El pibe que arruinaba las fotos (15 page)

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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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Me rompió las tres páginas del cuento en mil pedazos. Al día siguiente tuve que reescribirlo de memoria, hundido en una impotencia que ya no podía soportar. Pero no era eso lo que más me molestaba, sino que por primera vez alguien discutía mi oficio con ferocidad. Y lo más alucinante es que, en lugar de rebelarme, yo empezaba a despertar de mi dejadez, a escribir de nuevo con fuerza, pero ya no para alardear sino para defenderme.

Don Marcos era fanático de la familia occidental y cristiana, aunque no había hecho otra cosa en la vida más que desunir a la suya y olvidarse de Dios. Pero lo más peligroso era que lo había hecho sin mala intención, es decir: convencido de practicar el bien. Lo mismo hacía con mis cuentos.

—La literatura tiene que ser moral —me decía después de leer algún otro cuento mío lleno de groserías o imágenes chanchas—, tiene que reflejar lo bueno que hay en los hombres, y lo que vos hacés es una mierda.

Seis meses después, yo escribía desde que salía el sol y solamente dejaba mi habitación de las herramientas para bajar y discutir con él a los gritos. A veces las charlas duraban hasta muy entrada la noche. El hombre era cerrado como un laberinto y, supe entonces, compartía la teoría de la perfección de la raza. Odiaba a los judíos con ganas, casi tanto como a la mujer independiente. Las democracias le resultaban incómodas, pero tampoco suscribía a los regímenes fascistas de su tiempo. Los militares argentinos le resultaban tan ridículos como los dirigentes demócratas, y él parecía no estar parado en ninguna vereda. En todo ese año nunca pude entender con qué sistema de gobierno se hubiera sentido a gusto. Al final comprendí que su mecanismo era llevar la contra siempre y postular que en todas las ideas posibles había una grieta, menos en la propia.

Don Marcos jamás veía árboles, sino madera. Él podría haber sido carpintero, pero nunca guardabosques. No habría soportado ver crecer un tronco, ni observar la composición arbitraria de sus ramas, ni dejar brotar las hojas, ni más tarde verlas caer. Mi abuelo habría podado el tronco antes de tiempo, habría tallado su imagen con un cincel desesperado y le habría puesto su nombre a la obra.
Don Marcos Carabajal.
Eso intentaba hacer también conmigo, ahora que yo dependía de su comida y de su techo protector.

Fue un año larguísimo y pesado, del que seguramente todavía me quedan traumas. (Escribir esto es dejar atrás alguno.) Pero sólo entonces, sólo en ese territorio caótico aprendí a escribir con sacrificio y sin inspiración, y aprendí también que el
esta frase no está mal
de un lector enemigo es mil veces mejor crítica que el
genial como siempre
de un lector camarada.

Al final de ese año fui a comprar cigarros y, al volver a la casa de San Isidro, mi abuelo me esperaba en el patio. Estaba muy preocupado de que no se lo notara ansioso.

—¿Vos mandaste un cuento a Francia? —me preguntó, con el teléfono inalámbrico todavía en la mano.

Dije que sí con el corazón en la boca, porque sabía muy bien lo que estaba pasando.

—Cuál cuento —quiso saber, con la cara de culo más grande del mundo.

—Ropa sucia
—dije—, el de la hermana que le hace la paja al hermano. El que rompiste la semana pasada.

—Llamaron —dijo, señalando el teléfono—. Que ganaste no sé qué, no se entendía bien. Ahí te dejé el número arriba del aparador, capaz es un chiste de algún amigo tuyo,

Y se fue a dormir la siesta, enojadísimo.

Dos meses después, con la plata del premio en Francia me pagué el depósito para mi casita de Belgrano y me fui a vivir solo. Me compré una mesa y un colchón. Y un teléfono móvil de dos kilos. A ese móvil llamó Chichita para avisarme que mi abuelo se había muerto.

Mi último acto de rebeldía fue no ir al entierro de ese hombre que, en la infancia, me enseñó a tener curiosidad por lo prohibido, y cuando dejé la adolescencia, me mostró que la vocación no es una fiesta nocturna sino un esfuerzo complicado de asimilar. Ahora, que me levanto a las ocho de la mañana para escribir mis cuentos, y que no siempre hay inspiración, ahora que me acuesto temprano y que mis historias nomás buscan entretener, suelo pensar en él.

Pero lo tengo más presente, a don Marcos, cuando descubro que el tiempo viaja en remolinos, y que Nina un buen día crecerá y me dará un nieto. Un nieto que —por qué no, si llevará mis genes— puede convertirse en el adolescente ausente que fui yo. Qué espanto más grande.

Es posible que para ser un escritor no me baste con andar los caminos prohibidos y asumir el esfuerzo y la responsabilidad. Quizás escribir me funcione, únicamente, si levanto la vista una vez en la vida y le pido perdón a mis muertos, sin literatura.

Pero para llegar a esa comprensión primero tuve que andar el camino de Córdoba capital, en busca de unas señales que me mantuviesen vivo, que me devolvieran la pasión. En eso consistía la cura, y yo comenzaba a descubrirlo. Por fin me sentía pleno, otra vez ubicado en el surco del mundo que me correspondía.

Cuando llegué a la capital cordobesa eran las nueve de la mañana. Juan Filloy, el escritor vivo más viejo del mundo, un hombre irrepetible del que había leído párrafos maravillosos durante los últimos meses, comenzaba a cumplir cien años. Si yo estaba allí, era porque había recuperado la música perdida. Toda la angustia acumulada quedaba atrás. Ésa había sido mi última crisis, la más dulce de todas, la que recuerdo con más respeto, porque vencí. Esa mañana, renovado y sonriente, respiré hondo y me fui en ayunas a la casa de Don Juan. Avenida Buenos Aires, número 26. Sentía que aquel hombre, nacido en el siglo diecinueve, tenía muchas cosas que decirme. Prendí un cigarro para paliar el frío, o para matar los nervios. Antes de tocar el timbre y de que Don Juan me recibiera con su generosidad centenaria, supe que alguien, en alguna parte, me estaba dando la vuelta, y que empezaba a sonar, armonioso, el lado B del resto de mi vida.

El hombre frente a mí podía sorprender por infinidad de cosas. Para empezar, esa mañana cumplía cien años; pero también había sido amigo de Freud, había editado cincuenta y dos novelas (todas con títulos de siete letras) y era el ser humano que había escrito más sonetos desde Petrarca. Sin embargo, lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de pelos blancos que le salían de las orejas. Cuando su hija Monique se acercó con dos tazas de té, una para su padre, una para mí, y me aconsejó que le hablase muy fuerte porque “papá está sordo como una tapia”, no adjudiqué la sordera a la vejez, sino a la exageración capilar de Don Juan. Las cejas también las llevaba muy pobladas, como si tuviese dos ovejas encima de los párpados. Filloy estaba de buen humor; en pijama. El buen humor era porque había llegado al centenario (pocas veces vi a nadie que le diera tanta importancia a las cifras); el pijama, me dijo, era su overol de trabajo.

—¿Entonces sigue escribiendo? —me sorprendí.

—Siempre. No hubo un solo día que haya dejado de hacerlo.

Pensé cómo podía haberme cansado tan pronto, de escribir o de vivir, si no llevaba ni la cuarta parte del traqueteo de aquel hombre. Estuve a punto de preguntarle cuál era el secreto, pero me pareció una pregunta femenina, de redactora de revista dominical, y me mordí el labio. Hoy le hubiera preguntado cosas cursis con absoluta naturalidad; en aquellos tiempos —por una gran pacatería interna— yo quería parecer inteligente y le hice preguntas literarias. Quise saber si era cierto que Borges y él se odiaban tanto. Entonces me contó una anécdota increíble:

—Yo soy mayor que Borges —me dijo, y me dio la impresión de estar hablando con un fantasma vanidoso—. Hace muchísimos años, cuando éramos jóvenes, le envié una copia de mi libro
Estafen
. Era una edición de autor y se la dediqué, como se usaba entonces —se ríe, recordando, y dibuja unas letras en el aire—: ‘Con afecto, Juan Filloy’.

A Don Juan nunca le gustó salir de Río Cuarto, su ciudad natal. Era un antiporteño. Pero años después de ese obsequio literario, me dijo, tuvo que viajar a Buenos Aires por cuestiones personales y aprovechó para ir a las librerías de Corrientes, donde había volúmenes que en Córdoba no se conseguían.

—Buscando entre los libros usados, encontré uno mío —recordó—. Era
Estafen
. Me resultó muy raro, porque yo hacía ediciones sólo para los amigos. Cuando lo abrí, encontré con sorpresa la dedicatoria —me miró con una sonrisa—. ¡Era el libro que le había regalado a Borges!

—¿Borges había vendido su libro?

—No lo culpo —me dijo, irónico—: estaría necesitado.

—¿Y usted alguna vez se lo reprochó?

—No —pareció espantarse—. Eso no hubiera sido diplomático… Hice algo peor —y le brillaron los ojos como a un chico—. Compré el libro, me volví para casa, y se lo mandé otra vez de regalo. Abajo de la primera dedicatoria, escribí otra: ‘Con renovado afecto, Juan Filloy’.

Muchos años después supe que el cordobés contaba ese chiste siempre que alguien le preguntaba por Borges, y todavía más tarde un amigo muy culto me descubrió que la verdadera anécdota le pertenecía a Bernard Shaw, quien dedicó un libro a un amigo con una frase muy parecida
(To with esteem, George Bernard Shaw),
y lo volvió a enviar años después, tras encontrarlo en una librería de usados, con esta otra:
With renewed esteem, George Bernard Shaw.
El hecho se narra en el volumen
Ex libris: confessions of a common reader
de Anne Fadiman y es posible que Filloy haya copiado la idea para divertirse, pues al narrarme el hecho reía como un caballo blanco, me mostraba una dentadura postiza perfecta y parecía a punto de morderme de alegría. Era un hombre increíblemente robusto; los años se le notaban en el cuerpo, pero no en la cabeza. Durante la charla me trató siempre de usted.

—¿Usted lee a sus contemporáneos? —preguntó más tarde, y me miró muy serio—. ¿Qué es lo bueno, ahora?

Con ingenuidad, o con desparpajo, le recomendé leer a Paul Auster.

—No, no —movió la cabeza, negando, y los pelos de las orejas le bailaron como dos manubrios de algodón—. Era por saber nomás. A esta altura no puedo arriesgarme con lecturas nuevas. Ya me estoy haciendo viejo, y tengo que ir a lo seguro.

Me repitió, sin vergüenza, lo que no se cansaba de decirle a todo cristo desde hacía ya mucho tiempo: que quería ser el único escritor del mundo en vivir tres siglos:

—Nací en el diecinueve —enumeró—, estamos en el veinte, y no tengo interés en morirme hasta el veintiuno.

Deseé con todas las fuerzas de mi alma que pudiese conseguirlo, y se lo dije. Envalentonado, porque el tema lo había sacado él, me animé entonces a preguntarle por el secreto de su juventud eterna. Cómo había sido capaz de vivir tanto y de tener, además, las ilusiones intactas. Yo había leído algunas entrevistas a don Juan, y estaba bastante seguro que me hablaría del automóvil; deseaba, además, que me contase la teoría del automóvil. Estaba yo frente a un hombre que no se había subido jamás a un coche, y muchas veces, en conferencias o en reportajes, había dicho que caminar dos leguas al día era el truco para vivir mucho tiempo. Una vez le había confesado a Ricardo Zelarrayan que el coche era un instrumento mortífero, porque por su culpa el hombre perdía el hábito de caminar. ¿Usted ha visto la gente que anda en automóvil? Son culones y tienen la cintura pesada, decía. Pero aquella mañana no me explicó la misma historia. Me dio una explicación diferente sobre su longevidad.

Después de mi pregunta, Juan Filloy se levantó despacio y salió de la habitación. No le costaba andar, pero sí incorporarse. Volvió un rato después con un álbum y un periódico. Buscó una foto en el álbum y me la mostró. Era, me dijo, un daguerrotipo, la prehistoria de las fotografías. Vi a unos quince o veinte escolares de seis o siete años, posando en la escuela rural General Belgrano.

—¿Usted podría adivinar cuál soy yo? —me retó.

Hice dos intentos fallidos, señalando cabezas de niños idénticos, mientras él me miraba con picardía y negaba. Me rendí. Entonces, sin señalar a ninguno, me dio una pista muy fácil:

—Si se fija bien, uno solo de estos querubes está sonriendo —era verdad: había un niño, un poco cabezón, a la izquierda de la imagen, que miraba la cámara con alegría; los demás, en cambio, parecían espantados.

—Ahora mire esta otra foto —me dijo, y me mostró una página cultural de
La voz del interior
, con fecha de esa misma mañana.

Estaba él, don Juan, junto a tres o cuatro viejas decrépitas, el gobernador Angeloz y un poeta de Buenos Aires de apellido Redondo, en un homenaje que le hacían por su centenario, en la Gobernación.

—Ésta es la última foto que me han hecho hasta el momento —y se señaló con el dedo en el papel impreso—. ¿Ve? También soy el único que está sonriendo, mezclado entre toda esa gente tan triste. Yo siempre soy el que se ríe en medio de la solemnidad… Ahí lo tiene, al truco.

Me hubiera gustado tener ahí mismo, en la mochila de viajero, mi fotografía de primer grado en la Escuela N° 1, la que ilustra ahora este libro. Tenerla a mano para mostrársela a Juan Filloy, para preguntarle si una mueca desesperada entre cuarenta chicos mercedinos valía lo mismo que una sola sonrisa entre veinte espantos cordobeses. Me hubiera gustado decirle que yo era el pibe que arruinaba las fotos, y que a veces sentía que seguía siéndolo. Pero no le dije nada. Hablamos de otras cosas que ahora se me escapan de la memoria.

El reportaje completo apareció, en agosto de aquel año, en el semanario mercedino
Protagonistas,
pero yo estoy lejos como para consultar esa fuente y compartir aquí otros pasajes. Narro estos fragmentos porque los tengo grabados en la memoria, igual que aquella época irrepetible en la que vi, por única vez en la vida, a todo un pueblo llorar en las calles y en los bares por culpa del resultado de un
dopping.

Seis años después decidí hacer otro viaje. Uno más largo, intercontinental, definitivo. Un viaje que me llevaría, quizás, al amor final y a la construcción de una familia. La tarde del quince de julio le dije a Cristina que me iría con ella a vivir a Barcelona. Ni ella ni yo sospechábamos que, no mucho más tarde, la aparición de Nina iba a convertirnos en las personas más felices del mundo. Pero hubo una señal aquel día. La tarde del quince de julio del año dos mil, mientras yo hacía mis nuevos planes, el único escritor que había logrado vivir tres siglos, un hombre sereno como las canciones lentas, murió mientras dormía la siesta, a punto de cumplir ciento seis años. Entre mi visita y su muerte, él había escrito tres novelas más, todas con títulos de siete letras.

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