A las siete de la tarde, el pelado de enfrente comenzaba a cerrar su negocio para volver a casa, sin haber vendido nada en cinco horas de aburrimiento. Nosotros podíamos verlo, resignado, desde la ventana del comedor. Cuando el pelado bajaba la persiana pesadísima del local, justo antes de poner el candado, lo llamábamos por teléfono. El pobre hombre, que no quería perder una venta, se desesperaba y abría otra vez la persiana, corría hasta el fondo del negocio y, al quinto o sexto timbre, decía jadeante:
—Alfombras Pontoni, buenas tardes.
Colgábamos.
Al rato lo veíamos otra vez, humillado y vencido, cerrar la persiana gigante; le costaba el doble. Su vida era una mierda, se le notaba en los ojos y en la curvatura de la espalda. Entonces el pelado escuchaba otra vez el teléfono dentro del local. “Si el que ha llamado antes llama ahora, quiere una alfombra con urgencia”, pensaba el comerciante, y otra vez le bombeaba el corazón, y otra vez levantaba la persiana, otra vez corría hasta el fondo, y otra vez decía ‘alfombras Pontoni, buenas tardes’, con un hilo de voz.
Colgábamos. Colgábamos siempre.
Un día repetimos el truco tantas veces, pero tantas, que al enésimo llamado falso el pelado no tuvo más remedio que decir ‘alfombras Pontoni,
buenas noches’.
Hubiéramos seguido así hasta el final de los tiempos, pero un año después nos dimos las narices contra el futuro. Al primer llamado, el pelado Pontoni sacó del bolsillo un mamotreto con antena y dijo “hola”. Se había comprado un inalámbrico.
La llegada de la tecnología, antes que amilanarnos, propició nuevos métodos de trabajo. Cuando en casa tuvimos el segundo teléfono (uno con cable, otro no) con el Chiri inventamos la telefonocomedia, que era una forma de cachada a dos voces con receptor pasivo. Consistía en llamar a cualquier número y hacer creer a la víctima que estaba interrumpiendo una charla privada.
VÍCTIMA: —¿Hola?
CHIRI
(voz de mujer)
: —… claro, pero eso es lo que te gusta.
VÍCTIMA: —¿Diga?
HERNÁN
(voz masculina)
: —Lo que me gusta es chuparte el culo.
CHIRI: —Mmmm, no me digas así que me se ponen las tetas duras.
VÍCTIMA: —¿Quién es?
HERNÁN: —Yo lo que tengo dura es la poronga,
(etcétera).
El objetivo de este reto dramático era lograr que el interlocutor dejara de decir “hola” y se concentrara en nuestra charla obscena, como si se sintiera escondido debajo de una cama de hotel. Cuanto mejores eran nuestras tramas, más tardaba la víctima en aburrirse y colgar. Fue, supongo, un gran ejercicio literario que nos serviría —en el futuro— para mantener a los lectores atrapados en la ficción de un relato. Una tarde, después de diez minutos de telefonocomedia, una de nuestras víctimas comenzó a jadear, y nos dio asco.
Con dieciséis años, o diecisiete, ya podíamos considerarnos profesionales del radioteatro. Habíamos ganado en pericia escénica, en impronta y, sobre todo, en naturalidad de reflejos. El Chiri y yo faltábamos a las clases vespertinas de gimnasia y nos encerrábamos en casa con dos o tres teléfonos, un grabadorcito Sanyo y algunos elementos para generar sonidos de lluvia, de tráfico, de incendio, de ventisca. También teníamos a mano claras de huevo, por si era necesario cambiar los matices de la voz.
No nos hacía falta hablar entre nosotros: nos comunicábamos con gestos y miradas, como locutores de radio detrás del vidrio. Hacíamos magia. Éramos capaces de mandar a un desconocido a la Municipalidad a buscar un impuesto inexistente, seducir a la secretaria de un médico hasta enamorarla, hacer sonar la sirena de los bomberos en el momento que se nos ocurriera y convencer al kiosquero de la Diecinueve casi esquina Treinta que estaba saliendo en directo para una radio de Luján.
Nos creíamos dioses, y quizás por eso tocamos fondo en el cenit de nuestra gloria.
Promediaba el año ochenta y ocho. Lo recuerdo porque ya usábamos relojes digitales para cronometrar nuestras hazañas. Era de noche y mis padres no estaban en casa. Hacía horas que, con el Chiri, jugábamos un juego apasionante: hacer durar a la víctima en el teléfono a cualquier precio. Cuando te convertís en un profesional de la cachada volvés a lo básico, a lo simple. El mecanismo del juego era llamar a cualquier número y sacar una conversación de la nada. El reloj corría desde el “hola” y hasta el “clic” de cierre.
Esa noche Chiri llevaba una performance ideal: había logrado una conversación de diecisiete minutos y doce segundos con una señora, diciéndole que hablaba desde la tintorería. Tuvieron una charla graciosísima sobre el planchado en seco y acabaron cantando “Nostalgias” a dúo. Chiri la paseó por donde quiso, con guiños magistrales y toques de genialidad. Era imposible que yo pudiera superar esa maniobra.
Tiré los dados. Me salió el 24612. Marqué el número. Chiri tenía el cronómetro en la mano y me miraba cancherito. Cuando la voz de una vieja dijo “hola” comenzó a correr el segundero.
Yo había desarrollado una técnica, una marca de la casa, que sólo usaba en momentos clave. Era un sistema muy arriesgado que consistía en poner una voz masculina estándar, atónica, pausada, y provocar que la víctima adivinase mi identidad. Aquella noche, en la que sería la última cachada de mi vida, utilicé este método.
—¿Quién habla? —preguntó la vieja después de mi “hola”.
—Lo que faltaba —dije—. ¿Ya ni de mi voz te acordás?
Eso era un peón cuatro rey. La apertura clásica. Generaba del otro lado sensación de familiaridad. Siempre hay un sobrino que ha crecido y le ha cambiado la voz, o un ahijado; siempre.
—No sé —dijo la vieja—. ¿Con quién quiere hablar?
—¡Con vos, boludona!
Jugada arriesgadísima. Yo estaba sacando la reina al medio del tablero. Muy poca gente del entorno de una vieja le dice “boludona”. Pero si quería superar el tiempo de Chiri, tenía que actuar como un kamikaze. Funcionó:
—¿Daniel! —dijo ella, en ese tono intermedio entre la interrogación y la exclamación. El tono se llama
deseo.
La entonación del nombre propio me dio un millón de pistas. Daniel no era un sobrino, ni un ahijado, porque el grito de la vieja había sido estremecedor. No podía ser más que un hijo. Posiblemente, único. Y ese mismo dato me llevaba a otra cosa: el hijo vivía lejos y no era muy dado a llamar a su madre. Me tiré de cabeza:
—¡Claro, mamá! ¿Quién va a ser?
—¡Dani, Danielito! —sollozó la vieja, mientras Chiri, en silencio, se sacaba de la cabeza un imaginario sombrero, rendido ante mi jugada.
Ahora, el tiempo corría de mi parte. Me fui a caminar con el inalámbrico, para que Chiri no intentara hacerme reír con gestos. Él se quedó escuchando desde el fijo. En cinco minutos supe que Daniel vivía en el sur (“¿y hace frío ahí?”, preguntó la vieja en pleno septiembre) y también que la relación entre ellos no había sido, en los últimos años, muy afectuosa.
—Papá hubiera querido que estuvieses en su entierro.
—No es fácil, mamá. Hay heridas abiertas, la vida no es tan simple.
Supe que Daniel tenía una esposa, la Negra, y dos hijos. El más chico, Carlitos, no conocía a su abuela. Supe también que la ciudad en la que vivía Daniel era Comodoro Rivadavia, y que trabajaba en una fábrica de televisores. A los doce minutos de charla, cuando ya todo estaba encaminado para superar el récord del Chiri, la vieja empezó a sospechar algo, comenzó a hacer preguntas ambiguas, y debí improvisar.
—¿Pero cómo es que te escucho tan cerquita, nene? —quiso saber ella, y entonces no tuve opciones.
—Mamá —dije, sorprendido por mi crueldad—. Estoy acá, en la Terminal.
Del otro lado escuché un silencio, y después un llanto contenido. Me di vuelta buscando los ojos de Chiri, que me miraba pálido. No sonreía. Yo sentí, por dentro, la pulsión de la maldad. La sentí por primera vez en la vida. Estaba en el estómago, en el pito y en el cerebro al mismo tiempo, como una santísima trinidad diabólica. Con un gesto, le pregunté a Chiri qué tiempo llevaba. Dieciséis minutos.
—No llores, viejita —dije.
—¿Habías venido ya otras veces a Mercedes? —me preguntó con la voz rota—. A veces sueño que venís, de noche, y que no pasás por casa…
—No. No, no… Es la primera vez que vengo, te lo juro. Pero no quería aparecer así, de golpe. Por eso te llamé.
—¡Hijo! —gritó ella, desgarrada—. ¡Colgá y apurate, vení, vení!
Casi diecisiete minutos, hacía falta algo más. Cuando supe lo que iba a decir, mi puño izquierdo se cerró. Ahora creo que la maldad ya me había invadido. Creo que no era yo el que hablaba. Eso que no sabemos qué es, eso que nos hace humanos y horribles, ahora estaba enquistado en mí y yo era su marioneta.
—Tengo que hacer un par de cositas antes, y después voy a casa —dije—. Escuchame, mamá. ¿Me hacés canelones? Estoy muerto de hambre.
—Claro, Dani.
—Siempre extraño tus canelones.
—Apurate, yo ahora te hago.
—Un beso.
—Chau, nene. Estoy toda temblando, apurate.
Y la mujer colgó.
Lo miré a Chiri, que tenía la vista en el suelo. No me miraba, supongo que no podía verme a la cara. Ni siquiera se acordó de parar el cronómetro, así que tampoco supimos quién ganó.
Estuvimos un rato largo en los sillones, sin decirnos nada.
Media hora más tarde entendimos que en alguna parte de Mercedes había una casa, que en esa casa había una mesa, y que en esa mesa ya humeaba un plato caliente. Nuestra infancia tardía, aquella ingenuidad, supimos entonces, iba a durar hasta que se enfriaran los canelones de Daniel.
De pronto yo estaba en el hogar donde pasé la adolescencia; lo supo primero mi nariz. Los ojos se acostumbran tarde a la penumbra, pero mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de la casa de la calle Treinta y Cinco. Siempre sabemos cuál es la fragancia del sitio donde crecimos; nadie acertaría a explicar de qué está compuesta, pero cada uno de nosotros es capaz de reconocer ese aroma entre miles. Y yo estaba ahora en mi casa de Mercedes. Exactamente en el sitio al que llamábamos el
rincón blanco.
El
rincón blanco
siempre fue el epicentro de la casa. El lugar por el que había que pasar para ir a cualquier parte. No era un rincón, sino una prominencia amplia que abultaba el pasillo justo por la mitad. Y tampoco estaba pintada de blanco, pero le decíamos así. Nunca supimos por qué.
En todos los hogares hay recovecos y habitaciones que los mayores bautizan sin conciencia, y que luego nombran para siempre de una forma estrafalaria. Los hijos nacen y después crecen con la certidumbre de que esos apodos son estándares. Sólo las visitas reconocen el fallo:
—Dejá la campera y el portafolio en el
rincón blanco
—le decía yo a mis amigos cuando venían a tomar la leche.
—¿A dónde?
—Ahí, en el
rincón blanco
—y señalaba aquel sitio, empapelado con flores mustias sobre un fondo celeste, que solamente tenía un armario con cajones, un estante y un espejo.
Los niños que habitan las casas no tienen la menor idea de que algunas palabras
—rincón blanco
era la mía— no significan nada para el huésped ocasional, que sólo tienen sentido para los moradores, y a veces sólo para los moradores más antiguos.
Quizás ese lugar alguna vez haya sido blanco, es posible. Pero más tarde, después de mil manos de pintura, los habitantes mayores le siguen diciendo
rincón blanco
y los más jóvenes, por ejemplo mi hermana y yo, le decimos también así durante la infancia entera, y en la adolescencia, y también mucho después en el recuerdo, como si esas palabras fueran una referencia común en los hogares del mundo. Como si en todas las casas hubiera dormitorio, comedor, rinconblanco, baño y terraza.
Una tarde, cuando éramos todavía compañeros de primaria, el Chiri me preguntó por qué le decíamos
rincón blanco
al sitio pequeño que quedaba en medio del pasillo, y entonces, sólo entonces y no antes, descubrí que no tenía el menor sentido llamar así a tres paredes empapeladas de tonos pastel. No supe qué responderle.
En otras casas, en las ajenas, también había sitios bautizados por sus dueños de un modo extraño, lugares que los habitantes llamaban de forma especial sin darse cuenta, como por ejemplo
el galpón de los juguetes,
que era la habitación de mi amigo Sebastián, en donde no había juguetes sino libros y cacharros; o
la cocina vieja
de una compañera de mi adolescencia, que era un lavadero sucio detrás de un jardín. O los cuartos de soltero de los tíos díscolos que se van pronto de casa, pero que nuestras abuelas siguen llamando
la pieza de toto
para siempre.
—¡No entres a la pieza de toto, que no le gusta!
Las habitaciones guardan, también en su nombre, el recuerdo de lo que fueron, por eso ahora, que de repente he aparecido —aún no sé cómo, porque vivo en España y casi tengo cuarenta años— en la que fue mi casa de los ochenta, podía oler la frescura del
rincón blanco
aun sin verlo, y recordé largas tardes leyendo entre esas paredes libros de Mark Twain, o escuchando música de casete en un estéreo.
De a poco mis ojos se habituaron a la falta de luz. Desde la habitación de mis padres, entreabierta y oscura, pude escuchar el murmullo de una conversación. Ya era pasada la medianoche, supuse, y estarían a punto de acostarse. Siempre tardaban muy poco en comenzar a roncar.
Mi madre roncaba igual que una Vespa con la bujía empastada, y mi padre con un silbido musical. Los dos juntos, sincopados, se oían como un motociclista al que no le importa haber quedado en mitad del camino. Me hizo ilusión quedarme un rato y comenzar a escucharlos.
Más allá del pasillo la puerta de la cocina estaba cerrada, pero se adivinaba una hendija de luz del otro lado. Reconocí entonces el tecleo apagado de una máquina de escribir. Supe sin sorpresa ni escándalo, sin asombro ninguno, que del otro lado estaba yo mismo con quince años, quizás dieciséis, escribiendo mi primera novela.
Ahora mismo, mientras narro estos detalles sensoriales, todavía no he decidido si estoy explicando un sueño o un cuento. Preferiría que fuese lo segundo: me gustaría caminar hasta la cocina, abrir la puerta y conversar con el adolescente que escribe, lleno de esperanzas y de trabas, su primera historia de largo aliento.