El pibe que arruinaba las fotos (3 page)

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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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—La pobre mujer está así porque el marido la traicionó
—había explicado unos años antes Chichita, sobre la Loca Raquel. Por eso se desvestía detrás de los árboles. El tajo era únicamente una cesárea.

Las palabras volvían a tener sentido gracias a Poe. En sus libros, un loco te explica con su fría coherencia por qué comienza a sentir los latidos del corazón de un muerto, y uno no puede más que aceptar que un muerto, enterrado a dos metros bajo la madera de la habitación de su verdugo, puede muy bien empezar a hacer saltar los postigos de las ventanas con su sola presencia. Muy bien podía ser. Era imposible pero era probable, ¿o no me pasaba algo parecido cuando le falsificaba la firma de Chichita en el boletín, de regreso a casa después de la escuela? ¿No almorzaba yo también mirando nada más que el plato, invadido por la extraña sombra de la culpa, aunque la sombra fuese invisible o sólo visible para mí? ¿No se me pasaba por la cabeza que la directora de la escuela ya había llamado a casa por la mañana y que ya toda mi familia estaba enterada del fraude, y que nadie decía nada solamente para gozar un poco más con mi sufrimiento? ¿No se me atoraban las albóndigas en la garganta como si quisiera llorar por una bofetada que nadie me había dado todavía?

El miedo real, el liso y llano, el que nada tenía que ver con las cosas de este mundo, empezaba a invadirme por obra y gracia de los nuevos libros. Y después nada me haría conciliar el sueño por la noche, durante muchas noches; pero tampoco podría dejar de leer otra historia, y después otra, y después otra hasta que una tarde me vería obligado a arrancar la primera hoja en blanco del cuaderno de matemáticas y yo también tendría que echar luz sobre mis miedos y mis sueños para que alguien los leyera. La primera necesidad de escribir un cuento. La imperiosa, la dolorosa necesidad, esa semilla, había sido plantada en aquellos primeros años, debajo de una manta, mientras Chichita me castigaba por un crimen que no había cometido.

—¿Otra vez? —repetía, desesperada—. ¿Hasta cuándo? ¡Por el amor de dios, Hernán! ¿Hasta cuándo vas a poner esas caras en las fotos?

Cuando se cansó de sentirse humillada salió de mi cuarto y pegó un portazo seco. A mí me dolía todo el cuerpo y estaba temblando de pánico, pero tuve fuerzas para agacharme a levantar los pedazos de la foto del Club. La recompuse sobre las sábanas, con mucho cuidado, pero no vi nada nuevo. Era la foto que ya había visto en la pizarra: yo estaba sonriendo, con la frente alta, con mi musculosa celeste. Entonces supe la verdad. Aquélla era la primera foto que veía mi madre con mi cara normal. También era la primera vez que yo mismo me veía en una foto sin mis muecas. Era el otoño en que el presidente Videla nos regaló la jaula gigante. Era sábado. Ese día comprendí, por primera vez y para siempre, que la infancia no es una buena época de la vida. Por lo menos no para los chicos feos. Los fotogénicos quizá lo tuvieran un poco mejor.

Chichita siempre daba la impresión de ser la que más sufría por mi culpa. Pero si mirabas bien, si prestabas atención, te dabas cuenta enseguida de que Roberto, en silencio, también estaba asustado. No eran sólo las morisquetas, ni la obesidad incipiente. También le preocupaba que leyera tanto.

Una mañana me lo puso bien claro:

—O tomás la Comunión o vas a Rugby —me dijo—, pero no te quiero los fines de semana leyendo hasta las doce en la cama.

Para la Comunión había que hacer un curso los sábados a las diez de la mañana. Para ir a rugby, también. Las dos cosas eran con pantalón corto y no había que usar el cerebro, por lo que me costó decidir. Hoy hubiera optado por ser católico, pero en la infancia uno siempre se equivoca: elegí ser
rugbier.

Me acuerdo que llegué al Club Mercedes medio dormido, un día espantoso de sol radiante. Me llevaba mi padre de la mano, no por cariño sino por temor a que me escapara corriendo. El profesor de rugby era amigo de Roberto, porque mi padre era amigo de toda la gente que transpiraba por placer. Se llamaba Carlos López Escriva, llevaba un silbato colgado al cuello, una camiseta con las rayas horizontales y en la cara un gesto de militar destituido.

—Acá te traigo el paquete —dijo Roberto, como si yo fuera cinco gramos de cocaína—. A ver si te sirve.

El profesor de rugby me miró la espalda, me arqueó los hombros, me palpó los tobillos y me clavó los ojos.

—¿Cómo te llamás?

Yo parpadeé cuatro veces. En aquella época se me había dado por insultar a la gente en clave Morse, para que nadie se diera cuenta. La clave Morse era un invento mío: tres parpadeos cortos era
‘la puta’
y uno largo
‘que te recontra mil parió’.

—Se llama Hernán y está dormido —dijo Roberto—. ¿Cómo lo ves?

El entrenador me sopesó de arriba abajo:

—Tiene cuerpo de pivote —sentenció.

Por falta de experiencia en deportes y en zoología, imaginé que pivote era un animal patagónico. Debe ser una especie de foca gorda que come algas, deduje. Por lo tanto, la frase
“tiene cuerpo de pivote”
me sonó ofensiva, y parpadeé ocho veces con muchísima rabia. Roberto se fue y López Escriva me presentó al grupo. Eran veinte o treinta chicos, casi todos con cuerpo de pivote. Siempre me resultó espantoso llegar a un lugar donde todos se conocen entre sí. Por suerte había algunos nuevos, y el entrenador nos explicó las reglas del rugby.

En ese tiempo (y yo pensaba esto en lugar de prestar atención al reglamento) en casa había una guerra secreta entre mis padres, y yo era el botín. Todas las actividades extraescolares a las que me mandaba Chichita, para mi papá eran cosa de putos. Entonces él intentaba equilibrarme las hormonas mandándome a prácticas que fuesen cosa de machos.

Por parte de padre yo ya iba a voley, a básquet y a fútbol. Mientras que por parte de madre iba a dibujo, a dactilografía y a piano. Hasta ese sábado mis padres iban tres a tres. Rugby o la Comunión, entonces, debió haber sido una especie de desempate por penales: por eso me hicieron elegir a mí. Ésos eran, más o menos, mis pensamientos, cuando de repente alguien me puso en las manos una pelota ovalada y sonó un silbato. Entonces quince chicos de mi edad, pero mucho más enojados que yo, se me abalanzaron corriendo para matarme. Y yo no tuve otra opción más que salir disparando.

Corrí como un loco, no me acuerdo para dónde ni cuánto. Algunos me querían hacer la traba mortal, otros se habían encaprichado en empujarme con el hombro y morderme. Yo los parpadeaba y corría. En un momento me dejaron de perseguir. El entrenador, entonces, se acercó con una sonrisa enorme y me dijo:

—Impresionante, Casciari. Pero cuando llegás acá, poné la pelota en el pasto. Sino no es válido.

¿No es válido el qué?, pensé ¿El susto? Los demás chicos, los mismos que me habían querido violar un minuto antes, ahora me aplaudían y me palmeaban.

—A ver, vamos de nuevo —dijo López Escriva; yo temblé.

Me pusieron más lejos y me dieron la pelota otra vez. Como es lógico, me asusté mil veces más que antes y salí cortando campo. Esquivé dientes y uñas, botinazos y puños, insultos y envidias, hasta que dejaron de perseguirme. Otra vez me aplaudían y me decían cosas lindas. Cada vez que yo me asustaba, eran seis puntos para mi equipo. (Todavía no logro entender el sistema.) Al final de aquella primera práctica el entrenador me dijo que yo era un
crack,
que había nacido para ese deporte, y me llevó a casa en su coche.

A la semana siguiente pasó lo mismo. Pelota y susto, carrera y puntos. Me decían
El Gordito Veloz
y me invitaban con cocacola en los entretiempos. Pero yo, la verdad, no disfrutaba las mieles de la gloria porque tenía miedo de morirme de un síncope o de una patada. Ésa fue la primera vez que me pasó, pero desde entonces me ocurrió durante toda la adolescencia y la juventud: las cosas que mejor hacía eran las que me asustaban y las que no podía comprender. En las actividades donde realmente disfrutaba era bastante mediocre, nunca
un crack,
nunca nadie me regalaba cocacolas por hacer lo que me gustaba.

Fui seis sábados seguidos a rugby, hasta que una mañana un chico de apellido Moavro me partió el brazo izquierdo. No fue durante los entrenamientos, porque además me arrebató el reloj y la billetera. Fue a la salida del club, en lo que se podría llamar un robo con linchamiento. Pero yo dije en casa que había sido
“en el segundo tiempo de un match muy trabado”.
Utilicé la fractura ósea para convencer a mi papá de que no quería ir más a rugby porque era un deporte brusco de reglas ambiguas. Chichita estuvo de acuerdo.

—Me la van a matar a la criatura —dijo con sabiduría.

Los primeros días que estuve con el yeso no pude ir a ningún lado. Ni a piano, ni a dactilografía, ni a dibujo ni a los otros tres deportes. Me la pasé rascándome el higo con la mano derecha, mirando Patolandia y mojando pan lactal en la leche con Nesquick.

Una tarde preciosa que lloviznaba, aburrido de cargar con el yeso, me puse a escribir por primera vez. Descubrí que escribir era muy parecido a parpadear: podías decir lo que se te ocurriera, también cosas que no eran ciertas o insultos, sin que nadie se diera cuenta de nada. No me salía mal escribir. Pero entonces vino mi mamá, me dijo que para ser católico no me hacían falta todos los brazos, y me mandó a hacer la Comunión.

Tenía ocho años cuando pisé por primera vez los pasillos de aquellos claustros. El mosaico oscuro, las monjas, los cristos colgados y el silencio no indicaban que aquello fuese a resultar mejor que el rugby. Sin embargo fue crucial, porque en esa escuela de futuros católicos estaba el Chiri Basilis, un chico de mi edad con los ojos caídos. Un chico de ocho años que también leía libros y se hacía preguntas extrañas. Ahora han pasado treinta años exactos desde aquel primer día del cursillo apostólico y puedo decir, con una seguridad espantosa, que ése fue el último día de mi vida en que estuve solo.

Desde entonces fuimos amigos, y más tarde hicimos la primaria y la secundaria juntos. En todo ese tiempo, nunca jamás en la reputísima vida caímos en la vulgaridad de festejar el Día del Amigo. Es más, en las épocas en que el Chiri y yo nos pasábamos las tardes conversando, nos inventábamos una excusa para desencontrarnos los veinte de julio. Nos daba vergüenza tener que decirnos “feliz día”, caer en esas extravagancias que se dicen los maricones. Con los cumpleaños nos pasaba más o menos lo mismo. Pero con los veinte de julio muchísimo más.

La exaltación de la amistad ocurría cuando estábamos completamente borrachos, por lo general zigzagueando por la calle Treinta y Uno. Ahí sí sucumbíamos a la tentación de verbalizar dos cosas de los que estábamos convencidos: que no conocíamos a dos tipos más amigos que nosotros (ése era la cosa uno), y que cada uno de los dos era quien era gracias al otro. Yo estaba seguro, y lo estoy todavía —incluso más que antes— de que si no me lo hubiera cruzado al Chiri a los ocho años no sería escritor. No sé qué sería, pero no escritor. Seguramente bajista de rock pesado, o alguna otra cosa donde también esté permitido ser gordo. Pero no escritor.

Cuando Mercedes era un pueblo en donde nos conocíamos todos, yo no me llamaba Hernán. Me llamaba Chiri y el Gordo. Y él se llamaba Chiri y el Gordo también. Eso fue así desde el inicio de los ochenta y durante un montón de años. Éramos una especie de siameses locos, muy respetados por la gente más espantosa del pueblo. Le caíamos bien, generalmente, a los desequilibrados.

Como ocurre en estas clases de amistades absolutas, abríamos la heladera de la casa del otro sin pedir permiso, y eso era porque la casa del otro, o más bien la familia del otro, era también nuestra. El día que nos fuimos de Mercedes a vivir a Buenos Aires, por ejemplo, Chichita le dio más plata a Chiri que a mí. Y un tiempo antes, una tarde en que nos mandamos una cagada en la escuela, la madre del Chiri me pegó un sopapo a mí solo. A él no.

Cuando llegábamos muy borrachos a la mañana, los domingos, el Chiri se comía el desayuno de Roberto y después se quedaba dormido en la mesa de la cocina. Si llegábamos borrachos a su casa, yo le robaba los cigarros al padre de Chiri, y me los fumaba en el garaje. Éramos, se mirara por donde se mirara, los peores hijos del mundo; no por esto que cuento, sino por ochenta cosas que me callo (no quiero hacer de este párrafo una enumeración de anécdotas zafias, solamente quiero que se entienda). Éramos los peores hijos pero, por alguna razón, mis padres al Chiri lo quisieron como si me hubiera llevado por el buen camino, y yo a la vez siempre me sentí querido por los padres del Chiri, incluso en las épocas en que los padres de todo el mundo les decían a sus hijos que no se juntaran conmigo.

Quiero ser objetivo, no sé por qué. No quiero caer en ningún tipo de sensiblería en este punto, y tampoco quiero hacer alarde de una juventud jocosa. Y no quiero porque me he pasado la vida oyendo a los imbéciles contar sucesos de sus juventudes desopilantes, y me he pasado la vida escuchando qué sensible se pone todo el mundo cuando habla de la amistad. Quiero ser objetivo, más que nada, porque el Chiri seguro leerá esto y no quiero que el pelotudo se piense que escribo con emoción.

A lo que quiero llegar, si hay que llegar a alguna parte, es que nunca se nos hubiera ocurrido, ni en medio del pedo más surrealista del año ochenta y siete, que alguna vez los dos tuviéramos una hija, una cada uno, y que el otro no la conociera. Pero la vida es muy rara, eso sí lo supimos siempre. La vida es rara y la baraja pintó así: cuando cumplí treinta años me fui a vivir a España y, durante algunos años absurdos yo no conocí a Julia Basilis y el Chiri no conoció a Nina Casciari. No tengo idea, ahora mismo, si él también empezó entonces a darle una importancia distinta a los veinte de julio. Por lo menos yo, sin solemnidad, sin levantar bandera, cuando llegaban los días del amigo me ponía muy maricón a doce mil kilómetros, terriblemente maricón. Después se me pasaba, pero mientras tanto recordaba siempre el primer día del cursillo de la Comunión. Era un sábado del año setenta y nueve, alrededor de las once de la mañana. Yo tenía un yeso en el brazo, que para un gordo es buena excusa, porque los demás te miran la escayola y se olvidan del que la ostenta. Éramos un montón de chicos de ocho años, no conocía a nadie. Nos dieron un libro a cada uno; la catequista nos ordenó abrirlo en la primera página. Se trataba de tareas interactivas o algo así. Una de esas tareas decía: “Elige a un compañero que no conozcas dentro de la clase y pídele ser tu amigo. Si acepta, escribe tu nombre en su libro y viceversa”.

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