El truco no es complicado y sí, en cambio, muy recomendable: enfocar a un par de personas muy cercanas y diferentes, sólo a dos que conozcamos como la palma de la mano, juntarlas en una mesa imaginaria, y después intentar cautivarlas con una anécdota menor, con un relato elaborado, con una novela, con un cuento corto, con lo que sea. Tratando, siempre, que ninguna de las dos pierda las ganas de seguir escuchando hasta el final. Si se logra con esas dos personas, al mismo tiempo, las cosas estarán bien.
Es un buen sistema, claro que sí, o por lo menos a mí me ha servido para narrar con soltura desde que vivo en España. De hecho, tanto
Más respeto que soy tu madre
como este propio libro están basados, desde el principio, en esa premisa secreta. Haber tenido a Roberto y al Chiri a doce mil kilómetros me ayudó siempre a hilvanar sin fisuras ese discurso literario intermedio.
A mediados de dos mil ocho, sin embargo, descubrí que el sistema tiende a tambalearse cuando uno de tus comodines muere, cuando ya no hay manera de contarle nada nunca. Esto no significa que yo ya no pueda escribir pensando en mi padre como lector. Significa que, fatalmente, ya no puedo saber si el texto ha funcionado para él. Y eso me ha dejado, si no ciego, un poco tuerto.
La ceguera completa llegó hace poco más de un mes, en avión, con toda su familia.
Tenerlo al Chiri a mano para contarle cosas ha generado que ya no tenga la necesidad de decirle nada a través del colador literario. O incluso mejor: preferimos contar cuentos a cuatro manos para la tele o para el teatro, o para donde sea, con tal de afilar otra vez la frecuencia antigua del arte en colaboración.
Estamos absorbidos y felices dentro de estas nuevas ficciones, pero ya no en una dirección enfrentada, ya no desde puntos diferentes del océano, sino desde la misma orilla y dirigiéndonos a otros. Y al mismo tiempo redescubrimos las bondades de vivir otra vez en el mismo barrio, y de cenar todos juntos en una casa o en la otra, y de mirar a la vez el fútbol, y de ver las mismas películas.
No es grave lo que me ocurre, se trata de un problema menor, emparentado con las distancias: uno de los comodines que me impulsaba a narrar se ha ido muy lejos, y el otro vive ahora en la misma manzana. Y yo estaba acostumbrado a que los dos me leyeran desde el oeste de la provincia de Buenos Aires. Es cuestión, nada más, de encontrar otros símbolos, nuevos pretextos, otras miradas imaginarias, y volver a tejer historias. La última que contaré en este libro tiene que ver con esos símbolos. Con la magia fortuita de la que me he puesto a hablar en la página nueve. De lo único que he hablado en este largo monólogo. De los milagros.
Voy a contar algo que ocurrió tras la muerte de Roberto y que, por un momento, nos pareció una magia de entrecasa. Podría narrar el milagro sin dar a conocer su lógica interna, escondiéndoles a ustedes la explicación que lo desbarata. Pero no haré eso, porque me quedaría un final fantástico y nada más. Voy a narrar los hechos sin trucos. Ustedes verán a las marionetas pero también los hilos que las mueven. Dicho esto, la historia empieza con una mujer, sentada en un sillón, y sigue con una chica de once años que va en coche por la ruta.
La mujer, que también es mi madre, acaba de echar a todo el mundo de su casa (a los amigos, a los hermanos, a los nietos) porque necesita quedarse sola, llorar sola y esperar sola a que llegue el sueño. Hace cincuenta y dos horas que no duerme. Ahora intenta descansar y se desploma en el mismo sillón que usaba su esposo antes de morir. Su esposo, que también era mi padre.
Es la noche del once de julio. Por primera vez en cuarenta años, esta mujer cierra la puerta de su casa sin que dentro viva nadie más.
El truco comienza en este párrafo, porque a diez kilómetros, por la ruta cinco, van en coche mi hermana Florencia, su marido el Negro Sánchez y sus hijos, de regreso a La Plata después del entierro. Es de noche y nadie habla, porque ha sido un día muy triste y después una noche muy larga.
Una chica de once años, que se llama Manuela y es mi segunda sobrina, se recuesta sobre la ventanilla a ver pasar las luces del camino; saca de su mochila un teléfono móvil y se pone a revisar los contactos. Nadie le presta atención.
Volvamos a Mercedes. La mujer que es mi madre aprovecha su primera soledad para desahogarse sin testigos. No ha podido hacerlo antes porque no tuvo un segundo sin compañía, sin abrazos o presencias. Se ha mostrado fuerte en todas partes: serena en el salón y en los pasillos de la casa velatoria, y también entera en las calles del cementerio, frente a la bóveda. Saludó, besó y agradeció a todo el mundo; cabizbaja y líquida, es verdad, pero sin desbordes. Ha durado cincuenta horas sin hacer un solo escándalo en público. Ahora, por fin, está sola.
Se pone a gritar como si la hubiesen quemado.
Lejos de allí, cruzando el peaje de Luján-Mercedes, uno de mis sobrinos, Tomás, observa el celular que maneja Manuela, su hermana. No es el teléfono de siempre, el rosa de juguete, sino uno distinto de color negro, que parece real. El hermano pregunta:
—¿De dónde lo sacaste?
Manuela no le responde y se queda mirando por la ventana. El hermano insiste:
—¿Es un teléfono de verdad?
Entonces Manuela se acerca a su oído y le contesta, en voz muy baja para que sus padres no la escuchen:
—Es el celular del abuelo Roberto —y también dice—: tiene crédito.
Como se ve, lo que va a pasar dentro de un rato no tiene nada que ver con un milagro, pero sigamos con los hechos naturales.
En la que fue mi casa, en la que es mi casa, la mujer sigue con sus gritos. No son lamentos al azar, no son aullidos ni onomatopeyas salvajes, sino preguntas retóricas dirigidas a su esposo, en tono de reprobación y con timbre de barítono.
La mujer le reprocha al marido, en voz alta, la poca consideración que tuvo al morir, de un modo tan repentino y a destiempo. Se levanta del sillón y le habla. Las frases que dice no tienen sentido, por lo menos no en el terreno de la lógica, pero a la viuda le bastan y le sobran para desahogarse.
Ella sabe que gritar
¡por qué te tuviste que morir!
no sirve para nada, pero lo dice de todas formas. Y lo repite, y lo repite una vez más, porque los reproches inútiles, en las casas vacías, suenan mejor con la insistencia.
Con el tiempo aprenderá a usar el pensamiento, a conversar en silencio, sin hacer uso de los gestos ni la boca, pero ahora la mujer es inexperta y le habla a su esposo a viva voz. Le habla al sillón, en realidad. Ya no le grita: de a poco la escena se convierte en una conversación típica del matrimonio, en una crisis menor, en uno de los muchos monólogos nocturnos en donde ella siempre gritó y el otro siempre hizo silencio.
—Siempre igual vos —le dice—. Cuando hay problemas, calladito.
En el coche dos de mis sobrinos duermen; Manuela no. Ella sigue mirando las luces por la ventanilla, con el teléfono todavía en la mano. Se llevó ese teléfono porque nadie más lo iba a usar, y porque ella todavía no tiene uno. Más tarde confesaría que no fue un robo: dos o tres veces quiso pedírselo a su mamá, pero ella siempre estaba llorando o dejándose abrazar por gente. En un momento se lo mostró a su abuela y le dijo, con mucha vergüenza:
—Chichita, ¿lo puedo usar yo ahora?
Y su abuela hizo que sí con la cabeza, pero era un sí a cualquier cosa, no estaba mirando a ninguna parte. Por eso ahora la chica piensa en la abuela triste, en su cara de agotamiento y pena, y siente culpa por haberla dejado sola, en Mercedes. Se despidieron en la puerta, sus padres le ofrecieron quedarse, o que se fueran todos a La Plata, pero la abuela no quiso:
—Alguna vez tengo que estar sola —dijo, y se encerró.
Su abuela es fuerte, piensa Manuela, ella no se habría animado a quedarse sola tan pronto. Es fuerte pero está triste. En once años, en toda su vida, Manuela no había visto nunca a Chichita con los ojos sin brillo. Entonces abre el teléfono y le escribe.
El hilo y las marionetas se unen en este segundo, porque al mismo tiempo que la nieta pulsa la primera letra del mensaje, la viuda, que conversa en casa con su esposo, le está pidiendo una señal al muerto.
—Dame una señal —dice la mujer, que es también mi madre, mirando el sillón vacío.
No es increíble, no es mágico que Manuela escriba su mensaje en este punto de la historia. Bien mirado, es natural. Es cierto que también pudo haber ocurrido primero una cosa y mucho después la otra, incluso con horas de diferencia, pero están pasando las dos a la vez y no debe asombrar a nadie.
La chica escribe en el coche mientras la mujer, en su casa, le pide a su marido —en voz muy alta— que le dé una señal. También le pregunta qué hará ella ahora, sin los hijos y sin él; cómo se recompone la rutina; dónde están las facturas y cómo se pagan; quiere saber si el tiempo cura; pretende que él la ayude a tramitar la pensión; le pide otra vez una señal; le dice que tendría que haber sido al revés, y dentro de veinte años; pero sobre todo al revés.
Mezcla la desesperación filosófica con el planteo doméstico, a veces en la misma frase. Habla con serenidad, pero ya sin control, a la vez que Manuela redacta una frase muy simple, de cuatro palabras, a sesenta kilómetros de allí: —no estés triste, descansá— es lo que escribe mi sobrina, y envía el mensaje. Después acomoda la cabeza en el hombro de su hermano, y se queda dormida.
Miremos por un instante cómo viaja el texto hasta un satélite, cómo rebota la frecuencia y se convierte en bytes. Veamos la escena desde todos los ángulos, para asegurarnos de que no hay milagro posible, que todo tiene la lógica del tiempo y del espacio.
Mientras las palabras de su nieta viajan en medio de la noche, la mujer sigue con su monólogo encendido. Sospecha que su esposo resultará un muerto tímido, como lo fue en vida, poco dado a lo trascendental, porque no aparece. Supone que le costará hacerse presente, dejarse ver. Y así se lo dice:
—Vos no sos la clase de tipo que se aparece después de muerto, yo sé que te da vergüenza, suponés que ésas son cosas de putos, pero tenés que hacer un esfuerzo. Vos.
Entonces suena, en la casa vacía, el teléfono móvil de la mujer. Ella se queda con la palabra en la boca y camina hacia el milagro falso, mientras se pone los lentes de leer de cerca. Observa, en la pantalla del teléfono, una frase imposible, en letras mayúsculas:
ROBERTO HA ENVIADO
UN MENSAJE DE TEXTO
La mujer, que es también mi madre, presiona un botón y repasa las cuatro palabras que hace diez segundos ha escrito Manuela desde el coche.
—No estés triste, descansá.
Se queda un rato largo mirando la pantalla, con los dedos inmóviles. No parpadea ni respira. Tiene la luz verde del teléfono en los ojos, y los ojos muy abiertos.
Después la mujer sale del comedor más serena, sin mirar el sillón ni decir una palabra más. Tiene la garganta seca de tanto monólogo. Apaga las luces de la cocina, entra a su cuarto y se acuesta. Se queda dormida y descansa.
Este libro acaba así, no hay nada más. Podría haber explicado la última historia omitiendo las escenas del coche, y habría salido un cuento más o menos prodigioso, con una viuda que pide una señal y un marido muerto que le responde. Pero no fue así. Conté las cosas como ocurrieron, con el
backstage
incluido, porque las anécdotas son mejores cuando no tienen nada del otro mundo.
Hernán Casciari
(Mercedes, Provincia de Buenos Aires, 16 de marzo de 1971)
Se le conoce por su trabajo por la unión entre literatura y weblog, destacado en la
blogonovela
. Recibió el 1º Premio de Novela en la Bienal de Arte de Buenos Aires (1991), con la obra
Subir de espaldas la vida
, y el premio Juan Rulfo (París, 1998), con
Nosotros lavamos nuestra ropa sucia
. Desde el año 2000 está radicado en Barcelona. En Argentina había trabajado como jefe de redacción de la revista
La Ventana
, columnista en el
Semanario Protagonistas
y director del periódico
El Domingo
.
Su obra más conocida en la red,
Weblog de una mujer gorda
(ganadora del concurso de weblogs de la cadena alemana Deutsche Welle), ha sido editada en papel, con el título
Más respeto, que soy tu madre
(Plaza & Janés). También fue el artífice de
El diario de Letizia Ortiz
, contando los primeros meses de la vida de Letizia Ortiz en primera persona desde el anuncio de su compromiso con el heredero de la Corona de España.
A fines del mes de septiembre de 2006 se publicó en la Argentina y otros países de habla hispana su novela
Diario de una mujer gorda
, por parte de Editorial Sudamericana. En septiembre de 2007 publicó su segundo libro,
España, perdiste
, editado bajo el sello Plaza & Janés.
En 2007 inicia un nuevo blog sobre series de televisión en la edición digital del diario
El País
. Y en el 2008 empieza a colaborar semanalmente en el suplemento
EP3
, de
El País
, y en el periódico argentino
La Nación.
El año 2010 renuncia a ambos periódicos por razones personales y comienza el proyecto de una revista trimestral, llamada
Orsai
, de distribución mundial, carente de publicidad. Dicha revista se vende a un precio equivalente a quince de los periódicos de mayor circulación del país donde se adquiera. Para la primera edición, que apareció en enero del 2011, vendió 10.080 ejemplares.