Me miró con odio y rompió la foto del Club, y el sobre, en cuatro pedazos:
—¿Otra vez? —me dijo, desesperada—. ¿Otra vez me hacés hacer pasar vergüenza adelante de todo el pueblo?
Y empezó a pegarme otra vez.
Bajo las sábanas, y con las manos cubriéndome la cabeza, pensé en suicidarme para que mi madre escarmentara.
No era la primera vez que pensaba en la muerte. También fantaseaba con encerrarme a oscuras en el
rincón blanco,
con una manzana, y ver cuánto tardaba en morirme de hambre. Los chicos de siete, o de ocho años, nunca quieren suicidarse. Sueñan en realidad con la carta que van a dejar, con el llanto posterior de la madre, con ese remordimiento dulce. Le había pasado a Tom Sawyer. Le había pasado a Huck… Mark Twain me entendía mucho mejor que Chichita, pensaba yo mientras Chichita me seguía pegando bajo la manta. Mark Twain era un monstruo enorme, un viejo loco que sabía mejor que ningún adulto con qué fantasea un chico de diez años. Yo quería fingirme muerto para ver cuál era la reacción de mi familia. Mil veces había soñado con aquello. O perderme una isla desierta junto a mi mejor amigo el Chiri, y fumar los dos en pipa, y comer lo que se cayera de los árboles. Navegar en una balsa de madera con un negro loco. Encontrar un montón de monedas robadas y ser el héroe del pueblo. Conversar toda la noche de cosas graciosas, o de asuntos de miedo, con unos viejos barbudos llegados del mar. Odiar la escuela tanto como querer aprender todo de golpe, pero de otra forma. Y hasta quemar los libros de la escuela. A los once años yo no veía la hora de encontrarme con alguien que me hablara despacio, sin palizas, y con las palabras de los libros de Mark Twain. No sabía que aquélla no era una jerga gloriosa de libertad, sino la resaca de las malas traducciones españolas. Pero en las charlas corrientes yo decía
la mar,
y también decía
pasta,
y de noche soñaba con el ruido del Mississippi, y envidiaba la suerte de los chicos que tenían a la vuelta de casa un río con tanta consonante doble —mi río Luján sólo tenía cinco letras— y con tanto esclavo escapando de los campos de algodón.
Pero en mi infancia no había esclavos, ni niños que, como Huck, vivieran en la calle. En Mercedes había locos y mendigos, pero casi todos, cuando llegaba la noche, tenían un techo. Solamente la loca Raquel dormía a la intemperie, eso al menos había escuchado yo. Raquel, de todas formas, no era aventurera como el negro Jim, ni peligrosa como el Indio Joe; era más bien una excentricidad del barrio. De todos modos Chichita se ponía en alerta máxima
—¡Hernán, metete para adentro!—
cuando la loca se acercaba demasiado.
Sus rarezas eran dos: iba vestida de maestra cuando no lo era, y se desvestía en la calle para ponerse el guardapolvo del colegio. Por lo demás, la Loca Raquel era inofensiva y mi madre sólo me resguardaba por temor a que yo pudiera verla sin ropa. Me resguardó bastante mal, porque fue la primera mujer desnuda que vi en la vida.
La primera vez que la vi yo tenía cinco años y esperaba en la vereda a que Roberto sacara el coche del garaje para llevarme al Jardín. Hacía un frío con escarcha, pero Raquel se puso atrás de un árbol y se quitó el vestido por la cabeza, de un solo movimiento, como si fuera una tarde de verano. El momento fue intenso y memorable. Me quedé hipnotizado viéndole las tetas caídas, el matorral esponjoso, las estrías, los brazos blancos como la leche. Pero no fue la palidez del secreto lo que me impresionó.
—¡Hernán, metete para adentro!
Yo miraba otra cosa en el cuerpo de la mujer cuando Chichita se acercó a la Loca y la espantó como si fuese un perro, es decir, diciendo tres o cuatro veces la palabra
juira
y haciendo ondular un repasador. Era otra cosa lo que me dejó boquiabierto. Más tarde, en el coche, Chichita me preguntó qué había visto y yo le dije que nada.
—Nada cómo.
—No vi nada, mamá.
Pero no era cierto. Yo había visto
algo
en la Loca Raquel. Lo único que me llamó la atención de su cuerpo, lo que sigue en mi memoria después de tantos años, fue la tremenda cicatriz de una cesárea que le partía la barriga en dos mitades.
Al rato escuché, sin querer, una conversación entre mis padres sobre la Loca Raquel. Chichita le decía a Roberto:
—La pobre mujer está así porque el marido la traicionó —y yo entendí que hablaban sobre aquella herida horrible. Y por eso, desde aquella mañana, la palabra
traición
significó, para mí, un tajo de cuchillo en el abdomen.
No era la primera vez que entendía mal las palabras. De chico yo tenía dos enormes desperfectos: uno era el problema de las muecas en las fotografías, y el otro era que me gustaba oír a los adultos cuando susurraban y sacar mis propias conclusiones. A raíz de esta mala mezcla siempre confundí todas las cosas. Me gustaba saltar al vacío de las definiciones sin saber si abajo había agua. Por inseguridad supongo, pero también por orgullo, sospechaba significados rocambolescos y los daba por buenos. También creí, durante años, que
el orgasmo
era un pianito eléctrico que mi tía Luisa no había tenido nunca.
Estos errores, casi siempre, se desvanecían gracias a un sopapo no esperado. El problema de las palabras malentendidas no estaba en acuñar un falso significado, sino en utilizarlas en una frase cualquiera, días o meses más tarde. Por ejemplo, en la vidriera de una casa de música:
—¿Querés o no querés que te compre el acordeón a piano?
—No, mamá. Prefiero tener un orgasmo.
¡Zácate!
Y cuando no era una cachetada era todavía peor, porque entonces mi familia me confundía con un poeta temprano, con una especie de prodigio de las palabras:
—Decile a la abuela Chola que venga al comedor.
—Ahora no puede, está traicionando a un chancho.
Con el tiempo, la escuela primaria y los diccionarios Sopena me descubrieron el verdadero significado de algunas palabras complicadas. Pero en otros asuntos yo seguía siendo muy ingenuo. Los chicos curiosos somos desordenados en la prioridad de los descubrimientos. Es posible que conozcamos los nombres y la ubicación de todos los dientes, pero al mismo tiempo creamos en el ratón invisible que nos pone un billete bajo la almohada.
A los nueve años yo ya conocía algunas definiciones estrafalarias pero, qué paradoja, aún no sabía que los Reyes Magos eran Roberto y Chichita. Sospechaba que había gato encerrado, un trasfondo secreto, pero no lograba entender qué era. Era imposible que tres personas subidas a tres camellos pudieran entregar miles de regalos al mismo tiempo en Mercedes, San Isidro y Mar del Plata (mis únicas ciudades conocidas), pero también eran imposibles muchas otras cuestiones.
Una cosa es comprender, por ejemplo, qué dice el diccionario sobre el vocablo
traición,
y otra cosa mucho más pedagógica es sentir cada letra en la nuca. Cuando Agustín Felli, en el recreo, me contó la verdad sobre los Reyes, sentí el peso multiplicado de la palabra. No me sentí traicionado una, sino siete veces. Mis padres me habían engañado año tras año, desde el setenta y tres a la fecha, como si yo fuese una paloma muerta que los caminantes pisan y pisan y pisan durante una marcha por los derechos del animal.
Si los Reyes no existían, ¿qué habían sido entonces aquellas noches en vela? Recuperé en mi cabeza imágenes felices que, de repente, se convertían en humillaciones del pasado: mi papá llevándome a la quinta a buscar pasto y agua, mi mamá fingiendo sorpresa al verme abrir un paquete que ella misma había envuelto, ambos diciendo haber oído las pisadas de los camellos; todos, absolutamente todos los veranos de enero habían sido una mentira.
La traición es un terremoto en los cimientos del pasado, una segunda versión de tu propia historia que desconocías y que alguien (el traidor) ha modificado para que sientas vergüenza y te conviertas en un imbécil en diferido. La traición nunca ocurre ahora, en el momento, sino antes. Las manchas del recuerdo en la alfombra son quienes te señalan la ofensa. Si no tuviéramos memoria nadie podría sernos infiel, ni desleal, ni traicionarnos.
Un chico que descubre la profundidad de la traición se queda, de golpe, solo en medio de una casa llena de juguetes sin pilas. Si los Reyes, que eran algo trascendental, no existen, entonces
puede
que no existan muchas otras cosas. La traición nunca viene sola: la escoltan, bravuconas y serviles, la sospecha y la incredulidad. ¿Seré adoptado? ¿Mi abuela también serán los padres? ¿Existe Mario Alberto Kempes, Dios, el carnicero Antonio, las milanesas con papas? ¿Cuánto más me han engañado y han reído a mis espaldas?
Yo cantaba tangos a los gritos. Yo decía “arácnido en tu pelo” en
El día que me quieras;
y decía “el pintor escobroche” en la segunda estrofa de
Siga el Corso.
Cuando supe que esas letras no eran tales, que eran otras, tuve vergüenza de mi pasado cantor, de todas las veces que los grandes me habían oído desafinar y habían reído a mi costa sin marcar nunca el error, para poder seguir riendo en el futuro. ¿Cuántas veces me quedé esperando insomne en la noche, para oír las pisadas de los camellos en el patio, y ellos también reían?
La traición siempre es un descubrimiento tardío, pero es la infancia donde ocurre por primera vez. Las demás traiciones de la vida solamente son ecos de una primera. El cornudo que descubre a la mujer en la cama con otro se duele, antes que nada, de su infancia dolorida, de los pequeños detalles del pasado, y no tanto por el delito que ve con sus ojos. No, yo no estaba equivocado a los cinco años: la traición sí es el tajo de un cuchillo en el abdomen, una puñalada que puede volverte loco como a la Loca Raquel, y dejarte desnudo para siempre atrás de un árbol.
El escritor puede fingir que escribe sobre lo que le ha ocurrido ayer, pero siempre está hablando de la primera traición de su infancia. Lo monstruoso del engaño es que el ayer se derrumba —sí, también el futuro, pero no está allí el epicentro del dolor—; se derrumba lo que creíamos blanco, se ensucia en la memoria, y nos sentimos estúpidos en el ayer, pobres diablos en la percepción del otro, que reía y nos veía reír, que juraba haber oído los pasos de unos camellos o juraba llegar tarde del trabajo cuando en realidad regresaba de un hotel. Por eso me fascinaban las historias en donde las personas debían ingeniárselas con poco para lograr felicidades breves. Por eso me gustaba Twain.
Salgari y Verne, en cambio, me parecían ostentosos: demasiadas armas de fuego, demasiados aparatos raros para intentar divertirme. Lo que al
Tigre de la Malasia
le costaba una semana de andar por el desierto a caballo matando gente con su cuchillo de filo triple, el detective de Baker Street lo resolvía mirando el barro en los zapatos del que uno menos se esperaba fuese el asesino de la millonaria. Lo que a Phileas Fogg le resultaba tan agotador y nómada, tan engorroso y descriptivo, Tom y Huck lo solucionaban en un
tris
(misteriosa sílaba que quería decir periquete), simplemente maullando en código desde el bosque para que nadie supiera que se trataba de una conversación secreta entre ellos.
Nada de artilugios ni de globos aerostáticos para dar la vuelta al mundo en tiempo récord; ésos eran medios mecánicos para dar con fines pretenciosos. En las historias de mis libros debía haber personas normales que descubrieran la verdad casualmente —los reyes son los padres, Hernán; la traición es la herida que una loca tiene en la panza— y que esa verdad los llevara a la consumación de la dicha. Porque en realidad, pensaba yo,
no vale nada, Tom, lo que no cueste un poco conseguir.
Por eso me decepcionó la historia en que Sherlock y Watson debieron usar armas de fuego para resolver uno de sus casos. Me parecieron, ambos, tan falsos como la segunda época de Tom y Jerry (cuando usaban moñito y eran amigos; cuando ya no los dibujaba el dibujante de siempre sino un tipo que trazaba líneas más modernas). Holmes, el viejo astuto que podía entrever la vida entera de la víctima sólo husmeando con su lupa un pedazo de uña en la oscuridad de la morgue, no tenía por qué empuñar una
browning,
por más perfecta que fuese la ingeniería de su mecanismo, ni por más peligroso que pareciera su adversario. Arthur Conan, que me perdone, en esa historia se había vendido al capitalismo.
¿No había sido ese mismo Doyle quien le había hecho decir a Sherlock —en una hermosa historia corta de unos años antes— que “el mejor arma que tiene un hombre es pensar cinco minutos más, allí donde los demás suponen que ya no hay nada que pensar”? Que usaran pistolas, estiletes y dagas persas los mamarrachos que inventaba Salgari. Yo sabía que había chicos que se devoraban esos libros. Pero esos chicos no iban a ser mis amigos, ni habrían sido nunca amigos de Huck, o del Chiri. Era como si Tom Sawyer hubiera resuelto el asunto de la cerca de la tía Polly tomando por rehenes a sus compañeros y amenazándolos de muerte si no acababan de pintar antes de que cayera el juez. Era como si Laura Ingalls, en lugar de esperar a que Almanso apareciera mágicamente en su vida, se hubiera casado con el menor de los Olsen para heredar alguna vez el minimercado.
¡Sherlock Holmes, el hombre más avispado de todo Londres, el que dejaba pagando a los gorilas del Scotland Yard, el que no temía entrar de noche a los suburbios de Witchappell, usando una pistola…, habrase visto! Yo creo que ahí dejé de leer la saga. Y empecé a engañar a Doyle con el padre Brown de Chesterton, y con el Hércules Poirot de Aghata Christie (la vieja Marple tanto no me gustaba). Y también me parece que por ese tiempo fue que una noche, en la habitación de arriba de mi casa en Mercedes, leí también
El gato negro
y
Los crímenes de la calle Morgue,
pensando que seguía leyendo libros de misterio corrientes, sin darme mucha cuenta que esa vez sí, silenciosamente, estaba leyendo literatura.
Los principios de los cuentos de Poe no tenían nada que ver con todo lo leído hasta entonces. Si hasta allí las historias empezaban directamente, incluso hasta con una raya de diálogo y un planteo lineal, Edgar acababa de descubrirme otra manera de envolverme: diciendo la verdad desde el principio, escribiendo cosas como
bueno, está bien, para empezar debo decir que estoy loco y que voy a matar a ese viejo sin ningún motivo.
Y en el segundo párrafo yo empezaba a darme cuenta que la locura no consistía en la levedad de escapar de casa por la noche con el Chiri, ni asustarme con los sonidos secretos de los animales del bosque sino, por ejemplo, emparedar a tu esposa en una columna del sótano y esperar a que llegue la policía a preguntar cosas inquietantes. O saber, de golpe, que muchas veces hay misterios que traspasan la lógica cartesiana de Holmes (e incluso la futurología de Verne) y que sólo se pueden explicar desde los parámetros de la locura, el delirio y la traición.