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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

El pibe que arruinaba las fotos (5 page)

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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A los trece años me vuelve a pasar algo parecido con los milagros. Descubro, en el zaguán de casa, la primera carta de toda mi vida, con mi nombre y mi apellido engalanados por la palabra “Señor”. La abro con el corazón en un puño y leo: “Copia esta Oración del Santo Sacramento nueve veces en letra de imprenta y envíasela a nueve amigos por correo certificado”. Al dorso de la oración (que era larguísima) venía lo más emocionante: te explicaban lo que les había pasado a las personas que no habían hecho caso. ¡Eran unas maldades buenísimas, las mejores desgracias que escuché nunca!

Es el día de hoy que no me puedo olvidar del pobre John Saldívar, de Denver (Colorado) quien, creyendo a esta cadena una broma de mal gusto, no sólo no cumplió con los reenvíos sino que la botó al retrete. Qué miedo más grande me daba esa frase. Yo no tenía la más puta idea de lo que significaba
botó al retrete,
pero me parecía terrible que John Saldívar hubiera hecho semejante barbaridad. Además, lo que le pasó a este hombre fue escalofriante: dos días más tarde del asunto del
botó,
John fue despedido de su empleo, una semana después su esposa lo abandonó por alguien más joven y al mes, más o menos, murió arrollado por un carro. Qué hijos de puta, con cuántos argumentos te convencían. La carta también te informaba sobre la enorme suerte que habían tenido los que sí habían cumplido el mandato, pero eso ya no es tan divertido de contar.

Me acuerdo que me puse enseguida a copiar las nueve cartas y a pensar en los amigos que elegiría para mandárselas, empezando por el Chiri. Iba por la tercera copia a máquina, y entonces Roberto me dijo que aquello de las cadenas postales era un tongo del Correo para que los incautos gastaran en estampillas.

¡Por qué! ¿Con qué necesidad había que bajar de un hondazo las ilusiones de un chico? ¿Qué le importaba a Roberto si el correo ganaba más o perdía menos? ¿Y qué sabía el señor Weigandt, director de la
Revista Selecciones,
si yo quería saber la versión científica del
déjà vu?
¿Con qué derecho se investigan y se publican estas cosas? Los científicos deberían tener prohibido meterse en asuntos que no sean claramente beneficiosos para la Humanidad. Que se dejen de joder buscándole la quinta pata a los fantasmas, al I-Ching y a la luz mala. ¡Dejen vivir, señores de la ciencia! ¿Por qué carajo no se ponen las pilas y descubren, de una vez por todas, la pastilla para no tener que bañarse? Eso sí que es útil y hace años que la estamos esperando.

Cuando mi padre me dejó solo en el comedor seguí escribiendo, una a una, las nueve copias del Sagrado Sacramento, para enviárselas a nueve amigos y que se cumpliera para ellos el milagro bueno, no el de John Saldívar. Pero a la sexta copia, empecé a sentir un
déjà vu
bastante cansino y muchas ganas de hacer otra cosa. Di vuelta la hoja en la máquina y me puse a inventar un cuento.

Hace tiempo, cuando todavía vivíamos en Barcelona, rescaté de la basura una
Léxicon 80
igual a aquella de mi infancia. Había cuatro, esperando que pasara el camión de la basura. Solamente me traje una para que Cristina, mi mujer, no me tomara por loco. Si hubiera vivido solo me las traía a todas, porque la máquina de escribir es, de las cosas que no respiran, lo que más quiero en este mundo. Pero sobre todo me fascina ésta, la
Léxicon
de Olivetti, porque reproduce los anhelos de mi infancia.

Mil veces me levanté descalzo de una siesta y perseguí el
ta-ca-tác
que llegaba desde el comedor de Mercedes.

Cuando tenía cuatro años no había maravilla más grande que ver a Roberto sentado frente a su máquina, escribiéndole cartas a la Dirección General Impositiva. Yo arrastraba una silla blanca y me trepaba para verlo. La fila de hormigas elegantes que aparecía en la hoja se detenía únicamente cuando él se mordía un labio; el de abajo. Y cuando levantaba las cejas volvía el sonido de la marcha:
ta-ca-tác, ta-ca-tác…
Lo que más me gustaba era que llegara al final de una línea, porque el mejor de todos los ruidos era el timbre del salto de carro: había que mover el rodillo o las hormigas se podían caer, desde la hoja hasta el suelo, y podía ser fatal.

En aquellos tiempos lo único que yo quería de mi vida era aprender ese arte; sentía que el artefacto, macizo, gris, y más que nada poderoso, era el mejor juguete que existía sobre la tierra. Y que saber usarlo por diversión sería, por lógica, el mejor de los juegos humanos.

Cristina, no sé por qué telepatía, puso la
Léxicon
huérfana que rescaté de la basura en un sitio privilegiado de la casa. Cuando nos mudamos a este pueblo de Cataluña la máquina viajó con nosotros: desde entonces la miro todos los días, porque está en el estudio donde escribo, debajo de la máquina del café. Y cada vez que lo hago, mi cabeza vuelve a Mercedes, a la época en que oía el traqueteo en el comedor, y vuelvo a sentir en la parte de atrás de la nuca esa impaciencia por aprender a escribir.

Cuando yo tenía cuatro años me fascinaba que las personas grandes se quedaran en silencio frente a las hojas incómodas de La Nación, y que movieran los ojos para leer. Una vez, solo en el baño, quise repetir el gesto adulto y entonces no me entretuve con los dibujos de Trudy ni los de Quintín García, sino con las letras indescifrables de los titulares. Las miré fijo, como si el proceso de leer no llegara desde la comprensión, sino de una postura determinada de los ojos —como los estereogramas que estuvieron de moda en los noventa—, pero no ocurrió ningún milagro. Me concentré en una letra (entonces no sabía que se llamaba
la jota)
y pensé algo demasiado enfermizo: pensé que los mayores tampoco veían nada en aquellos garabatos, y que en realidad se burlaban de mí todo el tiempo para después, a solas, divertirse a costa de mi ingenuidad. También supuse que crecer significaba que a determinada edad me dejarían ingresar al grupo de los chistosos, y que entonces yo estaría obligado a repetir esa broma con mis propios hijos. Y que en eso consistía todo. Todo era, digamos, la vida y sus quehaceres.

Debo haberle roto mucho las bolas a Roberto para que me enseñara el truco; se lo debí haber implorado hasta con espanto, porque esa misma tarde apareció en casa un libro que se llamaba
Upa,
y al día siguiente, dos años antes de que empezara mi escuela primaria, mi papá usó la
Léxicon 80
para enseñarme todo lo que sé.

Yo no sé si Roberto supo que aquel año, el setenta y cinco, me divertí como un chancho. No sé si supo que cuando yo tenía cuatro años buscaba un gesto en sus ojos, y que la curiosidad que yo tenía por aprender quedaba en desventaja frente a las ganas de que él hiciera el gesto de triunfo, que era el de levantar las cejas y decir
“muy bien, negrito”,
y después buscar en mi mamá, en los ojos de ella, la otra mitad de la gloria.

Yo aprendí a leer y escribir en el comedor de casa, mientras se freían las milanesas en la cocina. Roberto volvía de trabajar a las ocho. Y yo lo esperaba con el libro
Upa
en la mano, sentado frente a la Olivetti, para que me explicara más. Ninguna noche llegó tan cansado como para decir
“hoy no”
. Cuando él abría la puerta y dejaba el portafolios en el sillón, se encontraban dos grandes obsesiones: la mía por entender, y la suya por que entendiera.

Cuando me fui a vivir a otro país tuve que explicarle (esta vez yo profesor, él alumno) cómo hacer para encender una webcam, cómo encontrar una foto perdida de su nieta en la maraña del escritorio de Windows, y de qué manera se abren las cuentas de Gmail. Y cada vez que le escribía esos trucos pelotudos sobre informática básica, sentía que le estaba devolviendo un poco de lo que me dio en el setenta y cinco. Pero me fue imposible equilibrar, o pagar esa deuda, ni aunque él hubiera vivido mil años. Porque, sin saberlo, Roberto me enseñó las dos cosas que todavía hago con más tenacidad: leer y escribir.

Ahora, que en el estudio de mi casa hay una
Léxicon
y también hay una hija de cinco años, tengo delante de mis narices la única tarea fundamental de la paternidad: transmitir pasión. Y vuelvo a sentir en la parte de atrás de la nuca esa impaciencia, esa alegría desbordada, como si otra vez tuviese un metro de altura y las letras de la Olivetti fuesen garabatos por conquistar.

Cuando nació la Nina, en el dos mil cuatro, no tuve ganas de escribir ni de hablar sobre otra cosa que no fuese el descubrimiento de la paternidad. Yo mismo notaba, en los ojos de todos, el cansancio de mi discurso baboso. Con el tiempo conseguí calmar el borbotón, al menos de puertas para afuera. Cuando mi hija estuvo a punto de cumplir tres años, es decir, cuando iba a empezar la escuela, decidimos irnos de Barcelona, que es una ciudad preciosa pero inmensa, para buscar un pueblo chiquito. Una casa con pasto, un lugar con animales cerca.

Yo siempre creí que una buena parte de mi felicidad infantil tuvo que ver con haber crecido en Mercedes, y probablemente con que mi abuelo Salvador haya vivido en una quinta. Y más tarde, en la juventud, con haber ido a un colegio con los mismos compañeros desde el principio. Le tengo un respeto irracional a la amistad temprana, a conocer a mis amigos desde la primera infancia. Con el Chiri tenemos recuerdos lúcidos, limpios, que tienen ya treinta años. Y a Guillermo, que viene a mi casa todos los sábados a jugar, le recuerdo la cara desde hace treinta y cinco. Con ellos no hay, no existe, la posibilidad del aburrimiento. Sólo claridad y placer. Llega un punto en que la serenidad es tan enorme, y la conversación tan fluida, que es complicado, más tarde, no confundir una charla común con un pensamiento en solitario.

Cuando cumplí dieciocho y me fui a Buenos Aires (una ciudad preciosa, pero inmensa) entendí que la amistad de las grandes capitales era menos antigua y más frágil. Quizás porque los amigos infantiles se perdían en la maraña, y los amigos nuevos se habían conocido de grandes. Los chicos de las ciudades numerosas hacen el jardín en un barrio, la primaria en otro, el secundario más allá… Se pierden el rastro, cambian mucho de colectivo. El tango
Tres amigos
da fe de esta desgracia:

¿Dónde andarás, Pancho Alsina?

¿Dónde andarás, Balmaceda?

Yo los espero en la esquina

De Suárez y Necochea.

Hoy ninguno acude a mi cita.

Ya mi vida toma el desvío.

La guardia vieja me grita

¿Quién ha dispersado aquel trío?

Pobre cantor de Buenos Aires: sus amigos también habían cambiado de colegio… Pero no les pasa a todos, claro. Algunos tienen la suerte de la perseverancia, o del anhelo, o de la casualidad, y entonces hay reencuentros felices. Pero son los menos. En general, el medio ambiente de las capitales no ayuda a la germinación de la amistad temprana y para siempre.

Y después está el asunto del pasto. Y el asunto del río. Y el asunto de los aromas. Crecer en los pueblos tiene algunas desventajas (la antena de Mercedes no sintonizaba
Tevedós,
por ejemplo) pero también produce un provecho lento que se descubre con los años. El olor de las lombrices cuando levantás la baldosa, los barriletes de caña, juntar huevos calientes mientras te mira la gallina madre, pisar hormigueros y sentirse un dios malvado. Sentirse sucio, sentirse lejos de casa, del otro lado de un río.

O la multitud de madres y padres. Eso también. La cercanía de las casas de los amigos te convierte, también, en hijo de otra gente. Y te ayuda a querer a otros padres (que son otros mundos), a conocerlos en la intimidad y en la sobremesa. Alfredo y Mari Basilis fueron, para mí, lo que Chichita y Roberto han sido para el Chiri. También Hugo y Gloria, los padres de Guillermo. Otros ojos que nos vieron crecer, y siguieron allí siempre. Y otras habitaciones, y otros estofados.

Entonces, en el año dos mil siete, nos mudamos a Sant Celoni, un pueblito de quince mil habitantes en la montaña. Nuestra casa está justo al final del pueblo, en el punto exacto donde el asfalto se convierte en bosque. La Nina vuelve sucia del jardín. Su abuelo la lleva a buscar hongos. Sus amigos del cole tienen padres que son de acá, de toda la vida. Cuando llueve hay barro, cuando nieva hay silencio. Y también perejil en la ventana de la cocina.

Claro que la ecuación no tiene por qué funcionar como una magia. Vivir en un pueblo no es la receta de ninguna felicidad, ni tampoco las ciudades escupen moldes de chicos tristes. Pero hay algo, en mis propios recuerdos de la infancia, que me lleva a repetir el idéntico camino de una esperanza. Es como plantar una semilla en tierras propicias. Hay egoísmo en todo esto, porque solamente puedo relacionarme profundamente con personas que han tenido una infancia feliz. Y eso no tiene nada que ver con la geografía. Solamente es suerte. Pero yo quiero ser amigo de la Nina, cuando seamos grandes.

Por eso, cuando vuelve del cole todos los días a las cinco, la veo entrar a casa y le pregunto si jugó con los chicos, le pregunto cómo se llaman sus más mejores amigos, quiero saber si se divirtió como un chancho en el patio. La pregunta es otra, por supuesto. La pregunta verdadera es: “¿Sembraste muchos chiris esta mañana, Nina? ¿Le pusiste agua a todos tus guillermitos?”. Ella me dice que sí, por suerte. Siempre me dice que sí. Y yo cruzo los dedos para que sea verdad y entonces, un día, a ella también le ocurra el milagro.

Todo lo bueno que me pasó y me pasa tiene que ver con ese destino no buscado. Pero nadie sabe si el milagro es el correcto. No hay menos amor en los intereses de otros padres. El mío, que se dedicaba a la gestión impositiva y a los deportes, hubiera preferido que yo fuera más espabilado con los números y con el cuerpo.

—¿No te das cuenta de que con la plata que te gastás en figuritas te podrías comprar dos pelotas de cuero por semana y salir un rato a patear? —me decía.

Ahora estamos en mil nueve ochenta y uno, tengo diez años y soy adicto a las figuritas
Reino Animal.
Si lleno el álbum me gano una pelota de cuero. Yo quiero esa pelota, con gajos negros y blancos, que está colgada en la vidriera del kiosco Pisoni. Por eso compro figuritas.

Compulsivamente. Con cada billete que llega a mis manos, con cada moneda, voy y compro paquetes de cinco figuritas. Los abro con nervios, porque me falta solamente una, la cincuenta y cuatro. Me falta la tarántula. Nombre científico,
eurypelma californica.
Tengo todo el álbum lleno menos ésa. La tarántula. A la noche no puedo dormir porque me carcome el deseo arácnido. Nomás me calmo con el ruidito que hago cuando raspo los dientes de arriba contra los de abajo. Pero cuando al final me duermo sueño con la tarántula. Sueño que abro un paquete y que ahí está. Peluda.

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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