El pibe que arruinaba las fotos (17 page)

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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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Tiempo. Necesito hacer tiempo para saber cómo actuar, de qué modo sacarme de encima a este chiflado.

—No me cree —me dice el chino.

—¿Debería?

—En realidad, pensé que me iba a costar menos convencerlo, una vez que viera el árbol genealógico —me dice—… Yo leí una teoría suya, ¿se acuerda?, en la que usted dice que los extraterrestres no existen, que somos nosotros mismos en el futuro. Usted mismo ha escrito alguna vez eso.

—Suelo escribir muchísimas boludeces, demasiadas.

—Pero ésta era verdad —me alienta—. Dele, ¿por qué no se sienta y se relaja un poco? —me acerca una silla—. ¿Quiere que ponga el agua, que tomemos unos mates?

Entonces me decido por una estrategia y actúo.

—Podríamos hacer lo siguiente —le digo, con mucho tacto, fingiendo mirar el reloj con naturalidad—. Yo tendría que llevar a Nina a la guardería ahora mismo. Si querés nos encontramos en el bar de la esquina, en media hora. Me esperás ahí y charlamos. Toda la tarde, ¿qué te parece?

—No vas a venir —me dice, y entonces me tutea.

—¿A dónde? —me empiezan a temblar las piernas—. ¿A dónde no voy a ir?

—Al bar. Te voy a esperar una hora, dos horas, y después llega un guarda civil y me pide los documentos. Vos estás en la casa de tus suegros. Me mandás a la policía por teléfono porque pensás que estoy loco, que quiero hacerte daño.

Se me llenan los ojos de lágrimas. Era ésa exactamente mi idea, exactamente ésa, punto por punto.

—No, nada que ver… ¿Qué te hace pensar así? —le pregunto.

—Ésta es la segunda vez que vengo a verte. La primera me mandaste la policía. Yo te estaba esperando en el bar. Ahora ya aprendí, por eso te traje el árbol, para que me creas.

—¿Es tu segunda vez? —digo, sonriendo de pánico—. ¿Esto es como “El día de la marmota”?

—Sí… Y vos sos Andy McDowell —me dice, y se ríe como un chino feliz—. Mirá. Vamos a hacer las cosas bien. Yo no pienso hacerte nada malo, ni a vos y ni a ella. ¿Cómo voy a hacerles algo malo si son mi sangre? Solamente vine para charlar un rato, para conocerte.

—Estás loco, hermano, no podés pedirme que te crea —le digo.

—En un minuto, justo en un minuto, va a llamarte tu mujer al móvil —me dice—. Preguntando si yo vine. Eso pasó la primera vez, y va a pasar ahora de nuevo. En cincuenta segundos, exactamente. Con ese dato te convenzo de que es cierto todo lo que digo. ¿Te convenzo con ese dato? Treinta segundos y suena el teléfono. ¿Con eso te quedás tranquilo?

No le respondo; me muerdo el labio. ¿Tranquilo, me quedo tranquilo con eso? Miro el móvil que está sobre la mesa. No sé qué quiero que pase. No sé si prefiero que no suene, y saber que estoy frente a un loco peligroso que sabe karate; o si prefiero que suene, que sea Cris la que llame, y entonces saber que el chino que sonríe es, realmente, mi tataranieto que ha llegado del futuro en una nave nodriza o algo así. No sé qué quiero.

—Veinte segundos —dice Woung—. Cuando llame tu esposa, decile que todavía estoy acá, que estamos charlando, que soy un lector de tu blog, que está todo bien. No la alarmes, es al pedo… Yo mientras voy a poner el agua para unos mates —me guiña un ojo y dice:— Diez segundos y suena. Tranqui.

Woung se levanta y se mete en la cocina. Me quedo quieto. Escucho el agua caer como una lluvia en el fondo de la pava, el fuego que se enciende, y su voz, la del chino, que dice muy despacio: “cinco segundos, y cuatro, y tres…” Todo parece un sueño.

Y entonces suena mi teléfono móvil. Es Cristina: quiere saber si vino el lector raro, si ya se fue, que cómo era, que qué quería.

—A la noche te cuento —le digo—. Estamos tomando mates acá en casa. Más tarde te llamo, la Nina está viendo la tele. Un beso.

Cuando cuelgo, Woung saca la cabeza por la puerta de la cocina, sonriendo con su sonrisa de chino, y me dice:

—Tomás con sacarina y un chorrito de limón, ¿no? Como toda la familia.

—Sí, Woung —le digo—, como lo toman ustedes.

El chino no mentía. Dos años antes, yo había publicado en internet una teoría absurda sobre los platos voladores y la descendencia humana, una hipótesis de drogadicto feliz que únicamente pretendía hacer reír a los lectores de mi blog. En ella explicaba que los extraterrestres somos nosotros mismos en el futuro; es decir: son nuestros bisnietos, que están paseando en plato volador por esta época. Postulaba que en el futuro —y asumiendo que la tele transportación ya es un hecho consumado— estaría prohibido relacionarse con la gente antigua en los viajes temporales, dado que estos contactos, peligrosísimos, provocarían realidades paralelas, duplicación del instante y otros muchos contratiempos (nunca mejor usada la palabra). Mi teoría se basaba también en otras cosas. Una de ellas era que los extraterrestres suelen aparecer en momentos claves de la historia. En su cuaderno de bitácora, Cristóbal Colón apunta (hacia las diez de la noche del once de octubre de mil cuatrocientos noventa y dos), que tanto él como otro tripulante de su carabela pudieron divisar “una luz trémula a gran distancia”, la cual se desvanecía y volvía a aparecer reiteradamente. ¿Podía ser tanta la causalidad? ¿No era más probable que haya sido un contingente escolar del futuro, de excursión por la historia, en vez de unos selenitas, los extraños acompañantes voladores del intrépido genovés?

El tema de las abducciones y desapariciones de personas era otro punto fuerte de mi teoría. Para mí, la gente que chupada por un ovni se va a mandar alguna cagada grande, y los del futuro lo que hacen es prevenir, como dios manda. Por ejemplo: un tipo está a punto de coger con una señora y nueve meses después nacerá un pequeño Hitler. Entonces vienen los del futuro y lo abducen al padre, para que no coja. Lo podrían castrar que sale más barato, es verdad, pero quién sabe si después el castrado no va y adopta. Los del futuro suelen estar en todo. A muchos no les quedaba claro (al evaluar mi teoría) por qué los extraterrestres hacen esos pictogramas tan raros en los campos de trigo. Y yo les revelaba que quienes trazan esos círculos perfectos son los bisnietos de los dueños de los campos, conocedores de que luego el antepasado cobrará un dólar la visita. ¡El negocio es redondo, como los propios dibujos! Si yo pudiera volar al siglo diecinueve, haría un par de garabatos de ésos en el patio de los Casciari, para fomentar el turismo mercedino y que mi familia haga unos mangos. Así que ahí estaba la explicación.

Hace dos años yo creía, un poco en serio, un poco en broma, en mis propios disparates. Y decía, además, que quería estar vivo para verlo. “A mí —escribía en mi blog— me genera mucha más ansiedad conversar con mi bisnieto que con un desconocido de Júpiter, con el que no tengo el menor lazo sanguíneo ni muchos temas de conversación”.

A veces hay que fantasear menos. A veces hay que callarse. Ahora, en mi cocina, había un chino que decía ser mi tataranieto. Un lector desquiciado, posiblemente, que antes de irse intentaría matarme. Yo estaba sentado en la mesa pensando en esto cuando él volvió de la cocina con la pava humeando y el mate.

—No quiero saber qué va a pasar conmigo —le dije—, no quiero saber qué va a pasar con las personas que quiero. No quiero que se te escape una sola palabra ambigua; no quiero pistas.

El chino asentía en silencio.

—Respetá mi vida, Woung, respetá la felicidad de este noviembre en donde nadie se me ha muerto, quiero seguir acá un tiempo, no quiero que la sombra de tus datos me tapen el solcito —le dije al hombre que decía ser mi tataranieto—, lo que yo quiero saber del futuro es lo superficial, el chusmerío; soy demasiado cagón para todo lo que importa.

Woung me miraba serio y asentía. Ponía la boca como en el momento antes de escupir la gárgara, como diciendo:
usted tranquilo.

—A no ser —le digo, con cautela— que yo en el futuro sea un líder de la resistencia contra las máquinas inteligentes; en ese caso, si soy un héroe y tu generación me idolatra, contame todo.

—No, abuelo. Usted no es nada de eso.

—Mejor, porque estoy a favor de las máquinas. ¿Y ustedes qué? —le pregunto—. ¿Vienen seguido acá al pasado, o es una moda nueva?

—Viene bastante gente a comprar porro, porque allá casi no hay. Pero así como yo, a visitar antepasados, muy poco. Es un viaje incómodo, y bastante caro.

—¿No hay porro en el futuro? —se me pone la piel de gallina.

—Como haber hay —me dice Woung—, lo que ya no existe es esa cosa tan linda de ustedes, de armarlo, de ver la hoja, de fumar echando humo. De eso no hay más.

—¿Y cómo fuman porro ustedes?

—Tenemos tarifa plana —me dice—. Pagamos por mes un precio fijo, y hay empresas que te dan el servicio, directo a la cabeza.

—¿Están todo el tiempo drogados?

—¡No! Bueno, la mayoría no. Yo ahora estoy desconectado, porque estamos hablando. Pero si quiero un poco, parpadeo tres veces y ya me sube. Es práctico.

—Más que práctico. ¡Es buenísimo! —le digo—. No hay que ir a comprar, no hay que esconderse por ahí, nunca llevás nada encima…

Empezaba a tranquilizarme.

—Y además no te hace falta fingir —me dice Woung—. Si estás drogado y se aparece tu vieja, parpadeás dos veces y ya estás pilas. El tiempo que haga falta.

—Qué maravilla, el futuro —le digo—. ¿Y cuánto sale por mes, la tarifa plana de porro?

—Hay varios precios. Yo tengo el servicio de Vodafone, que sale 11 minutos al mes.

—¿Once minutos?

—En el futuro no hay dinero —me dice Woung—. El valor más preciado es el tiempo. Todos nacemos ricos, digamos. Cada chico que nace, tiene unos cien años de crédito. Después crecés y vas gastando tiempo. ¿Querés comprarte una moto? Te cuesta seis meses. ¿Una casa? Un año y pico. Todo lo que comprás se te va debitando. Y todo lo que vendés, se te acumula.

—No entiendo.

—Imaginate que te vas con una puta —me dice Woung—. Una puta cobra 30 minutos un servicio completo. Cuando terminás de cogerte a la puta, vos tenés media hora menos de vida, y la puta media hora más. Es fácil.

—¿Y entonces quiénes son los ricos en el futuro?

—El concepto de riqueza varía según los intereses de cada quién. Por ejemplo, yo tengo veintitrés años, es decir, tengo un capital suficiente para tener siete coches, dos chalets, y darme la gran vida durante cinco años más y morir. O también tengo la posibilidad de vivir sin lujos hasta que cumpla los ochenta o los noventa. Cada uno hace lo que quiere.

—¿Y la gente que suele hacer?

—Hay de todo. Los conchetos se mueren jóvenes —me dice Woung—. Yo soy del grupo que vive despacio para llegar más lejos. Hasta ahora, mi gasto más extravagante fue el de venir a verte. Este viaje me costó tres años. Es carísimo.

—¿Te vas a morir tres años antes por mi culpa?

—No, no se mide de esa manera… Digamos que voy a vivir lo que me quede con la alegría de haber hecho lo que tenía ganas de hacer.

—¿Y el trabajo, entonces? —quiero saber—. ¿Cómo funciona, cuánto gana la gente en el futuro?

—La gente gana exactamente lo que trabaja —me dice Woung—. El que trabaja seis horas al día, gana seis horas al día. El que trabaja cuarenta horas a la semana, gana eso. Y se puede vivir sin trabajar, pero claro, vivís menos.

—Entonces el trabajo cualificado no cuenta —digo—. Un carpintero que tarda dos horas en hacer una silla, y un poeta que tarda dos horas en componer un poema ganan lo mismo.

—Exacto: cada uno gana dos horas.

—¿Pero si el poema es maravilloso?

—Ésa es una gran tara de tu sociedad… Creer que un poema puede ser más maravilloso que una silla.

—¿Y los ladrones entonces, qué roban si no hay dinero?

—No hay ladrones —me dice Woung—, ni crímenes económicos. Sólo, cada tanto, algún crimen pasional.

—Entonces habrá cárceles.

—No. Hay multas. Te multan con los años exactos que le quedaban de vida a la víctima. Si matás a un tipo de treinta años que tenía setenta de capital, tu multa son cuarenta años. Muchas veces significa pena de muerte. Casi nadie mata a nadie. Tampoco hay suicidios. ¿Para qué vas a suicidarte, si podés comprarte lo que quieras con lo que te resta de tiempo y morir en la opulencia?

—¿Entonces no hay malos?

—¡Claro que hay malos! Los pesados, por ejemplo. Esa gente que te cruzás en la calle y se te pone a hablar y te hace perder el tiempo. Los densos. Ésa es la gran escoria de mi sociedad. Los que tardan mucho para contarte un chiste, los que te hacen esperar en el auto, los que te invitan a fiestas aburridas… El que te hace perder el tiempo sin disfrutarlo; ésos, son lo malos.

—¿Y la política, cómo funciona?

—Ya te dije, no hay ladrones.

—Pero me imagino que en cada país habrá un presidente, y que al presidente lo elegirán entre todos. Una democracia, algo así.

—Cuando acabamos con las enfermedades —me dice Woung—, y pudimos lograr que el mayor capital humano fuese la salud (es decir: el tiempo de sobre vida) acabamos también con el capitalismo y con el comunismo. Acabamos con todo. Nadie tiene nada que otro pueda robar para su beneficio. Si matás a alguien, no te quedás con su tiempo extra. Entonces, ¿para qué matarlo? En el mismo sentido, ¿para qué necesitamos democracia y boludeces si todo está en orden siempre?

—Me emociona esto que me estás contando, Woung —le digo sinceramente—, pero tiene que haber grietas, tiene que haber fallos. Somos humanos, y estamos hechos para cagarlo todo y hacerlo mierda. ¿Dónde está el fallo?

—Los fallos también son una tara de tu sociedad, abuelo. Con el tiempo las cosas irán mejorando mucho. Te lo garantizo.

Woung se fue de casa casi de noche, y me dejó una sensación extraña de paz. Estaba claro que yo no llegaría a vivir de esa manera (fumo demasiado para tener esperanzas a largo plazo) pero quizás Nina, mi hija, sí pueda ver ese mundo en donde el capital humano más importante es el tiempo.

Parpadeé tres veces, no fuera cosa que el wifi de porro con tarifa plana durase todavía en el comedor de casa, pero no pasó nada. Entonces abrí la cajita feliz y me armé uno de los antiguos, de los que se enrollan con los dedos, de los que cuestan diez euros o veinte pesos en cualquier esquina. Y me quedé pensando en Woung, en el pasado, en los futuros posibles. Y en una cuestión de la que habla mucho Javier Marías en sus novelas, que tiene que ver con que la gente, a veces, te cuenta cosas que no querés saber. Pasadas o futuras, no importa.
“No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde”,
dice Marías. Un poco antes, cuando la Nina todavía no había nacido, fui el involuntario Woung de otra persona. Quiero decir, me metí en la vida de alguien sin pedir permiso, para narrar, desde el futuro, sucesos muy antiguos que el otro no me había pedido conocer.

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