En un rincón descubrió una pequeña montaña de maíz, y sobre ella se tumbó, derrengado.
A los pocos instantes dormía como si no lo hubiera hecho nunca.
Le despertaron voces infantiles y el relincho de un caballo.
Por primera vez en mucho tiempo se sintió realmente descansado; no le molestaba la herida; se encontraba de nuevo fuerte y ágil, lúcido y dispuesto a enfrentarse a todo.
Abandonó su escondrijo, se cercioró de que ningún peligro le acechaba y se dedicó a reconocer cuidadosamente el lugar, examinando con suma atención cada casa, cada callejuela, cada corral cada traspatio.
El pueblacho no era, en realidad, más que un caserío inmundo a la orilla del río. Chozas de adobe, madera y caña con techo de hojas de palma o láminas de cinc en el mejor de los casos; medio centenar de habitantes andrajosos; una plaza sembrada de basura, más cerdos, cabras y gallinas que personas.
Al fondo, el río; el resto, campo abierto, por el que llegaba un camino de tierra con pretensiones de carretera que sin duda se llevarían las aguas cada invierno.
Nada había, pues, que pudiera interesarle, salvo la cuarta casa de la orilla del río, aquella en que se ocultaba su enemigo, pues hasta ella le había llevado su rastro y de ella no había salido aún.
Avanzaba la mañana, y los chicuelos se bañaban en el río mientras algunas mujeres lavaban la ropa y otras entraban y salían de la taberna-almacén. Dentro, tres hombres bebían, y otro, un viejo desdentado, servía tras el mostrador, sin dejar de observarle con recelo. Incluso en una ocasión salió a la puerta y se le encaró abiertamente:
—¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí? ¡Fuera!
Olía a mierda, sudor y ron barato. Apestaba a demonios, pero entre todos sus olores, percibió, muy tenue, aquel otro que llevaba clavado en el cerebro: el olor del Hombre, de Él, de su Enemigo, a quien tenía orden de matar a toda costa; a quien su deseo de venganza y su odio le impulsaba a perseguir y aniquilar aunque intentara huir al fin del mundo.
Pero no mostró hostilidad alguna. No enseñó los dientes al viejo, no le ladró, ni aun gruñó malhumorado. Se limitó a estudiarle y comprobar que no significaba peligro alguno. No era temible, ni nunca lo sería, y eso era algo que él sabía descubrir en cuanto veía a un hombre, porque los humanos emitían una especie de fluido que parecía ir gritando cómo eran y qué se podía esperar de ellos.
El valor, el miedo, la traición, la duda o la amistad, se traslucía en ellos con tanta claridad, que se maravillaba al comprobar cómo su amo trataba a otros hombres sin advertir sus defectos.
Él era cruel y brutal, y eso siempre lo supo, porque, además, lo sufrió en su propia carne; pero era valeroso, decidido y tenaz, y no se percibía en él ni un hálito de traición y cobardía.
Tampoco era cobarde ni traidor aquel a quien perseguía, y tal vez por eso pudo engañarle en una ocasión. Su aura, su fluido, transmitía, sin embargo, una profunda astucia, o quizá, más que astucia, aquel rasgo, intangible, aquella capacidad de razonar que tanto le admiraba de los humanos, y contra la cual no se sentía capacitado para luchar.
Había muchas cosas que le desconcertaban en ese enemigo. Había incluso bondad y un cierto sentimiento de amistad, y eso le enfurecía. Tenía que matarle; estaba decidido a ello, y, sin embargo, se diría que el otro no acababa de creérselo; imaginaba aún que podría escapar, de algún modo, a su destino.
Observó al viejo desdentado, que continuaba observándole a su vez. No tenía nada contra él. No tenía nada contra nadie, fuera de su Enemigo, y por ello dio media vuelta, buscó un rincón tranquilo desde el que dominaba la única puerta de salida de la taberna, y se tumbó a esperar.
Podrían pasar horas, días, semanas o meses. El no era un hombre y, por tanto, el tiempo no contaba…
Le despertaron voces infantiles y el relincho de un caballo.
Permaneció inmóvil, contemplando el techo en el que se reflejaban las sombras de gente que transitaba por la calle, y jugueteó con el maíz que se le escurría entre los dedos, mientras sentía abajo la charla de las mujeres que compraban harina y aceite, o los hombres que pedían una cerveza o un trago de ron.
Decidió no moverse, seguro de que el frágil suelo de tablas y caña delataría su presencia, y así dejó pasar las horas, sin más ocupación que descansar su magullado cuerpo y hacer trabajar su confusa cabeza.
Trató de poner en orden sus ideas, lo que no había logrado desde el momento mismo en que emprendió aquella descabellada aventura. Aún no sabía exactamente cuál era su situación, y si se hallaba seguro o en peligro en aquella especie de desván hediondo.
El viejo desdentado. medio loco o borracho, le desconcertaba, y hubiera dado cualquier cosa por averiguar si su actitud de la noche antes se debía al exceso de ron, a la senilidad o a que los verdugos de Anaya lo habían idiotizado a golpes y torturas.
Había conocido muchos como él en los Campos y cárceles. No es que hubieran sufrido lavado de cerebro; era, simplemente, que los habían dejado tontos de tanto palo; tan embotados como un viejo boxeador sonado. En los primeros días también sufrió palizas semejantes, y también creyó que acabaría loco. Por fortuna, los verdugos de Anaya aún eran bastante primitivos y nunca llegaron a utilizar métodos modernos y sofisticados.
En manos de la CIA, los Boinas Verdes o las Policías de Brasil, Uruguay o Chile, el resultado habría sido muy distinto, y probablemente ahora no estaría allí contemplando un techo en el que se reflejaban sombras caprichosas.
Todo cuanto se refería a Abigail Anaya era como una vieja reliquia de otros tiempos; absurdo régimen fosilizado, perdido en la noche de la Segunda Guerra Mundial. Durante quince años ejerció la política del espadón y el decreto indiscutible, al estilo de los gorilas de la época, y luego, cuando asistió a la caída de Trujillo, Rojas Pinilla, Batista y Pérez Jiménez, optó por teñir de legalidad el oro de su corona; dictó una Constitución, implantó un Congreso de opereta y se proclamó Presidente reelegible indefinidamente mientras el Cielo le concediera vida y salud, y el pueblo no votara abiertamente en su contra.
Como los médicos le habían proporcionado vida y salud, y él no había proporcionado al pueblo oportunidad de votar abiertamente en su contra, allí seguía Abigail Anaya, trepado en su pedestal y aferrado a sistemas económicos, políticos y policiales de los tiempos de Hitler.
El resultado estaba a la vista: un país atrasado económicamente, apático políticamente, y asustado policialmente, en el que nunca podía saberse con certeza quién era amigo o enemigo, y quién, aun siendo amigo, estaba dispuesto a denunciar por miedo a verse implicado.
Cuando un sistema de gobierno lograba implantar en las nuevas generaciones el convencimiento de que nada se podía contra él, y cualquier acción estaba de antemano condenada al fracaso porque alguien la denunciaría, había dado el primer paso para asegurar su continuidad, castrar definitivamente la ideología de sus ciudadanos.
Quizá, con un poco de suerte, el viejo Sebastián no estuviera castrado, y si había soportado que le dejaran sin uñas y sin dientes, soportaría, también, saber que había un fugitivo escondido en su desván sin sentir la urgente necesidad de correr a denunciarlo.
«La traición nos llega siempre de quien menos esperamos, pues de lo contrario, ya no es traición, sino simple estupidez por nuestra parte», recordaba bien las palabras de su viejo maestro en el arte de la lucha política, que se esforzaba constantemente por prevenirle contra su exceso de confianza. Más tarde se demostró que estaba en lo cierto, pues fue él mismo quien delató su escondrijo en cuanto le propinaron los primeros cogotazos.
Cuando un veterano luchador lleva años preparándose para el día que deba enfrentarse a una terrible tortura, suele suceder que —contra lo que se esperaba— no consigue en ese tiempo acorazar su alma y acerar su cuerpo contra las penalidades del martirio. Lo que logra es agrietarse interiormente dando rienda suelta a su fantasía, imaginando que todo es peor de lo que es en realidad, y ello trae como fruto que su resistencia se quiebre mucho más fácilmente que la de cualquier otro.
Como opinaban los expertos: «Más padece el que más tiempo e imaginación tiene, porque el hecho de pensar en lo que nos van a hacer sufrir, duele más que el sufrimiento en sí.»
El viejo maestro era un hombre imaginativo, no había duda. Lo atraparon y cantó. Probablemente también él habría cantado si hubiese tenido alguien importante a quien denunciar y si hubieran sabido torturarle científicamente. Por fortuna, cayó en manos de chapuceros que se limitaron a sacudirle como a una estera hasta que se les cansó el brazo, incapaces de adivinar cuál era su punto débil, aquel que le haría confesar hasta la fecha de su primera masturbación.
Sonrió recordando los lejanos tiempos de su adolescencia, cuando todo su problema estribaba en encontrar una buena revista de señoritas atrevidas, o en acechar por el hueco que había practicado en la puerta del baño de la sirvienta… Su sonrisa se apagó luego, recordando los cinco años últimos, y los consejos de sus compañeros de barracón: «O lo haces, o acabarás enloqueciendo. Quizá no vuelvas a ver nunca a una mujer… »
Pero siempre se negó a admitirlo, y en su fuero interno abrigaba el convencimiento de que algún día volvería a sentir un cuerpo tibio bajo el suyo; una piel suave entre sus muslos; un sudor ajeno sobre su propio sudor.
Y lo había logrado. El día antes lo había logrado y se sentía agradecido a aquella buena y ruda campesina, no por el hecho de entregársele y hacerle disfrutar por unos minutos de un placer olvidado, sino porque con su entrega, era como si hubiera roto un maleficio, y ahora tenía la seguridad de que lograría escapar y llegaría a tener tantas mujeres como antes.
¿Volvería a tener a Muriel?
Hacía casi un año que no recibía noticias suyas, y en realidad no había querido contestar nunca sus últimas cartas. Le parecía cruel obligarla a mantener una relación para la que no quedaba esperanza alguna, y no deseaba que ella la conservara por lástima.
Le había querido mucho, le constaba. Fue dulce, cariñosa, fiel y, con frecuencia, apasionada. Le hizo disfrutar de la época más feliz de su vida; la más intensa; la más digna de ser recordada, pero no supo apreciarlo, se metió en política y lo echó todo a rodar. No tenía derecho a obligarla a sufrir las consecuencias de su estupidez, y por eso espació cada día más sus cartas hasta que, al fin, dejó por completo de escribir. Probablemente Muriel tenía ya su vida organizada, y hasta ese instante se había alegrado de que así fuese; pero ahora, al sentirse libre, al comenzar a abrigar la esperanza de retornar de nuevo a la vida, le hacía daño pensar en ello, imaginar que había otro hombre y le habían desplazado para siempre.
—Quizás aún pueda recuperarla —se dijo—. Quizá cinco años no basten para olvidar lo que hubo entre nosotros.
¡Cinco años!
¿Dónde estaban aquellos cinco años?
Era como si los hubiera echado al agua; como si no los hubiese vivido, porque vivir es ir llenando un saco de recuerdos, y de aquel tiempo no quedaba más recuerdo que la monotonía de días y días de picar piedra, abrasarse al sol y tragar polvo, y noches y noches de soledad, hambre, miseria.
Aquellos cinco años no existían, en ese mismo momento, allí, en la pequeña montaña de maíz, tomó la firme decisión de borrarlos de su existencia, hacerlos desaparecer por completo, obligar a que se esfumaran como por arte de magia.
—No volveré a pensar en ellos, ni a hablar de ellos, ni a contarlos. Desde este momento, no tengo ya cuarenta y tres años, sino treinta y ocho, y reanudaré la historia de mi vida allí donde quedó el día que me detuvieron. No voy a darle el gusto a Abigail Anaya de continuar jodiéndome el resto de mi vida a base de recuerdos. Ahora soy, libre, y lo soy incluso en mi pensamiento.
Sabía que era aquella una promesa absurda; que nadie puede dominar su mente hasta el punto de borrar por completo sus recuerdos, pero intentarlo significaba al menos una forma de luchar contra Abigail Anaya; la última que le quedaba, ahora que había decidido no volver a enfrentarse a él.
Prestó atención. Abajo, las voces habían cesado y sintió como la puerta se cerraba. Fuera, el sol caía a plomo, y en el pequeño cubículo el calor y la hediondez iban en aumento hasta alcanzar un límite insoportable. Comenzaba a sentirse realmente incómodo, cuando advirtió que la trampilla del suelo se abría y la cabeza del viejo desdentado asomaba un segundo.
—Puede bajar.
Se precipitó hacia la escalera, y apenas puso el pie en el suelo, buscó desesperadamente a su alrededor.
—¿Dónde hay un baño?
—¿Baño?
—Estoy que reviento…
—¡Ah! Fuera, en el corral…
Se lanzó hacia la puertecilla a espaldas del mostrador, y se sentía ya en el séptimo cielo, descansando de la larga contención, cuando le llegó, demasiado tarde, la advertencia…
—¡Cuidado con la cabra… !
A la cabra no le gustaba que vinieran a ensuciarle aún más su vivienda, y en cuanto descubrió algo redondo, blanco y reluciente que se ofrecía, sonoro y tentador, se lanzó al ataque sin temor a mancharse los cuernos.
—¡Quieto, bicho!
En verdad que ni Manolete se las vio nunca en tan difícil lidia, teniendo que protegerse las espaldas de las acometidas de un cornúpedo iracundo en el momento mismo en que el hombre se encuentra, por lo común, más indefenso.
Cuando regresó al interior de la taberna, había decidido tomárselo por el lado bueno:
—Si es cierto que la mierda atrae el dinero, es que pronto seré rico… ¿Dónde me lavo?
—¿Lavarse? En la fuente del corral.
Diez minutos después, uno a cada lado del mostrador, daban buena cuenta de un caldero de sancocho de pescado que se le antojó exquisito.
—¡Excelente! Le Felicito. ¿Lo hizo usted mismo?
—¿Yo mismo? Sí, desde luego. Le guardé la cabeza para el perro…
Lo miró de frente unos instantes:
—¿Qué perro? ¿Dónde está?
—Ahí fuera… Debe alejarlo de aquí. Todo el mundo me pregunta de quién es y qué hace ante mi puerta…
—Me persigue. No se irá mientras yo siga aquí.
—¿No se irá? Si alguien sospecha, tendré líos… —Mostró la enorme boca desdentada—. ¿Le conté que una vez me arrancaron los dientes y las uñas?
—Me lo contó. ¿Cuándo podré irme?