En la vida de todos los días cambio mis costumbres. De golpe y porrazo quiero ir a hacer los mandados siempre yo, para quedarme con el cambio. Olfateo la presencia del dinero, lo necesito para comprar figuritas. Chichita le dice a mi papá, por ejemplo:
—Roberto, andá acá enfrente y comprame un calditos knor.
—¡Voy yo! —grito—. ¡Dejá que voy yo, que papá está ocupado!
Todos están felices con mi nueva personalidad. Empiezo a ser el hijo que habían soñado tener. Cuando no hay nada que comprar en casa, me voy a lo de mi abuela Chola y le toco el timbre con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Querés que te haga los mandados, abuela Chola?
Si me pide un kilo de pan, le compro tres cuartos. Si me pide leche, le compro
La Vascongada
que es más barata. Me quedo con las monedas; me compro figuritas. Y así muchos días. Pero la tarántula no aparece.
Al tiempo, además, me voy poniendo flaco. Es normal, porque hace más de un mes que no pruebo un sugus, ni un jack, ni una mielcita, ni una gallinita, ni un chicle jirafa. Nada. Todo lo que tengo me lo gasto en figuritas. Compro de a cuatro, de a seis paquetes. El kiosquero Pisoni se está construyendo la pieza de arriba gracias a mí.
A la tarde me encierro y doy vuelta las páginas del álbum. Están todas pegoteadas de plasticola, todos los agujeros llenos, menos uno. Voy pasando las hojas que están completas y sonrío triunfal. La mayoría de las figuritas tiene una historia: la cebra me la gané al chupi en el recreo, el ornitorrinco me lo regaló mi primo de San Isidro, la anguila eléctrica se la afané a Agustín Felli cuando se durmió. Miro el álbum con orgullo, hasta que llego a la hoja que me avergüenza. La hoja donde hay un hueco que dice:
N° 54. La tarántula (eurypelma californica).
Un fin de semana por medio vamos a San Isidro a visitar a mis abuelos ricos. Me gusta ir, me gusta muchísimo ir porque me dan plata. Pero no la plata común que existe en Mercedes. Me dan billetes que acá no hay, como por ejemplo un verde. El año pasado que tomé la comunión, me dieron un rojo, que mi papá no lo había visto nunca. Acá en Mercedes solamente te dan monedas, y si te sacás un sobresaliente con signo te dan un marrón. Con un marrón te comprás cuatro paquetes. Pero con un verde te comprás veinte paquetes. Es decir, cien figuritas. Mi sueño es tener un rojo y gastármelo de golpe en cuarenta paquetes. Eso es doscientas figuritas. Pienso que si te comprás doscientas figuritas, así de golpe, te tiene que aparecer la tarántula, por lo menos cuatro veces.
Cuando volvemos de San Isidro vengo en el auto apretando un verde que me dio mi abuelo Marcos, que es mi abuelo rico. Paramos en la casa de unos amigos que viven en la ruta. El hijo, Sebastián, me dice que el mayor de los Zanotti, que vive al lado, se sacó la tarántula dos veces. Me lo dice con los ojos grandes, porque es lo más importante que le pasó en la vida. No al de Zanotti, a Sebastián.
—¿De verdad se la sacó dos veces?
—Sí. Y con una llenó el álbum y ya tiene la pelota de cuero.
—¿Y con la otra qué hizo?
—A la otra la vende.
—¿Qué pide?
—Pide dos rojos. Pero si sos una chica, pide que le mostrés la concha.
Yo no tengo ni concha ni dos rojos, así que me vuelvo a casa odiando al de Zanotti. Pero también vuelvo a casa pensando que es posible, que la tarántula existe. Que no es un invento para que compres figuritas, como dice mi papá. Ese dato, que alguien de Mercedes se sacó la tarántula, me vuelve mucho más compulsivo.
Al otro día respiro hondo y me gasto el verde entero en figuritas. Pisoni, el kiosquero, me quiere a mí más que a la esposa. Incluso me deja ver al trasluz los paquetes antes de comprarlos. Pero no se ve nada. No se ve un carajo al trasluz. Por el camino voy abriendo los paquetes que me compré y voy diciendo en voz baja
la tengo, la tengo, la tengo, la tengo, la tengo, la tengo…
Me dejo tres paquetes sin abrir, para después de comer. De esa manera sigo teniendo algo por lo que vivir.
Ceno sin pensar, sin disfrutar, sin levantar los ojos del plato. Me preguntan qué me pasa. No contesto. Antes del postre me voy a la pieza y abro los paquetes que me faltan. La jirafa puta aparece siempre. Estoy harto de ver la jirafa. También sale la boa. Y la figurita que más odio de todas las repetidas es el ciempiés, porque cuando la vas sacando de a poquito, cuando vas orejeando para darle suspenso, te da la sensación óptica de que es la tarántula. Entonces el corazón te empieza a latir fuerte, pero enseguida sale entera y es el ciempiés. La tengo repetida cuarenta veces al ciempiés. Pero de la tarántula, otra vez, no hay noticias.
A la mañana del otro día mi mamá me pregunta qué pienso hacer con la plata que me dio mi abuelo en San Isidro. Me dice:
—Qué te parece si te compramos unas zapatillas en
El Revoltoso.
Le digo que me parece muy bien, pero que la plata se me acabó. Mi mamá se pone a llorar. Siempre llora cuando menos te lo esperás. También te pega cuando menos te lo esperás. Cuando te pega es porque te mandaste una cagada normal. Pero cuando directamente llora, es porque te mandaste una cagada gigante. Me dice que soy un imbécil, empieza a buscar el álbum del
Reino Animal
para romperlo. Me dice que la tengo recontra podrida.
—¿Cómo te vas a gastar cincuenta mil pesos en figuritas, anormal? —me dice llorando—. ¿Vos sabés cuánto gana tu padre?
Cuando mi mamá llora está más o menos tranquila porque se preocupa de llorar y de que no se le vaya la pintura. Pero cuando para de llorar empieza a acordarse de por qué la hiciste llorar, y ahí lo mejor es que te escondás porque no te faja despacio. Te faja a lo loco. A lo loco es cuando te faja repitiendo la misma frase mientras te va pegando:
—¿Vos sabés
(zácate)
cuánto gana
(zácate)
tu padre
(zácate)?
—así te pega Chichita, y va repitiendo el ritmo: sujeto, chancletazo; predicado, sopapo; objeto directo, chancletazo. Y no te queda otra que hacerte un bollo y esperar que se le acabe la bronca, que es más o menos en el estribillo catorce.
Al final me voy a llorar a la pieza. Lloro un poco porque me duele, pero más que nada porque es medio humillante que te pegue una mujer. Yo tengo un par de amigos a los que les pega el padre, y me parece más sensato. Ellos dicen que no, que yo lo que tengo es suerte, y me muestran las marcas. En casa mi papá no me pega nunca. Lo que hace es venir a la pieza después de que me pega mi mamá. Viene y trata de explicarme por qué me fajaron. Lo hace medio en voz baja, porque le da miedo de que mi mamá también lo faje a él:
—Un poco tiene de razón —me dice Roberto—. No podés gastarte tanta plata en boludeces.
—No son boludeces, son figuritas —hablar llorando es dificilísimo, porque tenés que estar boca abajo y la almohada mojada te hace como un eco y parece la voz de Carozo, el amigo de Narizota.
—Te podés comprar un paquete, dos paquetes —dice mi papá, que es contador—, lo demás lo tenés que ahorrar. En la libreta de ahorro no tenés nada.
—Me falta una sola —digo llorando—, la tarántula…
—Con más razón. Cuantas menos figuritas te faltan, las posibilidades de que te salga la que querés es menor.
—¡Por eso compro muchos paquetes! —le digo a la mitad de un puchero—. ¿Te pensás que soy tarado?
—¿No te das cuenta de que con la plata que te gastaste en figuritas te podrías haber comprado dos pelotas de cuero por semana?
No señor. No hay diferencia entre esa pregunta y la que le hago yo a la Nina cuando vuelve del jardín. “¿Jugaste con los chicos, ya tenés una mejor amiga?”. Supongo que los padres que han sido felices cerrando un balance sin errores pretenden hijos que aprendan pronto a sumar y multiplicar. Y los que han sido felices con la música hacen lo posible por darles a los suyos un entorno lleno de pianolas. El amor funciona de ese modo. También la voluntad y el deseo. A mí me tocó ser feliz gracias a que conversé toda la vida con la misma gente. Y a mis obsesiones cambiantes. Cuando se me acabó el berretín de la tarántula empecé a leer, a escondidas, la revista
Humor.
No me ocultaba porque estuviésemos en una dictadura y los textos de
Humor
fuesen subversivos, sino porque entonces yo tenía diez años y en esas páginas quincenales había dibujos de mujeres desnudas y bastantes malas palabras. Cada cual tiene su pequeño gobierno militar, y a mí el coronel Chichita me producía más temor que el general Galtieri.
Las revistas infantiles de entonces
—Billiken
y
Anteojito—
trataban a los niños como si fuesen disminuidos mentales, pero en casa recibíamos ambas, porque mi madre creía que troquelar cabildos de cartón podía ser útil para mi futuro. Por suerte, en el negocio de canje de la calle 32 te daban una revista
Humor
vieja por dos números nuevos de
Billiken
o
Anteojito.
De este modo conocí a mis primeros dibujantes favoritos, y también supe que los periodistas y los escritores serios podían también ser graciosos y hacer enojar a los malos con buenos chistes por la espalda.
Todos ellos, una tarde cualquiera en mitad de la guerra de las islas Malvinas, tuvieron una idea genial: hacer una revista como la transgresora
Humor,
pero para chicos. Y entonces nació
Humi,
que no traía ilustraciones de próceres en la tapa, sino que se burlaba de las cantantes infantiles de la época. Sátira e ironía para niños astutos, en lugar de fechas memorizadas o historietas rancias. El proyecto fue un fracaso y duró muy poco, porque los padres preferían seguir comprándole, a sus hijos, cabildos para troquelar.
Durante las pocas ediciones que duró el encanto de
Humi,
yo fui un fanático de aquella revista infantil. Devoraba cada página, hacía guardia en el kiosco cada tarde para saber si había llegado el último ejemplar (el kiosquero Pisoni volvía a creer en mí) y después me pasaba semanas enteras leyendo y releyendo cada artículo, cada viñeta; me gustaba el olor de esa revista y todo lo que nos decía. Me fascinaba, sobre todo, que los mismos dibujantes y guionistas de
Humor
(las mismas firmas subversivas) tuvieran tiempo también para conversar con gente de diez años. Y, además, no tenía que esconderme de Chichita para leerlos, porque me hablaban a mí; me hablaban directamente a los ojos.
Esa cercanía, esa amistad a destiempo, me dio valentía para enviarles una carta agradeciéndoles el esfuerzo. No recuerdo esa carta, seguramente escrita en la
Léxicon
de Roberto y llena de faltas o borrones. Al final de la hoja, ya más distendido, les dejaba el chiste del campesino que cierra la tranquera para que no entre el aire. Envié el sobre con emoción, pero también con pocas esperanzas. Sin embargo, cuando recibí de manos del kiosquero el número tres de la publicación, quince días más tarde, allí estaba mi chiste.
Era la primera vez que veía mi nombre impreso. Y ese momento, ahora estoy seguro, fue el resorte inicial, el punto de partida de mi oficio. No lo supe entonces, tampoco lo analicé más tarde. Lo supe cuando Natalia Méndez, una editora de libros infantiles, preparaba un trabajo universitario y encontró —en la página cinco de una
Humi
fechada en septiembre de 1982— aquel chiste firmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escaneó la página y me la envió por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que había estado escondido y a oscuras, en el sótano de mi memoria, durante veinticinco años.
Descubrí la raíz de mi vocación cuando vi esa página amarillenta, que había dormido tantos años en alguna hemeroteca de Buenos Aires. Me sorprendió, antes que todo, haber olvidado por completo aquel suceso fundamental de mi infancia. ¿Por qué no lo recordé nunca antes del mail de Natalia? ¿Y por qué, al recordarlo ahora de repente, han regresado también tantas otras cosas alrededor de ese acontecimiento, tantos detalles y relieves, e incluso la certeza de que aquél fue un momento esencial de mi vida y de mi futuro?
Ahora, que existe el
word
y la impresora, ver tu nombre impreso en papel es fácil y es también aburrido. Pero entonces era casi un prodigio. Muchos sucesos encadenados debían ocurrir, y además era preciso que ocurriesen de un modo correcto y sincronizado. Desde el momento en que yo dejaba una carta en el correo con un chiste dentro, y hasta la tarde que la revista llegaba a mis manos con el chiste impreso, eran tantas las cosas que tenían que pasar, tanta la suerte y el azar, que yo no creía que pudiera ser posible. El cartero no debía equivocarse ni la carta perderse entre miles, alguien debía abrirla y no echarla al cesto de basura, y, sobre todo, unos señores a los que yo admiraba debían leer la carta y gustarle el chiste. Después de eso, que ya era de por sí improbable, un tipógrafo debía seleccionar las letras de mi chiste y de mi nombre, y un imprentero multiplicar esa página, y unos obreros intercalar los pliegos pares con los impares, y un distribuidor repartir la revista por todo el país, y un camión nocturno llegar a Mercedes, y el kiosquero Pisoni darme un ejemplar, y yo ir hasta la página cinco y ver allí mi chiste. Y mi nombre.
Todo eso había ocurrido en secreto, durante veinte días hábiles del año 1982. Todas aquellas magias habían sucedido sin distracciones ni baches ni excusas, con la serenidad de los milagros cotidianos. Y entonces yo supe, con toda la fuerza de mi alma, que ésas eran las cosas que debían ocurrirme muchas otras veces en la vida. No fue un deseo, sino una certeza extraña y conmovedora.
Yo tenía once años. Comenzaba a estar obsesionado con escribir cosas que aparecieran después en un papel lejano, compuesto por otros, multiplicado por otros, distribuido por otros.
Leído
por otros. ¿Cómo pude haber olvidado aquella primera emoción hasta el mail de Natalia Méndez, si de esa emoción surjo, si de esa obsesión estuvieron diseñados, después, todos mis pasos en la vida, cada uno de mis insomnios de tinta y de papel, y mis patologías, y mis incertidumbres y mis cuentos?
Desde aquel día todo fue más fácil, porque por fin supe qué hacer con mis pasiones, supe a dónde tenían que ir a parar. Desde aquella tarde no pude dejar de escribir, no quise dejar de hacerlo nunca más. Mi padre se dio cuenta del asunto y habló con su amigo Bustos Berrondo, que dirigía un diario en Mercedes. Le pidió un favor complicado que, por suerte, el amigo de mi padre aceptó. Fue así como a los trece años tuve mi primer trabajo de periodista, cubriendo la liga de básquet para el diario
El Oeste.
Y me pagaban. Todavía me sigue pareciendo increíble esa carambola: Roberto había logrado unir sus dos pasiones (la contabilidad y los deportes) fomentando al mismo tiempo mi única pasión. Ojalá yo tenga esa suerte con la Nina. Ojalá los milagros ocurran de ese modo.