguía, se percibía otro más agrio y picante, a pólvora quemada no hacía mucho.
Pólvora y sangre, y su enemigo… Mezcla que conocía bien y recordaba; mezcla que había provocado la muerte de su amo; mezcla que le traía a la mente momentos espantosos.
Siguió al hombre por calles solitarias, mientras una luz glauca y cansada comenzaba a teñir el cielo y las bombillas de las esquinas palidecían fatigadas de toda una noche de trabajo. Despertaron los primeros ruidos y se dejaron sentir los primeros llantos. Los hombres de la basura lanzaron su hedor sobre la ciudad, y el desconocido avivó aún más el paso, ansioso sin duda por retirarse a descansar tras toda una noche de trabajo.
Al fin cruzó una calleja de barrio pobre y se hundió, sin mirar atrás, en un portal miserable.
Aguardó unos minutos y se aproximó cauteloso. Dentro, todo era quietud, tinieblas y silencio, pero su corazón dio un vuelco al advertir que allí, en el quicio de aquella puerta, en el pasamanos de la escalera, e incluso en las mismas paredes pintarrajeadas, el olor de su Enemigo era tan fuerte, tan notable, tan explosivo, que parecía llenarlo todo, invadir el mundo, ondear como una bandera desplegada a los cuatro vientos.
Estaba allí, en alguna parte en el interior de aquel puerco y costroso edificio, y no dudó un instante cuando tuvo que lanzarse escalera arriba, husmeando en cada rellano, hasta que, al fin, después de trepar, jadeante, cinco pisos, se detuvo ante una puerta, tras la cual, no le cabía duda, se encontraba su Enemigo.
Permaneció muy quieto, esperando. Miró a su alrededor; comprobó su situación y, por último, subió unos cuantos escalones y se tumbó, paciente, en el próximo rellano.
La casa se llenaba ya de ruidos, pero cerró los ojos y se quedó dormido.
Le despertó un leve rumor y una indescriptible sensación de peligro.
Permaneció unos instantes inmóvil, contemplando el techo, intentando comprender el porqué de aquella extraña angustia.
Huascar roncaba en el camastro, y entre sueños lo había oído llegar al amanecer, como siempre, desnudarse a oscuras, tirar las ropas a un rincón y meterse bajo las mantas, en las que dormiría de cara a la pared hasta pasado el mediodía.
Todo parecía, por tanto, normal, y sin embargo, algo estaba mal y no podía saber qué.
Encendió un cigarrillo y fumó despacio a la espera de que la desagradable sensación desapareciera por completo.
«Todo va bien —se repitió una y otra vez—. Todo va bien… Te has dejado la barba; te has teñido el pelo; usas lentes de contacto de otro color, y ni Dios te reconocería aunque hablaras media hora con él.»
Su documentación estaba en regla, y dentro de dos días emprendería al fin el viaje que le depositaría, sano y salvo, en Venezuela.
¿De qué tienes miedo?
No lo sabía exactamente, pero había llegado a un punto en el que empezaba a creer que un nuevo y secreto instinto dominaba su capacidad de razonar.
Se puso en pie y se acercó a la ventana. La mañana estaba fría, y una neblina baja y sucia impedía que el sol calentara la ciudad gris y pastosa. Se estremeció levemente y penetró en el cuarto de baño.
Diez minutos después, ya vestido y lavado, se encaminó a la puerta. La abrió, dispuesto a salir, pero una bocanada de aire frío le dio en el rostro y regresó. Sobre la mesa se encontraba el gabán de Huascar; se lo puso, y al meter las manos en los bolsillos, notó el contacto de la pistola. Por unos instantes dudó, con ella empuñada, pero recordó la estupidez de dos semanas antes, y la dejó sobre la mesa.
Salió al rellano de la escalera, cerró con sumo cuidado para no despertar a Huascar y comenzó a descender sin prisas.
De improviso, la sensación de peligro, aquel extraño instinto, le asaltó de nuevo, y alzó el rostro.
Allí estaba, a dos metros sobre él, silencioso y amenazante, mostrando los colmillos, con los ojos inyectados en sangre y listo para dar el salto definitivo.
No estaba soñando ni se engañaba. Era él, ¡él!, e iba a matarle.
Saltaron al unísono; el Perro hacia el Hombre, y el Hombre hacia el próximo rellano. Se escuchó un grito y un gruñido. El animal alcanzó el brazo y clavó los dientes, pero el Hombre se lanzó escalera abajo, rodando y pateando, y así lucharon en confuso montón, cayendo y volviendo a levantarse, piso tras piso, ante el asombro y el terror de los vecinos que acudían al escándalo, hasta que llegaron al portal, donde el Hombre pudo zafarse de la fiera, dejando el gabán en su poder, para correr a la calle, sangrante y cojeando, enloquecido, desesperado de dolor, tembloroso y aterrorizado.
En la acera tropezó con un hombre que cargaba una caja de refrescos, que cayó al suelo y lo sembró de botellas rotas. Ni siquiera lo vio, pues atravesó la calle a punto de que los autos lo mataran, buscando desesperadamente un lugar en el que protegerse del animal, que en ese momento surgía ya del portal lanzándose tras él.
Durante un segundo precioso, un autobús rugiente y humeante se interpuso entonces y fue éste el tiempo que necesitó para descubrir el camión de refrescos con la puerta de la cabina entreabierta.
De un salto prodigioso, cuando ya la fiera le clavaba una vez más los colmillos en la pierna, se metió dentro y cerró tras él.
El animal, desde abajo, le ladró furioso una y otra vez, abalanzándose ciegamente contra el cristal. Luego trepó al motor, y allí, a menos de medio metro de distancia, le ladró y le ladró babeante y frenético, decidido a quebrar el parabrisas, que era cuanto le separaba de su enemigo.
El Hombre temblaba. Era un temblor convulsivo, incontenible, pero súbitamente su vista reparó en las llaves, y lanzándose hacia delante, puso el motor en marcha y arrancó con furia.
El perro se tambaleó y, de improviso, reparó en su peligrosa posición. El camión iba ganando velocidad, y el Hombre pisaba el acelerador a fondo, dispuesto a acabar de una vez con aquel perro endemoniado que había sido capaz de seguirle desde el confín del mundo.
Fue una loca carrera por las calles de la ciudad, a punto de estrellarse, con un perro que luchaba por no caer, y un hombre irresponsable de sus actos que sangraba y gritaba su venganza, que aullaba de dolor y de alegría por su victoria, sembrando el asfalto de botellas de naranja, limón y Coca-Cola, dejando caer sobre los transeúntes cajas enteras de refrescos.
Al fin, con un frenazo brusco logró que el animal rodara hasta el suelo, y cuando lo vio allí, tendido, metió de nuevo la marcha y se precipitó sobre él, pero el Perro fue más ágil y de un salto echó a correr, cojeando, calle abajo.
Lo persiguió con saña, ciego a todo lo que no fuera matarlo, y así lo fue acosando por calles y aceras, hasta que el destrozado animal, sangrante y agotado, se detuvo al borde de la calzada, en un punto abierto y sin posibilidad de protección.
A veinte metros de distancia, el Hombre lo observó y comprendió que lo había derrotado. La lengua colgante, la pata quebrada, el lomo sangrando y las orejas caídas, le mostraron claramente su victoria. El Perro miró también al Hombre y el monstruoso camión que ya mostraba rojas manchas de su propia sangre.
Le habían vencido, y lo entendió. Se sentía incapaz de moverse, y supo que su misión había terminado. Podía luchar contra aquel hombre y contra cien; podía seguirle el rastro a través de un país y acecharle durante días y meses, pero allí estaba ahora la máquina, dura e insensible, incapaz de amar o de sufrir, y contra la máquina nunca lograría vencer.
Pensó en el niño, sollozó quedamente a sus recuerdos, cerró los ojos, resignado, y esperó…
Lo vio esperar, cerrados los ojos, derrotado y sin fuerzas para intentar siquiera la huida, y su ira, el furor incontrolable que le invadiera hasta ese instante pareció esfumarse.
Con un gesto mecánico apagó el motor, y su silencio y quietud le hicieron comprender que, en realidad, era el camión, y no él, Quien había vencido.
Abrió la puerta y saltó a la calle solitaria. Contempló a su enemigo, que le miraba de nuevo fijamente, y avanzó hacia él. Ya no le pareció la bestia sanguinaria que le acosaba desde meses atrás, sino un pobre animal indefenso, malherido y gimiente.
Se detuvo a no más de tres metros, y se observaron muy quietos.
Se entendieron en silencio.
No habría ya más persecuciones ni más luchas.
El hombre se alejó calle abajo en busca de un país lejano en el que descansar.
El Perro se alejó calle arriba, en busca de su nuevo amo.
El camión quedó solo en el centro de la calle, sobre el duro asfalto, sobre el que aún goteaban rotas botellas de naranja, limón o Coca-Cola.
ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA, nació el 11 de octubre de 1936 en Santa Cruz de Tenerife (Canarias), aunque cuando aún no había cumplido un año su familia fue exiliada por motivos políticos al África Española; allí pasó toda su infancia.
Más tarde, Vázquez-Figueroa fue recogido por su tío, administrador civil del fuerte militar en el Sahara español en el que vivían. Éste comenzó a proporcionarle libros para leer, sobre todo novelas de aventuras de autores como Joseph Conrad, Herman Melville o Julio Verne, que hicieron que éste fuera su género favorito.