El otro, en este caso, era un pintor argentino llamado Hugo Laurencena, con el que nosotros, el Chiri y yo, habíamos tenido un contacto muy breve en nuestra primera juventud. Breve y difuso. Mucho tiempo después encontré, por casualidad, su correo electrónico en una página web, y le conté la vieja historia que nos unía.
Vamos a ver, le decía yo en esa carta. Dejame que haga memoria. Esto que te voy a contar pasó hace casi muchos años, en Buenos Aires. El kiosco estaba en Santa Fe casi esquina Cerrito. Un
drugstore,
toda la noche abierto. Vos venías de Alexis, haciendo zigzag y hablando solo. Un borracho más a las dos de la mañana, pensamos nosotros. Los ojos colorados, media sonrisa. No me acuerdo qué nos pediste: cigarrillos, lo más probable. A esa hora no es difícil que se te pongan a hablar los borrachos. Estábamos acostumbrados. Chiri hacía, los viernes, horario nocturno en el
drugstore,
y yo le hacía al aguante. No tenía por qué, pero somos amigos desde la comunión, y ése no era un trabajo interesante; yo le daba charla, por lo menos. Vos apareciste borracho, pero con clase. Atrás tuyo entraron tres turistas ingleses (las dos chicas estaban buenas). Nos dimos cuenta que tenías clase porque a ellas les decías chanchadas llenas de altura. No sé cómo vino la mano, pero al rato estábamos tomándonos con vos unas Coronitas en el mostrador.
No te creímos una sola palabra. Nada de nada. Nosotros, antes de que llegaras, estábamos escuchando a Piazzolla en un grabador. Todavía no se había muerto Piazzolla, estábamos en el año noventa y dos, pero no era invierno. Cuando, en medio de tu borrachera, entendiste que aquello era
La muerte del ángel,
nos empezaste a hablar de Piazzolla, pero de un modo extraño. Como si lo conocieras. Chiri y yo nos mirábamos de reojo. Vos le decías
“el Gato”,
y decías que habías comido con él en no sé dónde. Un borracho con imaginación.
Al rato nos empezamos a caer bien. O nos caía bien la noche. Una de dos. Dijiste:
—Tengo que volver a Alexis, pero en media hora vuelvo y nos vamos a mi casa a tomarnos la última —y te fuiste al cabaret, otra vez haciendo zigzag y hablando solo.
Chiri y yo teníamos poco más de veinte años. Ni vos tenías porte de puto viejo, ni nosotros de pendejos tiernos. Sin decirnos nada, supimos que no nos querías coger. Que no iba por ahí. Que posiblemente todo era tan simple como que te querías tomar la penúltima en tu casa, y no estar solo. Si hubieras sido un borracho denso, si no hubieras dicho treinta cosas inteligentes en media hora, habríamos cerrado el kiosco sin esperarte.
Pero habías hablado, arrastrando todas las erres del mundo, de cosas importantes. Nos habías confesado que no entendías dos frases. Una:
“Hace calor o soy yo”.
La otra:
“Cualquier cosita llamame”.
A nosotros nos pasaba lo mismo: no entendíamos cómo la gente era capaz de hablar sin entender, automáticamente, diciendo cosas que no tenían gollete. Pero solamente podíamos hablar entre nosotros sobre esas barbaridades. Por eso fue que cerramos el kiosco y te esperamos. Porque aunque estuvieras borracho y aunque nos mintieras una amistad con Piazzola, podías ver el mundo, el pequeño mundo, el más imbécil, tomándote unas Coronitas.
Volviste tarde de Alexis, haciendo zigzag. Metimos otras cervezas frescas en un bolso y te seguimos. Encaramos Cerrito. No me acuerdo por dónde fuimos, pero era cerca. Si tuviera un mapa (ahora vivo en Barcelona) o si estuviera cerca Chiri, que se acuerda de todo, te decía por dónde fuimos, pero es una parte que se me escapa de la memoria.
Era cerca de una embajada, eso sí. ¿La de Israel, la de Francia? Antes de llegar, quisiste cruzar por otra parte, había una barranca importante y a la tarde había llovido. El tema es que resbalamos, los tres. En realidad resbalaste vos, te agarraste de mí, yo de Chiri, y nos fuimos todos en picada. Nos pusimos de barro hasta el culo, pero la risa que nos dio valió la pena.
La cara del portero de tu edificio fue para hacerle una foto. Cuando te vio llegar con nosotros, tu cara llena de barro, nuestros ojos llenos de risa, hizo un gesto de
“otra vez, don Hugo, ya está usted grande”.
Tu portero te dio una botella de whisky casero, sin etiquetas. Dijo que alguien te lo había traído de regalo y lo había dejado en recepción. Nosotros mirábamos el edificio, demasiado imponente para que viviera ahí un borracho que no tenía dónde caerse muerto.
Yo te creí lo de Piazzolla cuando entré al atelier y vi, pegada en la pared con una chinche una foto tuya, sentado a la mesa con Fellini. La puta madre. Después vimos los cuadros. Estabas terminando la serie de los zapatos. No me acuerdo si el
Autorretrato
estaba allí, o si lo vi más tarde, otro año, en otra parte.
Nos sentamos en unos sillones. Pusiste de fondo la MTV. Ni siquiera me acordaba al día siguiente de qué hablamos todo ese tiempo. Así que es imposible que me acuerde ahora. Desde que llegamos, borrachos paulatinos también nosotros, todo se me desdibuja. Solamente me queda una sensación de pequeño viaje al fondo de Buenos Aires, de conversación fluida, hiperactiva y absurda.
Creo que nunca supiste nuestros nombres. Nosotros te los dijimos un par de veces, porque vos lo preguntabas bastante, como cualquier borracho. Pero también como cualquier borracho nos bautizaste. Toda esa noche fuimos Tito y Cepillo. A Chiri le pusiste Cepillo porque tenía el pelo gracioso. A mí no sé por qué me bautizaste Tito.
El milagro de entrecasa ocurrió ya entrada la madrugada. Hablábamos de algo y dijiste que habías nacido el dieciséis de marzo. Obviamente, dije “yo también” con la sorpresa que te da descubrir esas idioteces en medio de la borrachera, en medio de las grandes ocasiones. Hiciste un escándalo. Me pediste los documentos, te cercioraste, después nos abrazamos y dijimos que éramos hermanos. Para festejar nos llevaste a la azotea. Vos corregime si me equivoco, pero creo que estábamos en un piso veinticinco. Por lo menos eso parecía. Ya en la terraza, incluso nos subimos al techito del ascensor. Más arriba no podíamos estar.
Yo jamás había visto Buenos Aires de ese modo. Chiri tampoco. Había un viento que acá en Barcelona no hay. Tampoco hay noches así, en el primer mundo. Además teníamos veinte años, y teníamos la cabeza llena de cosas. Proyectos, guiones, novelas. No éramos porteños, para que se entienda. Estábamos convencidos que íbamos a vivir de escribir, tarde o temprano. Y vos nos subiste a la parte más alta de una ciudad hermosa, y abriste ese whisky de regalo.
Me acuerdo unas pocas cosas más. Me acuerdo que cada vez estabas más borracho, pero que nunca perdías la clase. Me acuerdo de haber pensado: “Qué lástima, Hugo mañana no se va a acordar de todo esto”. Uno de los motivos por el que te escribo es solamente para que te acuerdes.
Había una bombita de veinte, encendida, colgando en la terraza. Detrás, todas las luces de la ciudad. Te la quedaste mirando un segundo, nos la señalaste, nos advertiste de su presencia invisible. Dijiste:
—¡Miren la impertinencia de ese foquito!
Esa boludez nos quedó grabada, a Chiri y a mí, durante todos estos años. Me parece que descubrimos que la gente que pinta ve otra cosa, ve distinto de lo que ve la gente que escribe. Descubrimos, en ese segundo, que no había otra palabra posible para ese foco: era impertinente, y era maravilloso que un pintor, incluso borracho, lo supiera tan fácil.
Nos despediste en el ascensor de la terraza. Ni siquiera volvimos al atelier. Vos querías seguir, pero Chiri tenía que volver al kiosco temprano. Antes de irnos, nos pusiste de espaldas, mirando Buenos Aires y dijiste textualmente:
—Todo esto es de ustedes, Tito y Cepillo. Dios no tiene nada malo para ustedes dos.
Bajamos. Nos fuimos a casa llenos de barro y con la cabeza como dos tambores. Durante algunos días nos llamábamos a nosotros mismos Tito y Cepillo. Durante algunos días les contamos a nuestros amigos sobre aquella noche, que parecía un cuento. Y estábamos felices de haber sido tus amigos esas cuatro o cinco horas.
Durante mucho tiempo quise escribir algo con esto que rememoro hoy. Nunca lo hice, porque no creo que pueda explicar qué tuvo de raro, o qué tiene ahora de milagro. Las palabras no sirven para todo. Contártelo esta noche es una manera de no quedarme con las ganas de haberlo escrito. Además sigo pensando que vos no te acordás —que no te acordaste nunca—, y no está mal que casi quince años después te lleguen estas incoherencias a la memoria como si fueran un
déjà vu.
Para mí Buenos Aires se puede resumir en esa noche. Todo lo bueno que te puede pasar con un desconocido, pasó ahí. Para nosotros siempre fue un acontecimiento onírico, un hecho inicial. Algo ya nos decía, por esas épocas, que el mundo era maravilloso. Y vos viniste a decirnos que además era nuestro.
Un abrazo, Hernán.
Dos semanas después de enviar esa correspondencia, Hugo me respondió un mail increíble desde Cuernavaca, México. Para empezar, me decía, tú no eras Tito. Tú eras Cepillo. Y después me contó que aquella noche, que yo siempre creí invisible en su memoria, también había sido importante para él.
“Yo estaba en mis peores momentos”, me escribió Hugo Laurencena, “había vuelto a Buenos Aires después de vivir diez años en New York, había estado muy ilusionado con el regreso, pero me encontré con mis compatriotas estupidizados, como de costumbre, y sin nadie con quien hablar. Aquella noche fue terrible porque ustedes me mostraron que empezaban, no que volvían. Me recordaron cosas, que se podía hablar con gente… Esa noche fue terrible, sobre todo el desenlace. Cuando ustedes se fueron mis lágrimas llegaron hasta la planta baja, y el agua invadió los pasillos y se deslizó por el hueco de los ascensores veinticinco pisos hacia abajo; yo desmayado en el piso y sin darme cuenta de nada de lo que ocurría. Fue suficiente: una semana después regresé a Norteamérica para siempre, gracias a ustedes, por culpa de ustedes, no sé, el asunto es que allí encontré nuevamente mi centro. Qué alegría me has dado con tu mail, hermano. El espacio y el tiempo de esa noche, siempre, será infinito. Laurencena”.
Le reenvié el mail con urgencia a Chiri, que entonces estaba casado y ya vivía en Luján. Él tampoco podía creerlo… El rompecabezas completo de aquella madrugada había acabado de armarse lejos de Buenos Aires, con sus protagonistas en tres puntos diversos del mapa. A veces uno, por deformación profesional, o de puro mentiroso —que es lo mismo—, mejora las anécdotas para que causen un mejor efecto en el papel, o en la sobremesa donde se narran. Pero eso no ocurre porque las historias, en sí, no tengan buenos ingredientes por sí mismas, sino porque a veces su mística, su esencia, está escondida.
A veces no es necesario mejorar la anécdota. En ocasiones sólo hay que peguntarle al otro, al difuso, al que aparecía borroso en el original, cuál es su versión del asunto. A veces las historias son mejores a dos voces.
A su regreso de México, por ejemplo, mi amigo Comequechu nos contó una historia. Dice que va paseando, con su mujer y su hija, por las calles de Jalisco y entonces descubre, a dos pasos, la imponente Universidad de Guadalajara. En la puerta hay un cartelito con información para turistas, y lee que allí están los bustos de todos los ganadores del premio Juan Rulfo de literatura, que concede esa casa desde 1991. Sin dudarlo, arrastra a su familia por los pasillos.
—Vamos a ver el monumento a Cayota —les dice.
Ya no me acuerdo desde cuándo, ni por qué, Comequechu me dice
Cayota
en lugar de Casciari. En realidad, nunca se dirigió a mí usando nombre y apellido reales. En su cabeza siempre fui Cayota, y también lo soy para su mujer y para su hija, que me llaman de ese modo con toda naturalidad. Por eso a ellas no les sonó extraño el segundo sustantivo de la frase,
cayota,
sino el primero:
monumento.
El malentendido, sin embargo, tenía una explicación.
Un par de meses antes de su viaje a Norteamérica, Comequechu conoció la noticia de que yo había ganado un certamen literario llamado Juan Rulfo, pero nunca supo —no tenía por qué saberlo— que en el mundo hay dos premios con el mismo nombre. Uno bastante intrascendente que se otorga en Francia (el que gané aquel año) y otro importantísimo que se concede en México, y que no ganaré nunca. La diferencia entre ambas distinciones es abismal.
El galardón francés premia una obra puntual —un cuento, una novela corta— y ofrece una compensación económica discreta. El premio mexicano rinde homenaje a una trayectoria literaria, el cheque es suculento y, en efecto, cada ganador queda inmortalizado con un pequeño busto de bronce en el centro de exposiciones de la Universidad de Guadalajara, justo el sitio al que se dirigen ahora, con paso firme, Comequechu y sus dos mujeres.
En la sala principal del centro, sobre el mosaico ajedrezado y en medio de un gran silencio, los tres visitantes descubren por fin una breve fila de esculturas de metal, réplicas frías de escritores legendarios, y empiezan a buscar mi busto para sacarse, los tres, una foto conmigo.
Dan vueltas y vueltas alrededor de los bronces de Nicanor Parra, de Juan José Arreola, de Nélida Piñón, de Julio Ribeyro, pero no me encuentran por ninguna parte.
—Papá, papá, ¿dónde está Cayota? —pregunta Libertad, que entonces tiene cuatro o cinco años.
Un guardia de la Universidad, morocho y alto, que sigue al trío con la mirada desde el principio, se les acerca.
—¿Les puedo ayudar en algo?
—Disculpe —le dice Comequechu—, estamos buscando el monumento de Cayota, pero no está.
—¿Perdón, señor?
—Que estamos buscando el monumento de Cayota —repite Comequechu, más despacio—. ¿Todavía no lo construyeron?
Cuando Comequechu nos narra este diálogo, dos meses después de su viaje, el Chiri y yo nos desparramamos de la risa. Él todavía no conoce el error, y está convencido de que soy un mentiroso:
—¡Vos no te sacaste ningún premio, Cayota! —me dice—. El policía me llevó con el rector, y yo le dije que era amigo tuyo, y que vos te habías ganado el premio Juan Rulfo de este año, y el rector se pensó que yo era amigo de Monte Hermoso.
—¡Monterroso! —corrige la mujer de Comequechu desde la cocina, y a nosotros nos duele la panza de la risa.
Algunas horas más tarde el Chiri y yo volvíamos a la Capital, después de haber pasado el día en la quinta de Comequechu, y no nos podíamos sacar de la cabeza esas imágenes mexicanas, absurdas y hermosas. Yo estoy seguro que fue allí, de camino a Plaza Italia, cuando Chiri utilizó por primera vez las palabras “anécdota mejorada” para referirse a esa clase de obsequio.